LA NOCHE ES UNA BUENA AMIGA: Un relato de Farah Halime Hope

Traducción del inglés:
Joselyn Michelle Almeida

 

«¿Adónde podemos ir más allá de las últimas fronteras?
 ¿Adónde pueden volar los pájaros después del último cielo?».
Mahmoud Darwish

Farah Halime Hope

 

Beirut

Cuando ellos asedian al amanecer, un silencio sombrío se cierne sobre el campamento. La gente duerme y los hogares, o aquellos que siguen en pie después de la terrible y prolongada guerra, brillan naranja, los escombros y cadáveres a la espera de ser retirados.
Pero Abu Ahmed Said está despierto, y los ve acercarse con sus armas. Cuando comienza el fuego pesado de la artillería, y el campamento despierta aterrorizado, el anciano ya está caminando hacia los soldados con un mensaje: «Somos ancianos, somos jóvenes. Somos hombres, mujeres, niños … ¿Por qué estáis bombardeando así?». Él cae antes de llegar hasta ellos, la bandera blanca que lleva teñida de rojo.

Londres

Hussam es incapaz de reconocer, en la bruma de los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas, que ahora está en un lugar desconocido, lejos de Aya, lejos de toda la familia, enfrentándose a un grupo nuevo de inquisidores, como los soldados rodeando el perímetro de
su hogar.
—¿Comiste en el avión? —pregunta la mujer.
—Sí —miente Hussam.
—Te ves cansado —. El novio se molesta:—¿Y eso qué aporta?
Hussam observa al hombre y a la mujer tomados de la mano y recuerda besar a su mujer. Ese calor distante, el chirrido del ventilador, y luego lo aleja porque le causa un nudo en la garganta. Hussam había llegado en un vuelo desde el Líbano hacía diez horas, a los dos días de terminar las matanzas, pero no recordaba demasiado. En aquellos momentos finales, cuando se vio claramente que la muerte rondaba cerca, lo único que supo fue avistar el Mercedes negro de Yousef para la oportunidad de huir. No hubo tiempo para despedirse de nadie, ni de su madre, ni de su padre, ni de sus hermanos, ni de Aya.
La mujer está hablando otra vez.
La mira pero busca el paquete de cigarrillos y el casete que Yousef le dio en el aeropuerto de Beirut. Tendría que esperar.
—Déjalo hablar —le dice el novio.
Le llega un olor. La tienda de su Tío Omar en la esquina de la calle principal de Shatila siempre olía a cartón nuevo. Cuando los asesinos se fueron, los cadáveres estaban amontonados por todas partes, y el rostro del tío Omar, sepultado bajo los escombros de su propia tienda, lo persiguió. Otras caras también aparecían: Khalil, su amigo en la escuela, que yacía sobre la arena con una sonrisa extraña fijada en el rostro; Al-Shaikh, el pescador sexagenario de Yaffa que siempre se encontraba frente al Café Baladí en la costa oeste de la ciudad, pistola en mano, con el entusiasmo y la determinación de un hombre mucho más joven. Sin embargo, su recuerdo más duradero de Al-Shaikh fue verlo en el suelo, la sangre goteando de la nariz, la lengua colgada como la de un perro.
La decisión de irse de Beirut se reducía a una cuestión sencilla de supervivencia. Sus amigos habían intentado sacarlo del país durante meses, pero cuando las matanzas comenzaron, no hubo alternativa. La culpa lo consumía. ¿Qué sería de aquellos a quienes había dejado atrás?
—¿Te detuvieron? —.
Hussam asiente con la cabeza. Los ojos del hombre lo miran desde el espejo retrovisor.
Hussam siente el aguijón familiar y las farolas de Londres se funden en esferas deslumbrantes de fuego. Intenta suprimirlo, pero puede oír la voz de una mujer.
—¡Dios es grande! —ella exclama—. Dios te vengará, mi querido muchacho.

