Caída libre, fragmento de la novela, de Abeer Esber

Traducción de Álvaro Abella Villar

Abeer Esber

Aquella mañana de un día caluroso, maté a mi padre. Aunque a primera vista parezca un delirio freudiano, eso fue lo que sucedió después de una riña escandalosa junto al cementerio. Subíamos las escaleras de casa tras volver de una consulta médica que nos había ocupado toda la mañana del miércoles. El calor en Damasco es insoportable. Las calles plagadas de controles de seguridad, las blasfemias lanzadas desde las ventanillas de los coches, las sirenas de las ambulancias, el ruido de bombardeos en la lejanía, el griterío de soldados…, todo te incita a cometer un gran crimen capaz de sofocar el estruendo de una ciudad que se marchita, asfixiada por su verano húmedo y pegajoso. Para detener este zumbido incesante tenía que matar a alguien. Y eso fue lo que hice. Maté a mi padre.

Él extendió su mano anciana hacia mí, y con la mirada perdida de un enfermo de Alzheimer, esperó a que le tendiera la mía para ayudarlo a subir el noveno peldaño de la escalera de piedra de nuestra casa de dos pisos. Pero no lo hice. Consciente de lo que suponía, decidí retirar mi mano antes de que mi padre pudiera asirse a ella. Su puño se cerró en el aire y cayó de espaldas con todo el peso de un hombre de setenta años. Una sangre oscura empezó a brotar de su oreja derecha. Permaneció cuarenta días en coma, como los mártires de la Iglesia, y después murió sin poder identificar a su asesino.

Soy Yasmina, hija de Jalil Dagher. Asesiné sin remordimientos al médico senil Jalil Elias Dagher la mañana del miércoles 13 de agosto de 2012, tras enterarme de que había vendido la casa familiar a un pariente a quien yo ni siquiera conocía.

Cuando me pararon en el aeropuerto de Beirut, fue debido a un error. Por un momento creí que me había llegado la hora de rendir cuentas ante la justicia, y que de algún modo mi padre había enviado una pista desde la otra vida para dar con su asesino, es decir, conmigo. Pero no fue así. Me detuvieron –como supe más adelante– por llevar con arrogancia e indiferencia cincuenta mil dólares en un bolso de precio desorbitado, el único artículo de la herencia de mi madre que conservaba, un regalo de un primo suyo que vivía en París. Mi madre siempre me hablaba de él, viniendo o sin venir a cuento. Sacaba a colación la palabra Birkin en cualquier conversación sobre moda, para dejar claro que fue de las primeras en llevar el bolso que la firma Hermès empezó a fabricar en 1984, el mismo año en que mi padre se divorció de la hermosa mujer a la que siempre había amado y que correspondía su amor.

Cuando empecé a odiar a mi padre en serio, yo también salpicaba mis conversaciones con él de referencias a la elegancia de París, a la riqueza y el valor del lujo, a la desgracia que suponía casarse con el hombre equivocado, un pue-blerino basto y tosco. Le hablaba largo y tendido de mis primos elegantes por parte de madre mientras él iba perdiendo la memoria. Obser-vaba con deleite cómo él arrugaba el rostro y las miradas de rencor que me dirigía cuando en sus oídos y en su espíritu agotado resonaba la voz de mi madre hablando de la refinación parisina de su primo. A través de regalos caros, un atractivo arrollador y una generosidad obscena, logró seducir a su prima con incontables promesas y viajes, a la vez que vilipendiaba su matrimonio con un paleto orgulloso de su éxito en los estudios, algo que para él no tenía ningún valor.

Al contraer matrimonio a una edad temprana, el médico prometedor Jalil Dagher se desconcentró y recortó su larga carrera en medicina. Renunció a estudiar una especialidad hasta que Marla tomó la decisión de separarse de él por su falta de ambición, posición social y estrellato. Entonces fue cuando, por una simple casualidad médica, el doctor Jalil Dagher realizó su primera operación de estética en una mujer que se había roto la nariz en un accidente de coche. Cuando aquella dama damascena vio por primera vez su nariz francesa, derramó lágrimas de alegría y gratitud.

A finales de la década de los ochenta, el doctor Jalil vivió un apogeo de éxito colmado de altos honores. No lo hacía porque necesitase el dinero, sino porque las cantidades desorbitadas que cobraba lo pusieron en un mapa de nuevos contactos que lo convertirían en una estrella.

