Reseña de Fadia Faqir sobre
la novela de Liana Badr
La escritora y cineasta Liana Badr ha documentado las distintas etapas de la lucha nacional palestina contra la ocupación, y ha relatado la experiencia de la diáspora, incluyendo la Nakba de 1948, en sus muchas obras. Su narrativa, según la investigadora Therese Saliba, «está impregnada de una conciencia nacionalista y de crítica frente a las concepciones masculinistas en torno al nacionalismo» desde la primera novela de Badr, Brújula para girasoles (Bawsala min Ayl a’bad al-shams), que sigue la vida de una joven que trabaja en los campos de refugiados de Amman y Beirut. Asimismo, esta conciencia se percibe en su colección de novelas cortas, Un balcón sobre el Fakihani (Shurfa fawq al-Fakihani), compuesta de tres relatos ambientados entre la guerra de Jordania en 1970 y la invasión del Líbano de 1982, durante los ataques aéreos israelíes. También se refleja en Estrellas de Jericó (Nuyum ariha), novela enmarcada en Jericó antes de la guerra de 1967, una historia a la que posteriormente recurre la trama tras la primera guerra del Golfo. De igual forma se aprecia en El ojo del espejo (‘Ain al-Miraat), obra que yo misma comisioné como parte del proyecto Arab Women Writers Series («Serie de autoras árabes»).
En la introducción que hice de El ojo del espejo, escribí: «La novela no es únicamente histórica, ni tampoco documental. Trasciende los hechos para crear un mosaico de relatos de testigos, documentos y testimonios ficticios. Liana Badr trata de situar Tel al-Zaatar en el corazón de las tragedias palestinas consecutivas». Esta idea se desarrolla en su última novela, La jaima blanca, en la cual su estilo ha madurado con creces.
La novela se ambienta en Ramallah y podría considerarse una oda a Palestina, donde vive Nashid, la protagonista. Gracias a su labor como cineasta, Badr escribe como si pendiera una cámara sobre la ciudad y sus puntos más emblemáticos: la plaza al-Manara, la Torre del Reloj, las fuentes de las rotondas, el autodenominado «Palacio de la Alhambra», sus calles, tiendas y gente; y esa nube oscura que se cierne sobre la ciudad: el estado colonizador de Israel, que se manifiesta en los asentamientos fortificados y en los tanques de guerra que rodean Ramallah, una ciudad sitiada constantemente. De igual forma describe otras localidades como Nablus, Jerusalén, Acre, Jaffa y Gaza y cuenta la historia de cada una para afianzarlas en la memoria colectiva, afirmando su pertenencia a Palestina.
Como Virginia Woolf en La señora Dalloway y Michael Cunningham en Las horas, Badr sitúa la acción en un solo día. La narrativa fluye rápida e ininterrumpida entre el entorno de los personajes y su monólogo interior, el cual se ve marcado por flashbacks, pequeñas estampas e historias secundarias. Badr superpone las voces dentro del propio discurso permitiendo presentar una rica diversidad de ideas y corrientes palestinas, y las reúne en una tajante propuesta política y social contra el ocupante despiadado y la sociedad misógina.
La trama principal se cuenta desde la perspectiva de Nashid. Es una observadora activista que documenta constantemente su vida y la de los de su entorno, reflexionando sobre la importancia de los acontecimientos que se desarrollan de forma rápida. Durante las veinticuatro horas que dura la novela, el lector puede vislumbrar la vida de Nashid, su trabajo en la ONG, su lucha contra la ocupación, y el temor por su hijo y otros jóvenes que viven en un ambiente volátil donde los civiles son atacados por el ejército israelí y sus colaboradores. Su misión es salvar a Hajar, quien no está casada, de un posible crimen de honor.