Beirut

Sus ojos relucientes brillan al mirar a través de la rendija en el armario. Ella recuerda su boda, el Katb Kitab, y el traje que Hussam había elegido: marrón oscuro con una camisa crema y zapatos negros prestados de su hermano mayor. Ella había llevado un vestido turquesa que resaltaba los destellos azules de sus ojos. Se recogió el cabello oscuro en un moño peinado como sus hermanas habían insistido. Salwa le dijo que estaba de moda. Recordó la expresión de Hussam al verla. Cómo se rieron. Fue una celebración. Esos días parecen lejanos.

Londres

La pareja lo mira fijamente. Hay algo del modo en que lo miran que le inquieta. ¿Qué habían visto?
—Estamos aquí —dice la mujer.
El hombre llama a la puerta tres veces.
Hussam empuña el casete.
Se oyen voces dentro de la casa: —¡Nada de prensa! ¡Nada de prensa! —.
Hay decenas de personas hablando en las esquinas, murmurando, contestando un teléfono que no deja de sonar. Nadie lo ve excepto una señora mayor de cabellos plateados que los recibe, a la que todos siguen de una habitación a otra al igual que las palomas de su padre. Es alta como su casa, y fuma como un hombre. Ella le sirve comida con un aroma fuerte que él esconde detrás de un mueble. Hussam tira del cuello de su camisa.
—Debe ser muy difícil —. La señora mayor lo mira fijamente.
Él quisiera que se callara.
—Tu habitación —. Ella señala hacia arriba.

Beirut

Un rugido grave llena el silencio incómodo. La avioneta sobrevuela. Nada que ver con el estruendo de los aviones que resuenan a lo largo del campamento. Debe ser por la tarde, su cuerpo está ardiendo. Por un momento, ella se permite recordar cuando despertó transpirada hace varios días, olvidando donde estaba. Aquella mañana nefasta cuando todo comenzó, había despertado a su marido y había seguido la rutina tranquilamente, doblando las sábanas de su cama como si fuera un día como cualquier otro, y quitando el colchón para que el dormitorio se convirtiera en el salón y reapareciera el sofá.
Disfrutaba de la rutina. Repasaba las superficies con la palma de la mano y colocaba los cojines de parte de la Tía y el Tío cuidadosamente en cada esquina del sofá. Enderezaba la foto en blanco y negro de los abuelos de Hussam que colgaba de la pared sobre la cama. La electricidad pronto se cortaría, así que ella tenía que apresurarse. Sintió que él la miraba del otro lado del salón, esperando a que ella preparara el café cargado con el hervidor que también había sido un regalo de bodas.
Él se iría pronto durante varias horas. Una vez se ausentó dos días. Ella se preocupó cuando lo hizo, y no pudo mirarlo a los ojos. Pero ambos sabían que no disponían de tiempo. No había tiempo para tranquilizarla.
Pronto terminaría esto, pensó ella.
A través de la rendija en el armario, ella vio la habitación de otra persona, la casa de otros. Los escombros ajenos. Pronto oiría la señal de que ellos se habían ido y ella sería libre. Enviaría otro casete.

Londres

En la planta superior, él se sentó de piernas cruzadas en la cama con la grabadora encendiendo un cigarrillo tras otro hasta que el humo extinguió la fragancia agradable de almizcle en la habitación. Introdujo la cinta en el magnetófono, y miró la caja negra fijamente. Él no quería encenderla todavía. No se esperaba oír la voz de ella tan pronto. Se distrajo con el paisaje del tragaluz. Las golondrinas volaban en formación hacia las nubes. Esperó. Solamente al oír el portazo de la entrada principal al cerrarse de golpe en la planta baja, y luego el silencio incómodo, indeleble, presionó el botón.
—Salam Alaikum… —.
Era ella. Tenía la voz de una niña, frágil y vacilante, pero él percibió su cautela por encima de todo lo demás. La imaginó sentada rígidamente con la grabadora sobre las rodillas, rodeada por la familia, escuchando cada una de sus palabras.
—¿Cómo estás? Estoy aquí con tu tío y mis padres. Me hospedo en la casa de tu familia porque… están limpiando la nuestra. ¿Pero cómo estás? Dios te guarde. Dios te ayude. ¿Háblanos de tu salud? —aquí hubo una pequeña interrupción. Una voz masculina.
—¿Estás comiendo? ¿Se come bien allí? —.
Luego oyó la risa juvenil de Aya mientras ella decía de fondo, «No sé qué más añadir».
Hussam miró el magnetófono negro durante unos minutos más. Recordó el último momento que había compartido con Aya y su familia antes de largarse a toda velocidad en aquel Mercedes. Tocando sus dedos. No te preocupes tanto.
Su madre, Umm Ahmed, le entregó las bolsitas de salvia y za’atar. —Dios te guarde y proteja, hijo mío —.

