Leyendo a los infieles en La Meca, testimonio literario de la escritora saudí Raja Alem

Raja Alem

En cada publicación de Banipal, invitamos a un/a escritor/a árabe destacado/a para que escriba sobre los libros y autores/as que han influido en su vida y trabajo. En este testimonio literario, la escritora saudí Raja Alem escribe sobre su pasión lectora en su sagrada Meca, así como sobre las obras e intelectuales que han influenciado su vida y su obra considerablemente

La lectura me llama ineludiblemente y me anima a descubrir los secretos de los libros que leo. Cuando intento descifrarlos, nace una de mis obras. Una de estas puertas literarias me seduce con cantos de sirena que, tengo la certeza, conducen a la tradición oral de mis orígenes y en la que me crié: un teatro donde se mezclan las recitaciones del Corán con las voces de quienes realizan rituales religiosos y cuentan historias de Las mil y una noches, cuyos relatos no pueden separarse de los nuestros aquí, en La Meca.

Ahora, cuando doy un repaso a mi obra y donde me posiciono, me doy cuenta de que cada palabra intenta examinar una infancia –la mía–, marcada por las historias de amor contadas por una hakawati (cuentacuentos), además de otras tantas sobre profetas, milagros, y naciones condenadas al castigo, contadas por un hakawati. El Corán, el libro que recoge a los profetas del pasado, se lee en el santuario más recóndito de La Meca, abierta como un plato en manos de mármol, donde las piedras rodean el cubo negro que es la Kaaba, la casa de Dios. Este entorno sublime fue el escenario de mi infancia, el lugar sagrado al que nuestras madres nos llevaban cada viernes por la tarde, y donde permanecíamos hasta que caía la noche.

Pese a lo que solemos imaginar sobre los lugares sagrados, el hecho de que las mujeres visitasen este espacio no tenía tanto que ver con rituales religiosos, sino con otros culturales y de celebración. Al ser niños, no nos movíamos en las sombras de la prohibición y el temor, sino que jugábamos a la sombra de la sacralidad y el misterio contenido en la palabra Allah, que pronunciamos como un susurro capaz de crear milagros a nuestro alrededor, mientras Dios nos guiaba con sus palabras más misteriosas y solemnes. Siempre que escribo la palabra «Allah» escucho las voces –aquellas que parecen un eco de lo que viví en aquel espacio asombroso– donde se congregaban las mujeres que sostenían en sus hombros las tragedias y las comedias de sus vidas. Era un escenario donde ellas fueron tanto las protagonistas como las directoras mientras en el fondo, una procesión de gente rodeaba el espacio ensombrecido de la Kaaba negra. Los perfumes del antiguo Oriente que impregnan la tela encubridora de la Kaaba encendían nuestra imaginación; y los aspiraríamos mediante nuestros sentidos y afectos cuando al fin pudiéramos acercar nuestros rostros y cuerpos para tocar la casa de Dios y espiar a su ocupante.

Una voz dramática y resonante

En los ecos entremezclados de lo interno y lo externo, las historias de las mujeres narraban los hechos cotidianos no como situaciones que pudiéramos vivir en casa, sino como epopeyas. Hay dinámicas verbales en la narración poética: la voz de la mujer ya no es la propia, sino que se convierte en una voz dramática y cautivadora que te atrapa en los hilos de la trama de una serie emitida de un viernes a otro, casi como un reality, cuyos episodios se derivan de la realidad. A menudo, podías ver capítulos de esta serie en la calle, por ejemplo, cuando veías el funeral del hijo discapacitado de la mujer que estuvo durmiendo un mes junto a la entrada del pozo de Zamzam; o la boda del chulo cuya esposa salía cada viernes y contaba sus historias entre postraciones hacia la Kaaba; o la divorciada enloquecida que una tarde pasa corriendo cerca de tu ventana, y adivinas que su serie acaba con una tragedia irremediable. De niños, jugábamos en el patio mientras oíamos estas narraciones de las que éramos protagonistas, y las cuales se mezclaban con los relatos de la historia nacional en las recitaciones del Corán y las llamadas a la oración. Si naces en La Meca, tu imaginación está entretejida por las palabras de Dios y las de los hombres en un cruce dramático bordado por el misterio y la sublimidad. Te sobrecoge esta dinámica tradición oral narrativa, y Él, quien escribe todos tus relatos venideros. Nunca olvidaré como las mujeres finalizaban sus cuentos al levantar el dedo índice hacia el cielo con las palabras «¡Dios es mi testigo!». Nuestros ojos seguían la trayectoria de esos dedos con pavor, pues casi podíamos ver al espectador sobrenatural, Aquel que presenciaba dichas escenas; como niños, creíamos que todas estas historias eran cual obras de teatro representadas ante el público supremo: Dios. Esto ha grabado en mí la sensación de tener un público eterno, un poder infinito a Quien expongo mis palabras y de Quien espero que tome las riendas de mis narraciones para llevarlas a un punto inconcebible para la mente humana.

