Extracto de un poema largo
Traducción de María Luisa Prieto

De pronto llegamos y nos hospedamos en las casas de nuestras familias con muchos niños. Algunos vinimos por un grave error en el cálculo del ciclo menstrual de nuestra madre y otros vinieron con premeditación y alevosía. Llegamos y nos encontramos ante nuestros hermanos y hermanas. Nos dejarían el calzado y la ropa que ya no eran de su talla, los heredaríamos como los hijos de las familias nobles heredan nombres resonantes y cargos gubernamentales. Nos dejarían sus cuadernos usados y el libro de lectura que legaríamos a nuestra vez, cual patrimonio precioso, con sus páginas gastadas y manchadas de tinta, a quienes vinieran después de nosotros. El vientre de las madres se hinchaba periódicamente cada año con nosotros, y cuando nacíamos, los padres decían que cada uno de nosotros salía del vientre de su madre con un pan bajo el brazo. Nos enviaron con el alfaquí para que nos hiciera memorizar las azoras del Corán por la mañana y por la tarde las tablas de multiplicar y dividir y el himno: “Decid con nosotros los que nos queréis”. Soportamos el látigo del alfaquí, el frío de la estera, el olor de la arcilla y la dureza de lavar la pizarra con agua fría en invierno. En verano soportamos el sol de agosto y combatimos el aburrimiento nadando en arroyos y pozas de dudosa limpieza. Cuando nos sobrevino el hambre, arrancamos ramas de acedera y chupamos sus amargos tallos, y cuando tuvimos sed, bebimos agua del pozo, esa que cuando crecimos descubrimos que estaba mezclada con la de los canales de Oued El Har. Aprendimos a rezar para ser niños buenos y comenzamos a ir a la fuente de la mezquita para hacer las abluciones, jugar, chapotear agua y mojarnos la ropa unos a otros. Perseguimos al imam envuelto en sus numerosas túnicas, nos acusó de trabajar con Satanás para corromper la oración de los adultos y quebrantar su humildad, y nos amenazó con sumergir nuestras cabecitas en un pilón de agua hasta asfixiarnos uno a uno. Tuvimos miedo y huimos de la mezquita. Fuimos al mausoleo del venerable santo y jugamos alrededor de él. Comimos dátiles e higos secos que las mujeres traían y distribuían entre los pobres que se apretujaban ante la puerta del cementerio. Robamos la vela del venerable santo e iluminamos con ella nuestros callejones oscuros. Robamos los terrones de azúcar que las mujeres ponían cerca de su tumba para traer suerte a sus desdichados hijos, y maridos para sus hijas, ante las cuales pasaba el tren nupcial sin que ellas saltaran dentro, y los comimos con pan. El venerable santo nos perdonaría porque sabía que sólo éramos niños hambrientos. Pasamos por el cementerio cristiano donde las tumbas estaban decoradas con fotografías de sus dueños y coloridas rosas de mármol. Arrancamos el mármol, lo vendimos en el mercado de chatarra y con su importe compramos un bizcocho frito en la tiende de Mubarak al-Shafnach. Nos llevaron a la escuela pública para aprender gramática, ortografía y la lectura en francés donde pacía “la cabra del señor Seguin” y el niño negro llamado “Palimoco”. Cuando tropezamos con la lectura en francés, nos burlamos de “Palimoco” y le compusimos una canción de regodeo, creyendo que nos habíamos vengado de Francia y su lengua materna. Vacilamos mucho antes de pronunciar nuestras primeras letras en francés “Mina Julie Mina Miki Julie Miki”. Nos llenamos tinteros con agua, en lugar de tinta, por diversión. Cavamos decenas de metros cuadrados buscando las raíces de esa planta silvestre que al frotarla en la nuca del estudiante lo transforma de un niño manso en una mula rebelde. Extendimos nuestras palmas pequeñas y temblorosas hacia el palo, y cuando nuestros maestros nos castigaban con golpes, salíamos al campo a buscar una camella vagabunda para sentarnos cerca de ella y esperar a que orinara para lavarnos las palmas de las manos, convertirnos en “la mujer biónica” y que nada pudiera hacernos daño. Sin embargo todo nos hizo daño. Nos hicieron daño al golpearnos cuando estábamos en la puerta del cine esperando el intermedio. Nos golpearon mientras esperábamos que Al-Abbassieh metiera un gol en el último cuarto de hora de la segunda parte. Nos golpearon mientras nos agolpábamos frente a la puerta de la piscina municipal, esperando que el vigilante nos diera los últimos diez minutos para sumergir nuestros cuerpos, quemados por el calor, en un agua mitad orina y mitad lejía y cloro.