Beirut

Ella oye gritos en la distancia. Disparos. A lo lejos, pero ella deja de respirar por si acaso ellos pueden oír el latido de su corazón.
La oscuridad desciende sobre la habitación, y dentro del armario no hay luz, pero ella puede ver los zapatos y la ropa amontonada a su alrededor que ahora utiliza para taparse con la noche encubridora.

Londres

Aya lo había despertado con un susurro urgente.
—Hussam, Hussam… oigo algo —dijo, respirando en la oreja de su esposo—. Despierta.
Los dedos de Aya descansaban en su frente húmeda, el único contacto de sus cuerpos en la pequeña cama, cuando el ruido de voces elevadas la despertaron de un sueño ligero. Sabía que algo andaba mal por el modo de hablar de los hombres al otro lado de los barrotes de la ventana. Sólo había ruido en Shatila por la mañana cuando amenazaban los problemas. La rotación perezosa del ventilador la tranquilizó. Después del verano caluroso, el campamento había estado rezando que el viento fresco del mar lo aliviara. Parecía, sin embargo, que estaban destinados a asarse. Hussam yacía a su lado como si estuviera muerto. Inmóvil, con la boca abierta y los párpados firmemente cerrados. Mas entonces, con un solo movimiento, su rostro cobró vida y pareció no reconocer a la chica que yacía a su lado. El timbre de su voz había atravesado un sueño que él estaba teniendo sobre incendios y cuerpos.
—Hace un calor infernal —. Su voz se quebraba al amanecer. Él se deshizo de la sábana pegajosa y buscó los cigarrillos en el suelo. Se levantó demasiado rápido. Se sintió desfallecer. Estaba demasiado delgado después de años de batallar en las calles.
Retiraban los escombros. Filas de jóvenes, mujeres, y niños andaban por el campamento con sus carretillas; las palas, hachas y escobas proliferaban en todas las calles y callejones. Los comités tenían el presupuesto justo para alquilar furgonetas que sacaran los escombros. Se habían reparado las tuberías de agua y finalmente había agua potable para la mayoría de los residentes. Incineraban los montones de basura y empezaron obras en las casas bombardeadas. Los hombres jóvenes se afeitaron las barbas, se cambiaron los kakis de combate sucios y brillaron sus zapatos. Ellos también estaban limpiándose de la larga guerra. Los extranjeros también se iban del campamento; los americanos se fueron primero, por supuesto. Los siguieron los italianos y los franceses. El campamento de Shatila y sus habitantes se encontraban solos por primera vez. Significaba no contar con una protección, pero también la esperanza de libertad, de autonomía.

Beirut

Aya recuerda la mañana cuando comenzó, él se fue del apartamento sin decir nada, para encontrarse con sus amigos Rabi y Abu Salem y escuchar las últimas noticias. Cuando volvió una hora más tarde, él le contó lo que los hombres estaban diciendo, lo que todos habían estado pensando. Los falangistas querían vengar a su presidente caído, Bashir Gemayel.
—Están culpándonos —.
Aya no comprendía la política de esta pequeña franja de tierra. Y Hussam podía ver que ella no entendía, pero habló rápidamente.
—Si las fuerzas libanesas nos culparan del asesinato, ya estarían lloviendo los proyectiles sobre los campamentos.
—Tienes razón —respondió ella—. ¿Quieres el café ahora?
Aya, su rostro contra el armario, casi podía oler el aroma del fuerte café aterciopelado mientras recordaba servirlo en las pequeñas tazas de porcelana, decoradas con el patrón nacional de azul, verde, rojo y dorado.