La trama secundaria muestra el punto de vista de un «fedayín, luchador, periodista, revolucionario» a punto de jubilarse llamado Ási, quien después de luchar durante años se convirtió en un paria por las críticas constantes a su agrupación y al liderazgo. Solo y despreciado por una sociedad corrompida por la ocupación, se siente alienado en una comunidad dividida por el nacimiento de una nueva clase de mercenarios que busca ganancias inmediatas a cualquier precio, sea vendiendo terrenos, construyendo rascacielos o exportando mano de obra palestina a Israel. Esta clase naciente de especuladores no tiene lealtad ni respeto alguno hacia el de una larga lucha nacional, la primera y la segunda Intifada y la guerra de desgaste diaria avasallando a los palestinos.
Por otro lado está su esposa, Lamis, a quien había abandonado años atrás, cuando la lucha nacional le arrastró de un país a otro, y quien ha decidido rehacer su vida. A diferencia de la mayoría, ella sí tiene un carné de identidad de Jerusalén y lo usa para visitar a su madre y hacerse cargo de su antigua casa. Lamis demuestra una tenacidad impresionante al cruzar a diario los muchos controles permanentes que están en manos del ejército israelí o de la policía fronteriza, tan solo para hacer valer su derecho sobre su casa jerosolimitana, una construida hace cientos de años y transmitida de generación en generación. «Ási la imagina regando las plantas, recortando el helecho plumoso para que no se enrede alrededor de la reja de las ventanas y no obstruya la magnífica vista de la Cúpula de la Roca, los tejados de las casas y las bóvedas de las iglesias históricas […]. Cuida a su madre y le prepara la comida mientras los colonos, que ya se habían transformado en sus vecinos a la fuerza, les arrojan agua y basura» (p. 64).
Al igual que hace Lamis, Nashid tiene que cruzar el puesto fronterizo para llegar a Jerusalén y, con la ayuda de otras mujeres, salvar a Hajar de una muerte inminente. En una escena nítida, que rara vez aparecería en los medios occidentales en Palestina, Badr describe la desesperación y la impotencia de la degradación, la humillación y el abuso de los palestinos en la frontera. «La mera idea de cruzar el control la inunda de pavor y la estremece. Volverá a hacer cola en ese corredor de hierro forjado con el cuerpo húmedo por el sudor que brota del fastidio y del miedo escondido, hombro con hombro junto a los demás, mientras el colono levanta su rifle contra ellos sin ningún motivo, ni justificación… En la barrera infernal de ahí» (p. 72).
La novela también muestra lo que ha sido de los palestinos después de años de arrestos arbitrarios, deportaciones y el muro israelí en Cisjordania que divide las comunidades agrícolas entre sí y estrangula a ciudades y pueblos. Enseña cómo, debido a la pobreza y a la falta de oportunidades o perspectivas económicas, muchos acabaron trabajando como peones en la construcción o basureros en los prósperos asentamientos vecinos. Lentamente la corrupción se extiende y cimienta en una sociedad constantemente asediada; el amor y sus símbolos, como las «rosas rojas», se vuelven irrelevantes en un entorno donde el individuo no tiene control sobre lo que le rodea.
La novela es polifónica y las dos tramas principales están acotadas por escenas de la vida bajo el yugo de la ocupación. Por ejemplo, la descripción de la misteriosa muerte de Sit Jawaher expone cómo el colonialismo y el patriarcado se entrelazan y, a veces, son complices. Sit Jawaher había dejado entrar a un familiar a su casa, quien la ataca, la ata al cabecero de la cama y la somete a un violento interrogatorio. Acto seguido, ella muere de un infarto. Nashid entonces se pregunta si el agresor buscaba las escrituras del enorme terreno familiar, y pretendía obligarla a transferir la propiedad a sus parientes varones. ¿Es un agente secreto enviado para robar las escrituras porque el asentamiento más cercano al terreno tiene el ojo echado al mismo, y quiere falsificar los documentos para ocultar el hecho de que lo ha adquirido a la fuerza en caso de indagaciones futuras? ¿O es, quizá, en el seno de esta cultura patriarcal, un pariente masculino empeñado en limpiar su honor?