Crecimos así, con gran dureza y poca ternura. Tuvimos que crecer con dificultad, como plantas salvajes en un bosque con árboles enormes que les tapan la luz del sol. Nos aferramos a la esperanza y levantamos la cabeza para captar nuestra porción de luz. Y cuando asomamos la cabeza al mundo, los encontramos nuevamente parados esperándonos con sus látigos. Con sus sonrisas maliciosas y sus miradas sarcásticas nos insinuaban que nosotros también habíamos crecido como sus hijos, a pesar de la tosferina, el sarampión, la tuberculosis y la hepatitis. Crecimos gracias a las inyecciones de la Organización Mundial de la Salud, a la vacuna antituberculosa y a la pomada con la que untaban nuestros ojos pequeños y oscuros. Volvieron a golpearnos, como siempre habían hecho. Nos expulsaron cuando nos paramos frente a las puertas de sus oficinas en los municipios y vinimos a pedir pasaportes para continuar nuestros estudios en el extranjero. Les mostramos nuestros certificados de matrícula universitaria y la excelente puntuación que habíamos obtenido por tantas noches en vela. Se lo mostramos a los imbéciles que no tenían títulos y nos expulsaron de sus oficinas después de recordar la puntuación de sus hijos mimados y su nivel vergonzoso. Para aliviar sus conciencias muertas, nos aconsejaron que conociéramos bien nuestro país antes de ir al extranjero. De un plumazo echaron a perder el futuro de miles de nosotros. Nos golpearon cuando vinimos a pedirles trabajo. Enviaron a la mitad de nosotros a urgencias y a la otra mitad a sus casas con las costillas y los sueños rotos. Nos patearon en las calles con sus pesadas botas y pisotearon nuestros títulos superiores que ya no servían más que para ser erigidos en las marchas de protesta. Finalmente nos quedamos aquí como ellos querían, y de repente comprendimos que querían que nos quedásemos con ellos porque necesitaban una generación entera para experimentar su odio en ella. Nos inyectaban sedantes todas las noches en las noticias para que no les explotáramos en la cara y empezaron a mentirnos en el gobierno y en el parlamento. Se turnaron contra nosotros como una pandilla de pervertidos se turna en un lugar oscuro contra una mujer sola que regresa a casa después de un duro día de trabajo. Y cuando se cansaron de nosotros, nos echaron a las calles y nos dejaron cortándonos el camino unos a otros con espadas largas, hojas de afeitar y botellas de agua hirviendo. Deseábamos creerlos algún día cuando hablaran de nuestros intereses y de nuestro futuro. Deseábamos creerlos algún día hablando en nuestro nombre en todas partes. Deseábamos creerlos algún día confesándonos su amor cada vez que se acercaran las elecciones. Mentirosos, tramposos, hipócritas. Envejecimos prematuramente por su culpa y fuimos devastados por enfermedades crónicas. Nos odiaban en el país hasta el punto de que empezamos a pensar que la única solución para no volvernos locos era hacer las maletas y marcharnos, como una mujer desgraciada sale de la casa de un marido borracho que todas las noches le parte las costillas. Todos nos marchamos y los dejamos solos para que mintieran y se creyeran sus mentiras. Somos los ratones de laboratorio, en los que no dejan de experimentar un plan quincenal o decenal. El resultado es lo que vemos ahora: una generación deformada que camina hacia el futuro como Frankenstein. Nos derrotaron por el golpe mortal, pero todavía nos tambaleamos sobre el cuadrilátero del país y nos negamos a caer para que los árbitros levanten sus gruesos brazos y les entreguen la copa en la que brindarán por nuestra derrota. Nos derrotaron pero seguimos erguidos, sonriendo sarcásticamente en sus caras para que pierdan el placer de su victoria.
Rachid Niny es periodista, escritor y editor. Nació el 16 de octubre de 1970 en Ben Slimane (Marruecos). Tras licenciarse en Filología Árabe por la Universidad de Casablanca, se estableció en España como residente ilegal en 1997, situación que le obligó a trabajar en diversos oficios. En el año 2000 regresó a Marruecos donde trabajó como periodista en la televisión pública, y en 2006 fundó el periódico Al Massae. En 2011 pidió la abolición de la ley antiterrorista marroquí de 2003 y el cierre de la prisión secreta de Temara. Fue detenido por la policía marroquí y condenado a un año de prisión. Durante el tiempo que permaneció detenido, Amnistía Internacional lo consideró un preso de conciencia. Entre sus publicaciones destacan la novela Diario de un ilegal (2000) y el poemario Poemas fracasados sobre el amor (1999).
María Luisa Prieto es licenciada y doctora en Filología Árabe por la Universidad Autónoma de Madrid, con premio extraordinario de licenciatura y de doctorado. En la actualidad es profesora titular de Lengua y Literatura árabes en la Universidad Complutense de Madrid. Ha realizado numerosas investigaciones dentro del campo de la literatura árabe contemporánea y ha publicado más de treinta obras literarias traducidas del árabe, la mayoría de ellas del premio Nobel Naguib Mahfuz, y también de otros autores como Mahmoud Darwish, Nizar Qabbani, Adonis, Jabra Ibrahim Jabra, Gassán Kanafani o Hanan al-Shaykh. También ha traducido poemas de Abd al-Wahhab al-Bayati, Badr Shakir al-Sayyab, Fadwa Tuqan, Muhammad al-Magut, Muin Basisu, Nazik al-Malaika, Samih al-Qasim, Wadih Saadeh, Abu l-Qasim al-Shabbi, Sargon Boulus, y de poetas clásicos, entre ellos al-Jansá, Abu Firás al-Hamdani, Ibn Zaydún, Ibn Hani, Ibn Hazm, Ibn Jafaya, Ibn Arabi e Ibn Zamrak. Es editora de la página de poesía árabe poesiaarabe.