Londres

Hussam pasa mucho tiempo en la planta de arriba pero la mujer mayor es paciente. Él ha aprendido a que le guste comer pescado con patatas fritas y los retortijones de su estómago se han aliviado. Pero entonces la señora mayor le entrega otra cinta de casete y ya no puede comer más.
Se oye una conversación indescifrable entre varias personas. Hussam puede oír la voz de su tío, luego a la madre de Aya, Umm Ibrahim. Está a punto de parar el magnetófono otra vez, pensando que tal vez olvidaron que estaban grabando. Mas entonces se oye una voz distintiva y memorable. Su padre, Abu Ahmed.
—Hussam, querido mío, ¿cómo estás? Dios te guarde, hijo. Nosotros estamos bien. No te preocupes. Ellos sólo querían saber, todos queríamos saber, cómo estás y lo que has encontrado. ¿Alguna habitación? Ojalá estés con gente buena —.
Él espera. Y eventualmente llega.
—Tu madre está en la casa de Umm Khadija, están bien ocultadas. Aya también está allí—.
Hussam saltó. —No. Esa es la equivocada —.
Más voces se escuchaban en la cinta. —Khaled, no…—. Su padre se corrige.
—No, me dicen que está en la casa cerca del Sportif —.
Hussam respira.
Su padre continúa: —Le dispararon al tanque de agua, pero nos las arreglamos. Tu amigo Rabi, que en paz… —.
Detiene la cinta. Enciende otro cigarrillo.
Él había intentado salvar a Rabi, pero en lugar de eso, lo había dejado. Le insistió que fuera al estadio. El recordó las palabras textuales que le había gritado a su amigo. «No lleves ningún fusil, ni cargues una bandera blanca. Sólo acude y no tengas miedo».
Ahora se odia a si mismo por haberlo hecho.
Él mira alrededor de su nueva habitación y se pregunta cuántos miembros de su familia podrían caber en ella. Coloca a su madre y a Aya en las dos camas individuales, y a sus dos hermanas en el suelo junto a ellas. Su padre y su hermano Ahmed, cerca de la puerta junto a él, y a uno de sus tíos entre ellos. La alfombra de la habitación es mullida como un colchón. Aya se sorprenderá de las comodidades aquí.

