Quiero amar esta noche, cuento de la escritora marroquí Latifa Labsir

Traducción de  Antonio Martínez Castro

Latifa Labsir

No debería abrir la ventana…

Me acomodo muy cerca de la ventana y me abrigo con el chaquetón marrón que, aunque al ponérmelo siento dolor, no quiero dejar de usar. Cada vez que la soledad me atenaza, recuerdo cómo los dedos de la anciana lo tejían con extraña parsimonia, como si prolongara el tiempo de mis frecuentes visitas para preguntar por él. Probablemente, ella no sabía que yo también deseaba retardar su confección para seguir visitándola por la noche y tomar el té pesado que preparaba su marido, mientras escuchaba bellas canciones antiguas que me acunaban el corazón de un modo especial.

Los dos ancianos no hablaban del invierno que yo presentía en mi interior. El frío se me había alojado en las extremidades y en las costillas a pesar de mis poco más de treinta años de edad. Ellos tenían un aspecto cálido aunque la vejez les había sacado arrugas. Cada vez que yo decidía dar un sorbo de amor, me asomaba al balcón para ver a los vecinos. En las noches compasivas y monótonas, me animaba con el rumor que emitía su radiocasete al reproducir una y otra vez las mismas canciones de siempre que nos hacían compañía a ellos y a mí. Me sentaba cerca de ellos y fantaseaba sobre los días venideros. Su forma de vivir era distinta a la mía, pues yo me había pasado años cambiando de amante con la misma velocidad con la que devoraba la comida rápida, razón por la que sufría frecuentes indigestiones que únicamente desaparecían al visitar a los ancianos o escucharlos desde mi ventana. Me sentía como quien comparte veladas con dos ancianos a fin de dar un sorbo a la agradable pesadez del amor que comienza con cada nuevo día y se repite insaciablemente.

Hace unos pocos meses, el anciano me invitó al cumpleaños de su esposa y me dijo que yo era la única vecina que los acompañaría en ese momento especial, que el resto no entendían su forma de vivir. Me puse un cálido chal naranja y llevé un postre especialmente pensado para dentaduras postizas. El anciano había colocado varios tipos de flores por la casa, había hinchado globos y ambientado la vivienda con aromas de incienso y ámbar. Me dijo nada más entrar que ella había ido a la peluquería para hacerse un hermoso peinado, y me aseguró con confianza plena:
– Ya verás qué seductora es.
Contesté pensando en su frase:
– Te creo por completo, estoy segura.
La anciana se veía muy hermosa y él la miraba fijamente a los ojos. Ella irradiaba un brillo extraño, sentí que la calidez de la mirada ena-morada de él era lo que se veía en la cara infantil de ella, pues, a sus ojos, ella era una niña.

Se puso el chal naranja sobre los hombros y se sentó a acariciar la casa con la mirada, como si la descubriera a través de los detalles, rosas rojas y velas encendidas, que su marido había dispuesto por doquier.

Para celebrar las setenta primaveras de su amada, el anciano había preparado una tarta clásica a la que puso muy pocas velas. Mientras le daba un pedacito, me dijo esto:
– Hemos pasado juntos medio siglo, sin embargo sigo viéndola como una joven de veinte o treinta años. No puedo verla de otra manera…
– Así es ella.
Soltó una carcajada y dijo:
– Yo la veo así; a mis ojos sigue siendo un brote tierno.
Todavía recuerdo esa noche. Volví rebosante de deseo, quise hacer algo. El amor de los ancianos me había vencido y grité con todas mis fuerzas: «Deseo amar esta noche».

Algo extraño me unía al lugar: quizá los cuadros y los suvenires que decoraban las paredes. Sin embargo, no vi fotografías de su único hijo, Omar. Me dijeron que todo estaba guardado en la habitación suya y que estaba cerrada. Me hablaban de él a cada rato con la esperanza de que regresara de un país lejano; eso les producía una pena insólita que solo desaparecía cuando encendían el amor por la noche.

Me ahogo ahora en una tristeza extraordinaria. Quiero amar esta noche, ojalá pudiera. Conservo los pequeños sueños de la pareja de ancianos y su deseo por cambiar el presente que construían juntos.

El amor es una construcción. Eso es lo que aprendí.
El amor es el deseo que se produce en cada segundo y que se ordena según los recuerdos que componen cada minuto.
El amor es una mariposa perpleja que no sabe de qué extraña flor libar el néctar visionario.

El amor es la noche en la que se encuentran dos almas cuyos cuerpos, colmados de rituales y experiencias, se arropan.
El amor es esperar.