Este legado marcó mis expresiones existenciales con la musicalidad propia del Corán, y las selló el eco del vasto desierto que envuelve La Meca. Este desierto se convierte en un escenario y en un altar durante la época del Hajj, la peregrinación a La Meca, una cita anual de personas diversas de todas las culturas y las latitudes, que transforman los valles sagrados a su alrededor en un gran escenario donde se reúne la humanidad en todas sus formas. Como aprendí desde una edad temprana, los peregrinos cumplían con un ritual escrito por profetas y realizado por otros seres humanos durante siglos.

Mi padre era mitwaf, un guía espiritual para los peregrinos, cargo que mis hermanos y yo hemos heredado recientemente. Los recibía en casa, les preparaba jaimas en Arafat y Mina y los guiaba en los rituales sagrados. El día en Arafat es el más dramático. Desde el mediodía, peregrinos de todo tipo se reúnen en el desierto yermo y permanecen allí hasta que cae el sol por el oeste. La meditación ancestral de un hombre durante ese día acabó por darle el nombre de al-waqfa, el descanso, en el que miles de cabezas descubiertas se levantan hacia un cielo resplandeciente con cánticos o más bien himnos, hasta que aparece Dios oculto entre las nubes, y con el sol de rodillas en su ocaso, los peregrinos ataviados de blanco se dirigen hacia el horizonte; miles de personas se desplazan para reunir piedras con las que espantar al demonio, que es quien se interpone entre nosotros y Dios. Si apedreas al demonio, te deshaces del peso de tus pecados. También realizan sacrificios, expiando los crímenes por medio de la sangre.

Este guion que la humanidad sigue desde la antigüedad, y que cada año se repite por una multitud de personas, fue fundamental para mi desarrollo psicológico, ya que está vinculado a los textos de la ablución y a la fuerza de la narrativa que durante siglos ha dictado el comportamiento humano. Recuerdo la placidez que seguía al descanso y al sacrificio; recuerdo que vivíamos dentro del campamento de Mina, uno de muros abiertos, situado hacia las cumbres de las montañas volcánicas, al pie de las cuales se elevaban antorchas y jaimas. Los hombres y mujeres peregrinos eran como un mar de blancura que se extendía bajo nuestra puerta. De repente, una noche, toda esa blancura se desvanece y se transforma en atuendos de colores tan vivos que compiten con el brillo del sol. Cuando desaparece la blancura, se da rienda suelta a las historias, y los cuentos de todas las partes del mundo brotan para nutrir nuestras imaginaciones. Sí, gente de todo tipo llegaba a Meca y traía relatos que soltaban por la noche junto a las tiendas, mientras las linternas proyectaban sombras gigantes de los narradores y sus gestos.

Representación filosófica

El rígido currículo escolar contrastaba con el dinamismo de la tradición oral mencionada y su componente dramático. Empecé a intentar escaparme el primer día de clase, tratando de aventajar al conserje y huir a la calle; o a desobedecer las normas rigurosas, llenando la mochila de libros prohibidos, tomos traducidos de Oriente y Occidente. Nuestro plan de estudios nunca fue más allá de la rutina y textos monótonos, y no presentó ningún tipo de reto hasta que llegamos a Uqad. Uqad, cuyo genio (el de Mohammad, Abu Bakr y Omar) consistió en presentar la humanidad de estos hombres que, por otro lado, la jurisprudencia islámica mostraba como modelos estrictos, deshumanizados y alejados de su firme conexión con la vida. Al contemplar la interpretación que hace Uqad de estos tres personajes islámicos y de sus conductas en torno a la espiritualidad de la fe, me di cuenta de que sus textos libraron mi manera de entender la religión. Esta pasó de ser una herramienta de castigo y terror a otra que permitía el autocontrol y llegar a la cúspide de las capacidades humanas. A pesar de la prosa formidable de Uqad –o quizá a causa de ella–, me obsesioné con el texto y acabé memorizándolo porque de manera inconsciente, necesitaba aferrarme a su complejidad lingüística y su exposición racional y dialéctica para demostrar un fenómeno que él describe como psicológico. Creo que fue la piedra angular de todos mis recursos intelectuales, provengan de Oriente u Occidente.