A medida que la vanidad y lo superficial se fueron introduciendo en las calles de la ciudad, el negocio de cirugía estética del doctor Jalil Dagher creció. El dinero circulaba por las venas de Damasco, estranguladas durante años por la austeridad y el aislamiento político. Después, la década de los noventa trajo cierta elegancia al cuerpo de la ciudad, que comenzó a adquirir ritmos nuevos. Damasco aprendió a tener vida nocturna, empezó a ver lo que pasaba en el mundo. Con reparos y moderación, los temas que trajo la televisión vía satélite se colaban en las conversaciones vespertinas de la gente. Las terrazas de los edificios, llenas de antenas parabólicas que estiraban el cuello cual miles de cabezas suspendidas en el aire, parecían mons-truos del espacio. Un vocabulario nuevo se introdujo en las charlas matutinas de las mujeres. Conversaban sobre la democracia, el laicismo y la islamización, y sobre Oprah Winfrey. Todas hablaban sin cesar de plastic surgery y del bótox –Jalil fue de los primeros en inyectarlo– y se sometían a operaciones estéticas con seguridad y discreción.

Mi padre logró un estrellato fulgurante en una sociedad que no admite secretos. A pesar de vivir en un ambiente cerrado que adoraba las tradiciones y santificaba lo reiterado, Jalil Dagher se movía en círculos reducidos y entre contactos muy exclusivos. Mostraba su expe-riencia en mesas de hombres de negocios, mandos policiales y altos cargos. Jalil había tomado las riendas de su vida y, a base de fama, dinero y contactos, las manejaba con pericia.

Y yo, como buena hija de mi padre, comprendí todo aquello y lo abracé como una religión.

En el último punto de control del aeropuerto de Beirut, el funcionario encargado de sellar mi pasaporte me preguntó con mucha educación por mi profesión y si era famosa. Solté una risa falsa de altanería y misterio para darme aires de importancia, y murmuré con frivolidad fingida que no era una actriz como él suponía. Simplemente tenía una productora de televisión y ahora mismo estaba trabajando en una serie para Ramadán de ese estilo sirio romanticón que tanto ha cautivado a los espectadores árabes los últimos años. No le hablé de las novelas que había publicado, pues temí que mencionar la escritura literaria resultaría aburrido. Quería dirigir su atención hacia mi parte más moderna, porque el muchacho era tremendamente atractivo y yo me arrastraba hacia la cuarentena con un peso perturbador en el espíritu.

Cuando me disponía a recoger el pasaporte de manos de aquel funcionario que me tenía encandilada con sus preguntas y su atractivo singular, se acercó un militar uniformado y me informó con mucha calma que no podría subir al avión hasta que primero respondiera a unas preguntas. Seguí sus órdenes; lo acompañé y acabé sentada en una sala gélida y muy amplia cuyo único mueble era una destartalada silla tirada en un rincón oscuro.

En aquel momento me dirigía a Dubái después de haber pasado varios meses en un hotel de Beirut con vistas a la bahía de Jounieh. Había salido de Damasco después de que todo allí empezara a expulsarme. Me había enzarzado en una disputa singular por la casa familiar y, en especial, por el cementerio adyacente. Esta herencia había pasado de un modo sospechoso de manos de Marla a las del doctor Jalil, y me traía por la calle de la amargura. Situada en el barrio de Zaitún, nuestra casa encandiló a Jalil y le hizo enamorarse de Marla, su prima, cuyo padre se pasaba media vida viajando. Su tío tenía una sola hija de la que Jalil siempre había oído hablar, pero a la que nunca había visto. Cuando llegó a Damasco, la ciudad no solo le abrió las puertas de sus maravillas, también le fascinó su arquitectura, los rostros de sus mujeres y aquella casa damascena ocupada por quien sería su amor.

Era una casa que, debido a su dimensión, Marla siempre definió como un ejemplo de estructura patriarcal. En efecto, desde la filosofía y el razonamiento escéptico de la cultura importada que ella abrazaba, le parecía una cárcel. Es cierto que la casa era amplia y de una belleza exquisita, pero al final era una prisión que se había tragado vidas enteras. Las generaciones sucesivas habían pasado por esta con sus espíritus, su frío y su calor, sus flores y los chorros de agua de sus tres fuentes. Era una cárcel que solo pudieron diseñar hombres. La arquitectura de la ciudad no encajaba con el gusto de fabricación europea de Marla, una amante de los edificios fluidos, sencillos, suaves o femeninos. Las casas de Damasco se abren hacia el interior, y sus ventanas son mirillas o celosías para que quien esté dentro pueda mirar sin ser visto. Así, como un dios, el dueño de la vivienda mira a los transeúntes como a unos extraños prestos a invadir su propiedad. Damasco, saqueada por invasores, comprendía la necesidad de esconder la riqueza y la belleza, de enterrarlas en callejas oscuras, en los recovecos sinuosos de callejuelas estrechas y sin salida que parecen no conducir a ninguna parte, pero que de repente te sorprenden con una hermosa mansión oculta tras un portal encajonado en una esquina. Como una entrada para los iniciados, como un purgatorio que atraviesas para demostrar tu virtud y acceder al Paraíso donde podrás permanecer toda tu vida sin necesidad de abandonar esa casa. Y es que, ¿quién va a marcharse del Paraíso?