Pero ese amor nunca ha iluminado una noche mía, pese a que me había preparado e iniciado los rituales con extrema calma: arreglar el lugar, tomar un baño caliente, acicalarme con perfume, disponer la tetera y los dulces encima de la mesa, así como escuchar la música que me gustaba, incapaz ya de escuchar más los temas clásicos que los ancianos habían puesto regularmente durante los diez años en los que viví en esa casa. Habían preparado para mí su rito particular a través de la ventana abierta. Sé que eran plenamente conscientes de que los estaba mirando, lo hacían para que el amor suyo de todos esos años me alentase. Por ello, desplegaban ante mi ventana el leve resto de amor que les quedaba, para que a mi vez yo también amase alguna noche.

Escuchar la voz de Pavarotti me da la vida, su voz hace que despierte de mi letargo y recuerde que nos abandonó hace unos pocos meses. No pensé que fuera a morir mientras cantase a la vida. Hice que se alzara en cada rincón de la casa, fui a la cocina a buscar una botella de agua y recordé que también me había despedido de los ancianos hacía unos pocos meses. Se habían retirado de la ventana, sin permiso ni previo aviso. Fue un extraño repliegue. De repente, una hermosa mañana, el viejo soltó un grito y salí disparada como una loca hacia su casa de siempre. Su esposa se había ido sin más preámbulos y él se quedó ante mí. Supe que estaba muerto a partir de ese momento, si bien, aún tuvieron que pasar dos meses desde la desaparición de la esposa antes de que se rindiera, encomendándome una última voluntad letal. Me entregó las llaves de su guarida llena de ceremonias, pasado, recuerdos y sueños, y me encargó que esperara al hijo que podría regresar o no volver nunca.
La voz de Pavarotti suena por todas partes. Sé que no puedo abrir la ventana, definitivamente no quiero ver su ventana cerrada, cubierta de polvo, y telas de araña en torno a la puerta.

Una tarde decidí entrar. Es muy difícil tomar posesión de una casa llena de amor, es muy difícil recibir el legado de esperar a un hombre que quizás no venga. Sacudí el polvo, preparé té, me senté en la casa de la pareja de ancianos y me puse a esperar. Empecé a ir todas las noches para explorar aquel mundo misterioso y revisar los numerosos álbumes de fotografías. Todo eso hacía que me preguntase si el amor es eterno, si podemos amar a la misma persona toda la vida, qué aspecto tiene el amor, por qué no lo siento, por qué no hay alguien capaz de acompañarme a lo largo de todas las etapas de la vida, alguien capaz de hacerme cantar y volar entre las nubes. ¿Velaba la pareja de ancianos por mantener siempre despierta la atracción mutua?

Vacilé mucho antes de tomar la decisión de entrar en la habitación confidencial, como sucede en los palacios de las películas que solía ver. Imaginé a la loca de Rebecca y una gran cantidad de estancias que recuerdo bien y que siguen inspirándome todo tipo de obsesiones. Quería saber lo que había en esa habitación.
Tenía un manojo de llaves en la mano del que fui probando una a una hasta dar con la que giró en la cerradura y abrió la puerta. Frente a mí, en el centro del dormitorio, había una foto enorme de los ancianos que me asustó. Sentí un reproche en su mirada, como si no quisieran que inspeccionara el jardín secreto de su hijo. Estaba aterrorizada en aquel lugar. Era una habitación harto extraña: olor a cuero curtido, zapatos desparramados por doquier, numerosos libros, algunos de ellos tocados por la humedad. Todo aquello imprimía al lugar un aire de abandono. ¿Por qué los dos ancianos la habían descuidado así?
Cogí un paño de la cocina, me puse a limpiar el escritorio de hierro y a buscar el semblante del joven desaparecido entre los papeles, hasta que finalmente lo encontré. Tenía los ojos negros y una sonrisa de ensueño, me miraba fijamente. Me dediqué a buscar más fotografías. Encontré varios álbumes viejos que perfilaban los contornos y las formas de la infancia que poco a poco se van borrando con la edad. Súbitamente, me di cuenta de que lo primordial eran las fotos y decidí dejar para más tarde los textos escritos. No quería leer en aquel momento. Solo quería empaparme con las muchas fotografías que había en la sala.

Leeré los textos manuscritos después, entonces será cuando descubra su ini-quidad y los examine con detenimiento. Dispuse las fotografías ante mí, todas ellas se detenían en la treintena o poco más. Quería saber cómo sería su aspecto ahora. ¿No envió fotos suyas más recientes? ¿Por qué las fotos solo cubrían el pe-riodo que va de la infancia hasta los treinta años de edad? Él debe estar en el cuarto decenio, según me dijeron los viejos. Sin duda debe ser muy guapo. En las fotografías se le veía atractivo, fascinante. Algo hizo que me enamora de él, quizá su encanto. Cavilé mucho sobre esa atracción ¿Se debía a su ausencia? ¿A las fotos viejas de otros tiempos? ¿Tal vez a los diez años que los dos ancianos se pasaron hablando de él? Pero, ¿por qué guardaban sus fotografías? ¿Tenían miedo de que me enamorase de él, de que compartiera con ellos el amor por él? ¿Por qué el viejo me legó el papel de la espera? ¿Acaso me veía cercana a él?
Dejaré todo de lado y me llevaré las fotografías fuera del lugar donde sus padres vivieron juntos durante tantos años, prepararé té añejo y me sentaré a tomármelo mientras escucho discos antiguos. Me hacían falta esas fotos, me puse a pasarlas largo rato y solté un grito: «Quiero amar esta noche. Quiero amar esta noche».