¿Cómo puede haber ventanas abiertas al mundo en La Meca con su escasez de librerías? Mi apertura estrecha al mundo llegó con unos libros que robé de la mochila de mi hermano: Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas y algunos libros de Arsène Lupin. Quizás este robo fue una manera de reescribir la realidad que me rodeaba; después de eso, seguí hurtando libros hasta que recibí el choque de encontrar Los 120 días de Sodoma del Marqués de Sade, que nunca reconocí haber robado y que ni siquiera me atreví a leer entonces. Pero la verdadera apertura vino con La madre, de Maxim Gorki, que encontré por accidente en el cajón de mi abuelo materno. La revolución de Gorki rugió en mi mente y forjó la concepción de mi papel como agente de cambio en mi entorno. Al ser mi madre de origen ruso, la literatura rusa, ya sea La madre de Gorki o Los hermanos Karamazov de Dostoievski, es una manera que tengo de acercarme a mis raíces, que se esparcen por la superficie de la Tierra y traspasan las cortinas de acero impuestas por las organizaciones políticas. Me postré para leer, segura de la conexión de mi madre con la tierra de la cual escapó su padre cuando emigró, huyendo hacia la casa de Dios en La Meca. La literatura rusa me dejó referencias del clima inhóspito, la nieve que anula toda señal de vida, y la lucha que enfrenta el individuo contra el clima y contra los gobiernos para conseguir un cambio político.

En aquel entonces no nos preocupaban los temas políticos, que considerábamos un lujo de países desarrollados, un ejercicio para que estas naciones demostrasen su dinamismo intelectual. Después de una historia llena de guerras e invasiones, la libertad no era una condición imperante para la mayoría de los habitantes de la Península. A nivel social estábamos quizá más preocupados por nuestra riqueza repentina, y por la inversión de los ingresos del petróleo en la construcción de ciudades modernas e infraestructuras para el desarrollo de la economía y la ciencia. Mientras tanto, a nivel individual, los programas educativos nos instruían física y espiritualmente para estar conformes y para consagrar el estado general de las cosas como algo intocable. Esto ayudó a programarnos como individuos y como sociedad para ser complacientes y estar absueltos de tendencias rebeldes que buscasen la libertad.

La sacudida del conocimiento y de la literatura en traducción se convirtieron en el ámbito dentro del cual me he movido desde muy joven.

El cautivante universo de los libros

Ahora, intento imaginar el choque al que la adolescente que fui se expuso enfrentándose a los libros y los mundos cautivadores que había en ellos, pues la transformaron psicológica y físicamente a partes iguales. No empecé a escribir por elección propia, sino porque había sido secuestrada y me identificaba con mis captores. Probablemente, todavía no tenía catorce años cuando me atrapó La madre, de Maxim Gorki. A partir de ahí, ya no pude parar. Estaba poseída por el deseo de conectar con el Otro, distinto y emocionante, que me llenó la cabeza de ideas y países que se convirtieron en parte de mi visión y mis propias ideas. Las probaba y me hacían más guapa y más peligrosa, dándome acceso a pueblos que, a su vez, no podían llegar a un lugar prohibido como La Meca. Mis lecturas me llevaron a licenciarme en Literatura inglesa y, a su vez, los estudios académicos me introdujeron en la tradición literaria occidental: desde Homero y Sófocles al increíble trabajo de James Joyce y lo absurdo en Samuel Becket, con una parada especial en Shakespeare, cuyas obras disfrutábamos al aire libre en los parques británicos. Todos los veranos nuestro padre nos enviaba al Reino Unido para aprender inglés y yo me embebí en su teatro y poesía.