Marla odiaba esa ciudad de hombres, pero no odiaba su casa. La comprendía, incluso cuando, en una muestra de arrogancia, a la vivienda se añadió un cementerio propio para que las mujeres que entrasen en esa casa no salieran nunca de ella, ni siquiera para la tumba.

Ahora, después de haber partido todos a su destino final, yo no podía deshacerme del peso de esa herencia, pese a mi espíritu de viajero que cambia de lugar constantemente con mirada contemplativa y perpleja. La casa del barrio de Zaitún era un hogar para la muerte. Cada vez que decidía deshacerme de los personajes locos que seguían vagando por sus cuartos, delirando por las escalinatas de piedra, bajando a sus bodegas y subiendo a sus altillos, la casa liberaba a sus fantasmas y se adhería con más fuerza a mi alma.

Con todo, Marla no me dejó la casa en herencia. Presentía que iba a deshacerme de ella, aunque fuera desplumándola poco a poco y la vendiera en acciones repartidas entre socios indiferentes o turistas, emprendedores de proyectos improvisados o nuevos ricos que, en el mejor de los casos, la transformarían en un hotel o la alquilarían como escenario para alguna de esas series televisivas históricas, con protagonistas bigotudos, peleas escandalosas entre mujeres y el honor lavado con sangre entre chillidos estridentes: «¡Cierra el pico, mujerzuela!».

Marla fue mi madre, y por lo tanto entendió el deseo que respiraba por mis poros sin yo abrir la boca. Comprendió que liquidaría la herencia en caso de que la casa acabara en mis manos. Desde siempre me había irritado esa mansión de piedra, con su historia, sus filigranas, su madera noble, sus muchos fantasmas, su amplitud y, lo peor de todo, el cementerio que tenía adosado; el camposanto formaba una prolongación natural del jardín con sus rosales, sus árboles de adelfas amargas, lilas, claveles, y buganvillas, de esas que trepan y saltan descontroladas por los muros de la casa como soplones maliciosos para contarte que detrás de esos muros gruesos y rústicos de enorme altura, hubo fiestas delirantes y orgías desenfrenadas. Después las flores de las buganvillas explotan lanzando sus hilillos a las calles con la esperanza de salvar a los transeúntes de la tristeza que circula por los callejones de la ciudad. Es innegable que las buganvillas aquí han adquirido el carácter da-masceno, pues cuando se sembraron las primeras semillas en la ciudad, se mezclaron con la locura del lugar, bebiéndosela hasta florecer con ella. En Damasco, todas las casas con jardín tienen sus locas. Sus chillidos son las ramas de las buganvillas, y la espuma de sus bocas son las flores de tres lenguas redondeadas, listas para escupir. Lo que da miedo de esas plantas no es su hermosura fatal, ni el caos que reina en un arbusto que desconoce el significado del orden y no se preocupa por él. Lo que de verdad asusta de ellas es que a pesar del avance del invierno, se aferran a su primavera. La punta de una flor con su lengua infernal puede asomar entre las espesas nieves, o bailar con los vientos que normalmente te arrancarían de cuajo a la mínima, o danzar como un esclavo recién liberado, dejando en el aire un escalofrío continuo como el placer de un encuentro carnal diabólico que no te despierta más que preguntas de locura y silencio.

Mi casa fue el teatro de todo aquello: del silencio y de la arquitectura muerta, de las flores cuya locura enraizada en la historia de la ciudad inunda los muros y los acontecimientos. Todo encontró allí un techo, en aquel silencio, un silencio sospechoso, que brota de los poros de las paredes, de los rincones oscuros en los arcos de piedra, de las vigas de los techos, de los motivos decorativos en los muebles tallados por las almas de artesanos habilidosos. Se trata del miedo a la imagen, de lo inerte que se graba en la memoria. El silencio de los lugares es lo que te conduce a la locura.