Me enamoré de las fotografías. Con anterioridad, había caído enamorada de las historias que me contaban los ancianos. Hoy completaré el relato. Siempre llevo conmigo las fotografías a todas partes, me confirman que amo a esa persona. Algo, que no sé qué es, hace que me aferre a él. Algo da un sabor particular a las viejas fotos y a los recuerdos. Algo me hace adorar el pasado. Me ahogué en un mar ignoto, ¿por qué me puse a soñar despierta y a dibujar la realidad que quería? ¿Es el amor una construcción mental?

No sé qué me llevó a acordarme de la novela Gradiva, de cuando Norbert Hanold se enamoró de Gradiva, que no era más que una simple estatua, debido a sus andares, ¡vaya paradoja! ¿Me habré vuelto como él?

Mientras que Norbert era arqueólogo, yo me pasaba la vida entre el periódico y los amantes. En mi palmarés había numerosos artículos y abundantes derrotas en el amor ¿Me habré vuelto como él a la hora de buscar el amor?
Daba vueltas en la alcoba y vi a Omar bailando amistosamente conmigo. Lo miré a los ojos, unos ojos hermosos y soñadores, aprecié los detalles de su cuerpo y, al pasarle la mano por el pecho, solté un grito de placer: «Te espero, no me iré de aquí».
Me desperté en la oscuridad de la noche, sentí miedo por convivir con muertos y desaparecidos. Aun tuve más miedo cuando empecé a hacerme preguntas: ¿es real este lugar? ¿Es este lugar una construcción mía? ¿He creado estos personajes? Pero el lugar estaba ahí, también las fotos y los enseres personales, además, los vecinos conocían a la pareja de ancianos. Hui en dirección a casa, me encontré con la vecina, la saludé deliberadamente para pararme a hablar con ella sobre la ausencia de las dos personas mayores, así me aseguré de que los conocía. Entré en mi casa completamente aturdida, me senté y me percaté de que me había llevado las fotografías de Omar. Las coloqué delante de mí y le dije con la voz más alta que tengo: «Te amaré esta noche. No sabes cuánto te necesito».

Tenía que volver al día siguiente para ponerme a leer los muchos escritos. Entré en el jardín secreto y me volqué a leer lo que me apetecía de las cartas dirigidas a los dos ancianos en las que hablaba de su nostalgia allá y de su deseo de volver algún día con ellos. Encontré un mensaje enrollado, un antiguo telegrama. Lo abrí y lo leí: Carta para Alia.
Sentí pánico y celos ¿Quién será esa mujer?
Me sumergí en las letras, palabras y colores con los que describía a una mujer en continuo cambio, una mujer incierta a la que podrían atribuírsele todos los sueños y deseos. Las cartas iban dirigidas a una mujer ficticia, anhelada, ¿la había visto o deseaba verla? No lo sé, me mataban las suposiciones: ¿Seré yo la mujer que estaba buscando? Me vi recibiendo las cartas, devorando los escritos violentos con amor. ¡Cuántas fotografías! ¡Cuántos deseos! ¡Cuánto deambulé por las palabras! ¡Cuántas veces lo besé! ¿Mil? ¡Cuántas veces lo vi mirarme como si me viera! Él buscaba el amor verdadero, hablaba de las amantes falsas e insensibles que había encontrado, con toda seguridad me buscaba a mí, a Alia.
Me levanté y me dirigí a la ventana. Se me apareció el viejo que me entregó las llaves misteriosas, como si me entregase el amor con una espera mortal. Me puse a esperar, exactamente igual que los viejos. Empecé a amar su guarida privada. Iba todas las noches a la casa a desvelar secretos. Pasé varios meses esperando, sentí que amaba a ese hombre y que amaba esperarlo. Me acostumbré a sentarme con él, sin saber qué es lo que estaba buscando y que no encontré en todos aquellos años. Puse el disco de Fairuz mientras paseaba por el hogar querido. Fairuz interpretaba la canción «Soplo», de un poema de Said Aql, de la que cierta tarde había hablado largo con el anciano. La melodía que repetía Fairuz me presionaba el corazón más que nunca, como si lo estuviera escuchando por primera vez.