De la literatura inglesa pasé a las aventuras de Rimbaud en África, me enfrenté a molinos de viento con Don Quijote, acompañé a Márquez durante cien años de soledad y me detuve en la biblioteca universal de Borges. Me quedé perpleja con la brevedad de Miguel Ángel Asturias en El alhajadito y me sumergí en los rituales japoneses descritos en los textos de Yasunari Kawabata. Creo que, cada vez que escribimos, intentamos reescribir lo que hemos leído, queriendo desatar nuestro deseo de algo más y de descubrir lo que esos escritores anteriores a nosotros no pudieron: la cavidad donde se encuentra el deseo humano por un mundo ideal, perdido en algún momento de nuestra evolución. Creo que sigo escribiendo y reescribiendo la parada de Marco Polo en el palacio de Kubla Khan, según lo describe Coleridge en su poema, intentando captar ciudades y mundos maravillosos en los elementos que trajo de ellos.

Sigo buscando testigos mientras profundizo con D. H. Lawrence en la alquimia de las relaciones humanas, y en las autopsias que hace de los equilibrios complejos que transforman a cada acción y a cada mirada en un compuesto de contradicciones que la mente intenta reconciliar. Los libros de Lawrence son una búsqueda ciega, a tientas en la caverna del alma humana al momento del amor mezclado con el odio, del instinto que se enfrenta con los intentos de la mente racional para esconderlo, y de la trascendencia aplastante en todo esto, que evitamos divulgar excepto en textos literarios. Esta franqueza le dio su reputación como escritor erótico y lo indujo a un exilio voluntario, que él denominó un «peregrinaje silvestre», y en el que nos adentramos voluntariamente cuando decidimos escribir y tenemos el valor suficiente para divulgarlo. Las Mujeres enamoradas de Lawrence regresan y se materializan en mi novela El collar de la paloma, así como Marco Polo renace en Las ciudades invisibles de Italo Calvino y Las mil y una noches resurgen en el trabajo de Borges.

Cuando observo la pirámide de mis lecturas, me doy cuenta de que a pesar de todo lo que leemos, siempre tenemos presente al texto universal, sobre el cual se enfrentan los artistas y que intentan integrar por todos los medios a sus productos culturales. Como es el caso de otros escritores, continuaré en mi afán de incorporarlo en mis textos.

El millón y medio de palabras de En busca del tiempo perdido que Marcel Proust trabajó hasta la muerte profundizó mi manera de entender la literatura como una cápsula de tiempo; como una herramienta para recrear lo cotidiano y hacerlo más profundo al conectar el pasado con el presente. Era inevitable que En busca del tiempo perdido fuera rechazado por las editoriales, incluso André Gide, ya que era una novela difícil, eterna, que perseguía las memorias inacabadas de un hombre que describía una vida que pasaba mientras permanecía en cama un día tras otro. De una manera u otra, concibo la literatura no tanto como una documentación del transcurso de los días, sino como un reto, una llamada a renovarse, y a reencontrarse con el momento o el suceso y la naturaleza fugitiva de los lugares. De hecho, este libro reinscribe el papel jugado por las mujeres beduinas de las montañas de Srat con la idea de que las personas son aperturas en el tiempo; o, en otras palabras, muestra que ocupan un determinado espacio de tiempo a través de sus experiencias. La literatura, la música y el arte aspiran a entrar en estas cápsulas, a descifrarlas y descodificar los contenidos de la biblioteca universal para llegar a verdades absolutas sobre la existencia y transmitírselas a otras personas.

Filosofía, ciencia ficción y misterio

En lo mucho que una lee, se siente la necesidad de un contenido serio en la escritura, además de claridad. Una verdadera revolución en mi búsqueda de la armonización de la sobriedad con la aventura ocurrió con la novela La rebelión de Atlas, que me introdujo a la filósofa rusoamericana Ayn Rand. Pueden surgir ciertas preguntas sobre qué lugar ocupa la filosofía de Rand en mi bagaje espiritual, ya que esta apela al individualismo y exalta la razón como único medio para alcanzar el conocimiento. Pero me cautivó esta novela que mezcla filosofía, ciencia ficción y misterio. El título se refiere a Atlas, que en la mitología griega es un titán, un gigante que sostiene el peso del mundo sobre sus hombros. Ayn Rand retrata una distopía en Estados Unidos e invita a Atlas –el símbolo de los inventores, magnates, y artistas destacados del país–, a encogerse de hombros y negarse a ser explotados por la sociedad. La llamada del carismático John Galt a parar «la mente» o «el motor» del mundo me entusiasmó de adolescente porque un mundo sin que el individuo tenga libertad para crear es un mundo condenado. Entonces, de manera ingenua, me consideré a mí misma una de esas personas de la Mente del mundo y asimilé en mis escritos [los valores de] la ética objetivista de Rand: la racionalidad, la honestidad, la justicia, la independencia, la integridad, la productividad y el orgullo.