Beirut

Las bengalas encienden la vista que ella tiene de la habitación ajena, y el resplandor cálido, extraño, le recuerda un tiempo de más normalidad: las calles llenas de gente, el vendedor de naranjas que escondía las frutas podridas bajo las frescas, el vendedor de ollas que vestía el sombrero de un forastero y que lustraba su mercancía con el mismo trapo azul todos los días, y los coches mohosos tirando de carretas que causaban atascos imposibles en las calles angostas sin pavimentar.
Una semana antes de su boda, su padre le había cortado el cabello. Ella lo tenía tan largo que cuando terminó el verano y lo soltó en el salón, todos se sorprendieron.
—¡No hay Dios más que Dios! —exclamó su madre, tapándose los oídos como si la cabellera le atacara los sentidos—. Vas a parecer una bruja, venga, córtaselo ahora —.
Sonrió al recordar el rostro de su madre. Umm Ibrahim era una mujer tranquila con un semblante que sugería una leve incomodidad, aunque jamás se quejaría ni una vez de las atrocidades que les habían sucedido. Ella era quien mantenía la paz. Era la voz de la razón. Eso fue hasta que Aya vino. Aya era la bebé de la familia, la séptima hija, pero sólo la cuarta que sobrevivió la infancia. Su madre le recordaba todos los días que había nacido azul y el médico de la familia le había dicho que abandonara la esperanza. Pero cuando el pequeño bebé continuó respirando, Umm Ibrahim la consideró una bendición que Dios podía retirar si se molestaba. Durante mucho tiempo, como le contaron la historia a Aya, Umm Ibrahim no permitió que nadie tocara a su hija. Ella la cargaba en un brazo mientras cocinaba, limpiaba, o iba al mercado de la calle principal de Shatila a comprar las verduras. Dosificaba la leche de Aya a cuentagotas con su dedo meñique, temiendo que el biberón pudiera ahogarla; oyó que le había sucedido a otro bebé en el campamento. Pero ahora tenía que ceder el control de su hija menor al matrimonio.
—Bismillah —, dijo su padre, mientras comenzó a cortar los mechones del cabello oscuro y espeso de Aya con las tijeras que utilizaba para sus plantas de tomillo y menta. Mantuvo el equilibrio sobre la pierna derecha, tiesa e inflexible por una herida de guerra.
En aquella habitación pequeña, sencilla, vibró el sonido delicado del cabello de Aya cayendo al suelo. Había esperanza en Sabra y Shatila, donde el campamento recuperaba la actividad y la vida.
A ella ahora se le hacía difícil oírse respirar por encima del silbido de las balas.

Londres

Hussam se encuentra abajo con la señora mayor mirando televisión. Los dos fuman.
—Miles se han congregado frente a Westminster para manifestarse contra la masacre de cientos de palestinos en Sabra y Shatila, los campamentos de refugiados en Beirut. Tenemos vídeo de lo mismo sucediendo en París.
—Para ellos es como ver una película —dice él.
La señora abre la boca, está pensando.
—Sí, pero necesitan saber qué sucedió —.
Pero lo que él ve apenas se aproxima a la verdad. Él ve un metraje de la destrucción, de los vivos deambulando. No ve a los muertos, calcinados porque los habían masacrado días antes y sus cuerpos ya habían caído en estado de descomposición —lanzados a los montones de basura con las latas de raciones del ejército estadounidense, los instrumentos médicos israelíes y las botellas vacías de whisky. Él no ve a los bebés. Sus almas sin cumplir apenas un año en la Tierra.
El día que se fue, Hussam había llevado a Aya por las vías del campamento a una casa que él sabía que estaba desierta. En el salón principal, por un agujero en uno de los muros, Hussam la condujo a una habitación. Excepto que ahora, la cama estaba cubierta de escombros y la sandalia azul de un niño ocupaba el centro, como una joya preciosa sin descubrir. El armario estaba lleno de ropa de mujer, que Hussam agarró a puñados y arrojó al suelo. Le dijo que a pesar lo que sucediera, se escondiese aquí hasta que viniera alguien. Él dijo que el día rápidamente se tornaría en crepúsculo y la noche sería una buena amiga, ocultándola cuando ella más lo necesitara. Se miraron de frente en el centro de la habitación durante unos segundos, y él no había querido soltarla. «Vendrás pronto conmigo».
Mientras estaba perdido en este recuerdo a medias, sintió la mano de la señora en un hombro asegurándole, «todo estará bien». Sonrió medianamente, desconcertado por la expresión preocupada de ella, pero luego vio que se debía a que él había estado llorando.

Beirut

Aya ha estado durmiendo, pasando de un sueño a otro, cuando un estruendo ensordecedor viene del muro de la casa del vecino y la despierta de golpe. Primero, el sonido de una gran patada contra la puerta. Luego, una lluvia de balas. Ella intenta taparse los oídos, pero no puede bloquear los gritos. Una mujer. Como alternativa, ella visualiza el mar y su mano en la de Hussam. Las olas salpican espuma en su rostro. Sucedió una semana después de su compromiso de noviazgo cuando él la había llevado sola a la costa de Corniche, sin un chaperón, desafiando los deseos de sus padres. Él había querido tomar su mano mientras caminaban en la arena, pero ansiosa por la idea del contacto físico, se había cruzado de brazos y miraba el suelo. Él se había reído y luego la había abrazado, fundiendo sus cuerpos.