Ay de aquella vez que nos encontramos al atardecer en la vega del Guta
Allí me dijo cosas que no sabía, como las aves que se acercan y se alejan.
Estaba esperando aquellas cosas que desconozco…

Por primera vez desde que empecé a entrar en la casa, llamaron a la puerta y sentí un ligero temblor de piernas al abrir. Encontré a un cua-rentón frente a mí, me saludó y entró. La cordialidad con la que lo recibí pareció sorprenderle, le rogué que tomara asiento. Estaba muy cambiado respecto a las fotos. Eso es lo que me dije a mí misma al verlo. Antes de que él hablara, le dije con una calidez exagerada:
– Eres Omar, te he esperado mucho tiempo.
No sin cierta turbación, me dijo:
– No soy Omar, soy Karim, un amigo de toda la vida, he venido a visitar a los viejos.
Sentí una honda decepción y me senté a su lado:
– La pareja de ancianos murió hace meses.
Un mohín de angustia se le dibujó en la cara.
– Por desgracia, esperaba haberlos visto antes de que muriesen o, al menos, asistir al funeral, pero, ¿quién eres tú?
– Soy la única vecina y amiga que tenían en el barrio. Me encomendaron cuidar la casa y esperar a Omar ¿Dónde estará ahora?
Me miró con asombro y, después, me dijo:
– Creí que usted lo sabría todo, señora. Omar murió hace unos veinte años.
Se me escapó un grito, luego dije:
– No es posible; de haber sabido antes de fallecer que él había muerto, se habrían hundido en la tristeza.
– Por supuesto que los ancianos conocían la muerte de su único hijo; ellos lo enterraron.
– Pero, lo estaban esperando…
– Señora, Omar murió víctima de la violencia en Estados Unidos, lo traje en el ataúd y lo en-terramos aquí. No obstante, los ancianos quisieron seguir creyendo que todavía estaba vivo y, desde aquel día, lo estuvieron esperando, hasta el punto de que se distanciaron de la familia y de todos los amigos que lo daban por muerto, siendo yo el único al que recibían porque continué hablando de él como si estuviera vivo. Créame, de no ser por esa ficción, la pareja de ancianos habría muerto hace años. Resolvieron vivir a su manera amándose la una al otro cada vez más. Por mi parte, yo los visitaba cada vez que pasaba por aquí.
Sentí que me desmoronaba, ¿a quién había estado esperando?, fotografías, recuerdos, sueños, premoniciones, deseos. El hombre me miró y dijo:
– Parece que te ha chocado.
– Sí.
– A mí también me chocó que los ancianos adoptarán esa actitud. Más tarde me di cuenta de que su hijo era la única esperanza que tenían en el mundo, que para poder vivir tenían que mantenerlo con vida, una vida que no espera a la muerte, señora.
– Sí, eso me pasa a mí ahora mismo.
– Omar era diferente, en gran medida era pacífico y, sin embargo, murió víctima de una violencia absurda.
Pedí a aquel hombre que me disculpara para volver un rato a casa, me dijo:
– ¿Qué te parece cenar aquí juntos, en esta casa?
Me sorprendió la oferta insólita y, como quien ya no sabe nada, respondí:
– Bien.
– Prepararé la cena. Escucha, me gusta mucho la noche y esta casa de la que guardo cuantiosos recuerdos.
– A mí también me gusta la noche y esta casa.
Volví a casa algo abatida. Me habían entregado las llaves de la espera y del pasado, sin embargo, estaba resuelta a convertir aquel pasado en presente. Me faltaba algo, pero había aprendido a esperar, a sentarme y a escuchar apaciblemente con expectación ¿Por qué no vivo la espera? ¿Por qué no soy como la pareja de ancianos y opto por vivir y amar aunque no haya nadie a mi lado?
Todo es digno de ser amado: los pequeños sorbos de té, escribirse con alguien de vez en cuando, el aire que respiro en el otoño convulso, la vecina a la que saludo cuando voy al trabajo, los discos robados que escuchaba en la casa de la pareja de ancianos, el amor que me concedieron las cartas de Omar, la profunda convicción de ser Alia, la ficción de Omar, las fotografías, el pasado, todo es digno de ser amado.

Me preparé, me di una ducha caliente y sentí que quería amar esa noche. Me puse un vestido blanco, unos pendientes negros, me rocié de perfume, tomé el bolso bordado, me puse zapatos blancos de tacón alto para contonearme al andar, me maquillé con colores chillones para remarcar los rasgos que se me habían borrado por completo y me dirigí a casa… Aunque tenía llaves, llamé al timbre y esperé un poco hasta que se abrió la puerta. Karim estaba ante mí, con un tono tranquilo y una mirada de admiración, me invitó a entrar y dijo:
– Estás hermosa esta noche.
– Lo dices como si me conocieras de antes…
– Sí, siento que te conozco de siempre.
Y dije para mis adentros:
– Quiero amar esta noche.

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