Por otro lado, mis lecturas no me ofrecieron un refugio intelectual ni me guiaron hacia los entresijos de mi cabila intelectual, sino que me llevaron a considerar que el genio consiste en momentos breves de soledad intensa, momentos de volar por el firmamento de un reino privado donde no podemos permitir que la sociedad mantenga carcelero o gobierno alguno. Este punto de vista se extiende sobre mi persona y en el mundo en general: si le otorgamos al momento de escribir esta santidad particular, también se la debemos otorgar al momento viviente, permitiendo así la libre expresión del cuerpo y el alma simultáneamente. De ahí surge mi visión del cuerpo, el monstruo del que, según nos han inculcado, debemos huir aterrorizados. Se me cayó esa venda de los ojos, y mi actitud hacia lo físico cambió mediante un esfuerzo de reflexión interna y activa, lo cual significó que deliberara sobre cada libro que evocaba el amor, ya fuera el amor platónico que surge al escuchar las narraciones de Las mil y una noches, o el amor en las novelas de Lawrence, que más bien parece una elevación del alma y el cuerpo para fundirse con el Otro y con el universo en su totalidad. Era inevitable que me sumergiera en esta exaltación del acto físico en la cresta de la carnalidad, cuando una autora como Rand describe esto –el sexo–, como la máxima celebración de los valores humanos, una respuesta física a los valores intelectuales y espirituales que confiere una expresión concreta a lo que, de otra manera, solo podría experimentarse de manera abstracta.

Un devenir constante

De esta manera, el amor físico se constituyó en mi consciencia como un acto de plenitud ontológica, y en este sentido, podemos encontrar sus ramificaciones profundas en la idea –presente incluso en el islamismo–, de que el Día del Juicio Final no solo resucitarán nuestras almas, sino que, tras ser consumidos por la muerte, nuestros cuerpos también renacerán. No hemos dejado de preguntar «¿Por qué iba a resucitar un cuerpo contra el que luchamos y al que tememos?» Quizá, de forma inconsciente, mis libros buscan la respuesta a esta pregunta y dejan que el cuerpo realice su misión diaria, no solamente la última, reservada para el Día del Juicio.

Por este motivo, mis lecturas dejaron su huella más importante en la estructura de mis novelas, formadas por el realismo, pero también por trabajos literarios que proponen una visión del mundo y la humanidad a través de sus narrativas artísticas, épicas, históricas, filosóficas y existenciales: de La historia de dos ciudades de Charles Dickens, que narra un acontecimiento humano e histórico, a la épica del escritor italiano contemporáneo Roberto Calasso, que dedica volúmenes a reescribir los clásicos de las mitologías griega e hindú y a comprender la psicología humana, además de los trabajos del escritor británico John Berger. Además de ser crítico de arte, novelista y ensayista, los textos de Berger presentan una combinación modélica para el intelectual de nuestros días, ya que en ellos, difumina los límites entre géneros artísticos, mezclando la pintura con la escritura y la música de forma flagrante en Modos de ver, que trata sobre cómo mirar y cómo interpretar el arte y el pensamiento. Berger nunca ha dejado de pintar, y en sus novelas permite que los personajes se muevan de forma dinámica entre la vida y la muerte sin poner barreras entre esos dos mundos mientras busca nuevos formatos de narración, ya sea en forma de películas o libros. Ejemplo de ello es Otra manera de contar, obra hecha en colaboración con su amigo, el fotógrafo Jean Mohr, en la que se sirvieron de la fotografía y la palabra para documentar y comprender las experiencias personales de los granjeros, así como otros temas globales.