Londres

La anciana le dice a Hussam que hay otro casete. Hussam se sorprende. Ella dice que hay dos más.
Llegaron rápido.
Tiene que comer con ella primero. Una tradición que tienen ahora. Carne asada y luego helado de postre, pero después él sube apresuradamente a escucharlos.
Al principio se decepciona. Únicamente oye los mismos murmullos indirectos, un grupo de gente alrededor de la grabadora.
Entonces algo lo impacta. Es la voz de Aya, tan clara y singular que él puede oír cada salivación, la tensión de lo que ella va a decir.
—Soy yo de nuevo. Estoy en otra habitación. Perdona, debí decírtelo. Mamá me obligó a hacer esto, lo hubiera dejado para que no te preocuparas, pero… —.
El corazón de Hussam sintió que se detenía. En su mente, él imagina algo terrible. Escenas que implican a un soldado y su fusil. Pero entonces…
—No me sentía bien así que no quería asustarte. Creen que llevo dos meses. Bueno, no sé qué más contar, pero Baba quiere que me vaya. A Londres, quiero decir. Mi familia está de acuerdo. Creo que debería ir antes de que nazca el bebé, en cualquier caso —.
Antes del bebé. El bebé. Hussam se centra en un recuerdo tan real que se siente como si estuviera sucediendo aquí mismo en esta casa londinense.
En una esquina a varios metros de la casa de su amigo Rabi, hay por lo menos diez cadáveres amontonados contra una pared. Corre el tercer día de las masacres. A él le pareció que esos cadáveres no habían sido descubiertos. El hedor le había causado náuseas y se había tapado la boca con la mano. Fue entonces cuando vio el pie pequeño de un bebé que asomaba por debajo del cuerpo de un hombre. Los deditos y una planta suave y redonda. Azul y negro. Hussam se preguntó si podría ser el hijo de Rabi, pero no se atrevió a mover el cuerpo hinchado sobre el bebé. Por un momento se le nubló la vista y pensó que perdería el conocimiento. Sin poder moverse, él se apoyó contra el muro mientras amanecía a medio metro de donde estaban descansando los cadáveres con el hedor de la muerte.
Hussam llora, por el miedo de traer otra vida a este mundo y por el hijo de quince meses de su amigo Rabi.

 

Beirut

Nada que ella hace logra bloquear los gritos que oye. Los alaridos de una niña, amarrada y amordazada. Y luego, las risas de los atacantes.
Aya utiliza la ropa para amortiguar el sonido, amarrándose la cabeza y los oídos con esta, sintiendo el perfume ajeno de otra mujer, quizás una madre o alguna niña que había visto en el campamento.
Ella se irá pronto a Londres, por Hussam y su nueva familia. Se imagina la cara de él cuando oye las noticias. Ella lo ve riéndose, sus ojos de pestañas espesas cargados de lágrimas, como durante el viaje a las montañas que habían hecho en el verano, a un pequeño bosque de Baalbek con una nevera en el maletero del coche llena de sándwiches de queso akawi y pequeños pepinos dulces. Ese fue el día que él le confesó que la amaba. Ella había sido demasiado tímida para responder.
Pensó en las palabras que se dibujaron en sus labios mientras los gritos y golpes rítmicos de la niña sangraban a través de la pared. Y ella dice: —Yo te amo también.

Londres

La señora mayor organiza una fiesta para Hussam y su esposa. Para celebrar el bebé y su llegada inminente. Hussam come y bebe. Él intenta imaginar el embarazo de Aya. Intenta visualizar su habitación con un bebé adentro. La señora le pregunta qué necesita y esta vez él no la rechaza. Le dice. Él se plantea un trabajo y la mujer lo ayuda. Envía todo dinero que todavía tiene a Beirut con el mensaje de que ella venga en el próximo vuelo.