La cuestión palestina es central para la narrativa, pero también lo es la «otra cuestión», es decir, la posición de las mujeres en la sociedad y su apuesta por la igualdad. En el pasado, los dirigentes priorizaron la lucha nacional antes que la igualdad de género, mas para Badr, las dos liberaciones van de la mano. A lo largo de la novela, que fácilmente podría clasificarse como literatura feminista, hay un amago de explorar, poner en primer plano y validar las experiencias de la mujer y su cultura caracterizadora. La presencia de mujeres en la novela es decisiva: Nashid, Lamis, Bisan, Nada, Hajar, Sit Jawaher —además de personajes anónimos, como la madre de Nashid— pertenecen activamente a la resistencia palestina, pero cada una a su manera. Las jóvenes han encontrado nuevas formas de luchar contra la ocupación utilizando las redes sociales y otros medios de comunicación. Bisan, por ejemplo, ve una vía de escape a través del rap.
La escritura pasa de la prosa a la ficción poética en ocasiones. Hay muchos ejemplos de este vaivén, como estos dos fragmentos que he traducido: «Él fue a Acre, cuyas famosas murallas protegían la ciudad de Napoleón y su ejército. Escuchó el suave silbido de las olas que flirteaban con la orilla, y de los escalofríos y temblores de su espuma plateada. Los niños, que saltaban al agua y pasaban a ser peces coleteando de un lugar a otro, brillaban como el oro» (p. 157). El siguiente fragmento es una descripción del bordado palestino y de sus símbolos, los cuales se remontan a civilizaciones contiguas: «El bordado representa la luz, la de Venus en su cénit, la del sol vibrante y la luna espléndida en medio de un cielo añil. Encontrarás el punto de cruz en lo que los cruzados trajeron consigo de los monasterios europeos […] En cuanto a los pequeños motivos reflejados en medio de pinares y acacias, aparecían o desaparecían conforme a la región en la que se bordaba el vestido» (p. 160).
Las dos tramas avanzan en paralelo y ahí se encuentra su punto débil: hay una oportunidad perdida. Si los dos personajes principales se hubieran conocido, intercambiado puntos de vista sobre alguno de los temas planteados en la novela, o incluso, contemplado estar juntos, esto habría generado tensión y la posibilidad de evolución o transcendencia para ambos. Probablemente habría sido difícil conseguirlo dentro de la limitación temporal de veinticuatro horas, pero una crisis o un desafío podría haber empujado a los personajes a cuestionarse sus decisiones y enriquecer así la obra.
Por otro lado, en la colección de ensayos Las pequeñas voces de la historia, Ranajit Guha nos insta a prestar atención a esas voces tenues de la historia, enfatizando el poder que pueden llegar a tener para desafiar la narrativa hegemónica: «interrumpiendo la narración de la versión dominante, rompiendo su entramado y destrozando su argumento». La jaima blanca hace precisamente eso y triunfa ante la erradicación de la historia, geografía y cultura palestinas.
Traducción del inglés: Sheila Casado
Fadia Faqir es de doble nacionalidad británica y jordana. Su obra ha sido publicada en dieciocho países y traducida a catorce idiomas. Ha publicado cinco novelas: Nisanit (1990), Las columnas de sal (1996), Mi nombre es Salma (2007), Los sauces no lloran (2014) y En Petra mi amor (En proceso). Es profesora residente en St Aidan’s College de la Universidad de Durham, donde enseña escritura creativa.
Sheila Casado Ramírez (Málaga, 1997) es graduada en Traducción e Interpretación y Humanidades por la Universidad Pablo de Olavide. Asimismo, cursó el máster de Estudios Árabes e Islámicos Contemporáneos en la Universidad Autónoma de Madrid, ciudad en la que reside ahora mismo, y fue alumna en prácticas en la Escuela de Traductores de Toledo. En la actualidad se dedica a la traducción y a la ilustración editorial.