Escribir me cautiva porque es un acto de regreso eterno. Esto es la continuación o la consecuencia inevitable de que la literatura se apoderase de mí siendo tan joven, cuando comencé a leer como un acto de salvación que emprendí en un entorno como el de La Meca, como alguien que se entregó al genio en un alma tras otra, sin cesar. Seguía el norte de la descripción que venía en la cubierta de cada libro con la frase «Del mismo autor». Entonces, tiraba de ese hilo y leía todas sus obras, como si hubiera un guía espiritual que de manera invisible encauzaba mis pasos hacia el descubrimiento de lo que ocurría en las mentes de los innovadores del mundo.

La sustancia explosiva: el pensamiento

Los filósofos que en el entorno mecano eran considerados depravados fueron los autores fundamentales de mi lectura. Sus libros no estaban disponibles en librerías, que únicamente disponían de clásicos árabes y textos religiosos. De hecho, pensar se consideraba explosivo y era prohibido en un ambiente como el de La Meca. Sin embargo, de algún modo procurábamos y nos poseía el pensamiento de Nietzche, Kant, Simone de Beauvoir, Sartre, Freud, y Umberto Eco durante nuestros viajes veraniegos, o los intercambiábamos con lectores ocultos como nosotros que descubríamos a través de un sentimiento secreto de empatía. Un lector puede ser distinguido a primera vista, como si estuviera hechizado; al mirar a un lector a los ojos, puedes ver más allá de lo superficial, y más allá del velo que nos cubre bajo el pretexto de proteger nuestras mentes de ser «corrompidas» por las ideas del Otro o por las ideas en general.

Es triste que esos intrusos no tuvieran éxito en corrompernos. Me condujeron a que regresara a mi gente y volviera a libros sobre la mística sufí y la cultura árabe con un ojo crítico, ampliado por las mentes y los ojos de los pensadores que viven en mí. Investigué libros como Aja’ib al-Majluqat (Las maravillas de la creación) de Zakriya ibn Muhammad al-Qazwini, y Kitab al-Hayawan (El libro de los animales), de al-Yahiz, que son obras excelentes de la imaginación científica. En particular, el libro de al-Yahiz fue, en su momento, como un guía para descubrir mundos y el conocimiento a partir de las letras. Las usa para organizar su libro, en el cual aparecen los seres que forman cada letra y la historia de cada uno, además de tratamientos médicos y testimonios históricos. El libro de los animales me enseñó que la letra no es sino la biblioteca universal, y que yo misma era capaz de entrar en esta, perderme y crear milagros.

Al contrario de las expectativas de quienes querían sepultarnos con el currículo escolar para proteger nuestra virtud y homogeneizarnos para no sorprender con ninguna novedad que pudiera desafiar su estancamiento, mi cerebro no sufrió convulsiones ni adoleció mi visión del mundo, y por lo tanto, no tuve ningún problema en relacionar a Ibn Arabi, Sahrawradi, al-Nafari y al- Rumi con tomos contemporáneos de filosofía. ¿Cómo se puede sintetizar el misticismo de estos escritores con el materialismo de la filosofía occidental? Para mí, esto sucedió de manera espontánea y lógica, forjando mi identidad, en la que se combinan la modernidad y la posmodernidad con la mística y con una lengua como la de aquellos místicos que guiaron los destinos de la península arábiga durante la época preislámica.

El río y la gran búsqueda

Es increíble descubrir que mi juicio del ser y estar en la tierra sea compartido por escritores occidentales como el suizoalemán Hermann Hesse, que es uno de los puentes entre mis tesoros orientales y occidentales, entre lo material y lo espiritual. En su novela Siddhartha, Hesse traza el camino de su protagonista hacia la iluminación para descubrir que Siddhartha no alcanza la sabiduría a través de ningún maestro, sino mediante un río que discurre rugiendo de manera extraña y por un mendrugo viejo que sonríe y en el fondo es un santo. Este río es el resultado de sus experiencias y lo que hay en ellas de placer y de dolor, y en él fluyen todos los seres vivientes; el mismo río aparece en el Corán, donde se indica que fluirá en el Paraíso y que las almas de todos los seres discurrirán por el llamado Río de los Animales; que todo lo que vive estará en él. Este río ofrece una síntesis de mi visión del mundo y de la humanidad, que percibo como un río en el que confluyen todos los colores, las religiones y el imaginario colectivo en su búsqueda extensa de la iluminación, la perfección o la unión con lo Absoluto.

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