Beirut

La niña ya no grita, pero los hombres hacen más ruido, se acercan. Aya se envuelve la ropa alrededor de la cabeza con más fuerza. Ella ya no puede ver si es de día o de noche. Se acurruca la espalda y piensa en su casa cerca de la mezquita Dana y la capa de arena suave y dorada enfrente. Extraña enterrar los dedos de los pies en la misma y ver jugar a los niños de los vecinos, arrastrando palitos y haciendo demasiado ruido por la mañana.

Londres

Hussam ha comenzado a correr en el parque. El olor es distinto aquí. Nada como los pinares del Líbano. ¡Cómo había amado aquel pinar en las afueras del campamento cuando era niño! El perfume de los árboles, la savia pegajosa en la punta de sus dedos. Era el atajo que él tomaba para llegar a la escuela. Era como un parque infantil y ahora era…
Él corre más rápido, respirando el olor dulce de la corteza mojada de los árboles.
Recordaba haberle dicho a Rabi que fuera al estadio, sin una bandera blanca, recordaba haberse enfadado con él horas antes. Hussam intentó levantar su cuerpo del suelo pero los trabajadores de la Defensa Civil corrieron a recoger la cabeza y las extremidades. Mientras se lo llevaban para enterrarlo en el bosque, Hussam los siguió, e intentó arrojarse encima del cuerpo. Ellos quisieron frenarlo, pero él los empujó. A él no le importaba que lo cubriera la sangre de su amigo. El amor no conoce ni el hedor ni el crúor de la muerte.

Beirut

Los recuerdos de la niñez le vienen claramente a Aya. La fiesta de Eid efectuada en Ard Jalloul, el espacio vacío cerca de Shatila. Recuerda a su madre, que le daba el a’ediyya para gastarlo en las celebraciones y que ella pudiera montar en bicicleta o comer las golosinas de los puestos.
Le encantaban los encurtidos en pequeños platos bañados con una salsa cítrica. Los hombres con burros coreaban para atraer la atención de los niños, «Mi burro es el mejor». Había hombres que hacían trucos especiales, como sacar un pañuelo tras otro de la boca, o navajas, o huevos de las orejas. Era como el cine pero ocurría en directo. Ella recordó con ternura como, si tenías una lira, podías ver todas esas cosas; cada función costaba cinco piastras. Recordó el zumo de zanahoria que su padre le compró en uno de los puestos del camino.
Cómo extrañaba la vida sencilla de la gente.
Extrañaba a Hussam, su mano cálida en la suya. El amor que él le demostraba. Extrañaba a su madre, ayudándola a cocinar los platos complicados, envolviendo las hojas de parra, y descarozando los calabacines para llenarlos de carne. Ella extrañaba—

Londres

Hussam no ha comido durante varios días. La anciana se sienta a su lado.

Beirut

Los hombres entran a la casa. Rompen los muebles a patadas, si queda alguno, buscando. Si ella permanecía muy quieta, no la encontrarían. Si escuchaba a Hussam, estaría a salvo.

 

 

Farah Halime Hope es una escritora y directora británico-palestina. En su capacidad de periodista, informó sobre la Primavera Árabe desde El Cairo y Beirut. Fue investigadora visitante del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (European Council on Foreign Relations). La representa la agencia literaria Curtis Brown.

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Joselyn Michelle Almeida, PhD. es la autora del poemario Condiciones para el vuelo (Libros del Mississippi, Madrid 2019) y de varios estudios y artículos de filología anglo-hispana. Cursó estudios clásicos y filología inglesa en Tufts University, y se doctoró en filosofía y letras de Boston College. Su experiencia profesional abarca el campo de la lengua y la literatura como docente e investigadora en la Universidad de Massachusetts Amherst y otras universidades estadounidenses, y como editora y traductora. Entre otras, ha sido becaria de la Fulbright y de la National Endowment for the Arts en EEUU.

 

 

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