Para que me entienda quien no haya visitado Damasco nunca, debe tener en cuenta que la locura de la ciudad no tiene presencia. Es como si fuera un susurro de tranquilidad,  de un adiós puro que te invade con su paz hasta hacerte perder la razón. Entonces ya ningún sonido te une con el ritmo de la Tierra. Y de repente impera un silencio enorme que te separa de todos tus vínculos de sangre y te conviertes en un bastardo deseoso de asesinar todo lo que se mueve sobre la tierra, todo lo que hay en tu interior.

Quien no haya visitado Damasco en invierno ni en verano, quien no ha recorrido los callejones de su silencio, no sabrá que el único terror comparable a la soledad de las horas de siesta es el silbido de las buganvillas. Sus garras, al inicio de cada noche, cavan tumbas para las horas perdidas sin hacer nada, y sus telarañas de zarcillos conducen hacia un callejón asfaltado que conecta la casa con el jardín-cementerio que alberga los cadáveres de generaciones y generaciones de una familia cuya historia es tan antigua como la de esta ciudad. Las buganvillas de mi casa me echaron al borde del camino, y me dejaron allí, mirando la casa desde lejos, como si fuera un sueño. Yo, la extraña, y ellas, su legítima dueña. Una extraña que permanecí allí hasta los últimos momentos de dolor, hasta los últimos desvaríos del tiempo. Me quedé allí hasta que llegó la muerte.

Y así se perdió la casa, como si no hubiera sido mía. No la heredé porque Marla no me quería lo suficiente para considerarme su heredera. Prefirió a un esposo que se había divorciado de ella de modo voluntario, que la quería más que su vida, más que a una hija cuyo nacimiento sentían como el error de dos amantes inconscientes. Mi madre no me quería como quieren las madres a sus hijos. Era demasiado inteligente. Su afecto era comedido y sus emociones prácticas, utilitarias. No demostraba esa ternura estética inspirada en poemas y cuadros. No era la madre indulgente con el pecho dispuesto a amamantar a los pobres niños de la calle. Conocía demasiado bien la vida. Soltaba sus respuestas, completas y con certitud absoluta, a sabiendas de que producían desasosiego y después náuseas. Estaba muy segura de lo que decía; «duda» era una pa-labra que jamás utilizaba, como si nunca hubiera sido una posibilidad. No se arrepentía ni vaci-laba en sus actos. No pedía perdón y, lo peor de todo, no esperaba que yo fuese como ella, segura, inteligente o de convicciones firmes. Desdeñaba a su propia hija. Parecía que la avergonzara ser descrita como «madre», que comprometía la independencia de la que siempre había presumido. Su maternidad parecía una afirmación simple de su condición oculta de persona con deseos ordinarios, en lugar de ser una mujer moderna que se burlaba de la lactancia, los pañales, las funciones biológicas, los platos por fregar, las velas prendidas el Domingo de Ramos y las notitas con deseos de paz para Papa Noel dejadas bajo el árbol. Ella era demasiado importante para contar cuentos sobre renos, trineos, duendes y hermosas princesas con finales llenos de felicidad. Las charlas de Marla eran más enjundiosas y aprovechables. Sus conversaciones versaban sobre la existencia y la eternidad. Hablaba sobre las funciones del lenguaje y el papel de la Historia, sobre Foucault, Roland Barthes y Jacobson. Sus frases desprendían el aroma del vacío y el absurdo de Kafka, la melancolía de Bukowski y la insolencia de Miller. Y su risa remitía forzosamente a Kundera, a la involuntariedad del amor y el flirteo casual. Marla, mi madre, no era una madre que se derritiera por mí. Me miraba como quien contempla a alguien que le ha robado su vida, privándole de todos sus placeres. Marla, mi madre, ¡cuánto la quise, maldita sea!

Y aquí estoy, contemplando mi vida como una vagabunda que creció sin madre. Sin embargo, Marla se acordó rápidamente de mí cuando el cáncer la devoraba. Entonces se dio cuenta de que lo más conveniente para ella era regresar a Damasco. Arrastrándome de las trenzas, de los ojos, de mi piel diáfana, me llevó de un salto a su vieja casa. Regresó ebria al hogar familiar y me enseñó todos sus rincones sumidos en el desorden. Pisó las baldosas desparejadas de la casa, remendadas tras años de deterioro. Me hizo subir las escaleras de piedra de una vivienda abierta hacia dentro, hasta la terraza interior donde estaban dispuestas las alcobas de las mujeres en la planta superior a lo largo de un pasillo. Aspiré con ella cada mota de polvo, cada olor corrompido dejado por quienes pasaron por allí. Marla me tomó la mano y la pasó por cada trozo de tela, brocado, damasco y seda india. Había muñecas de trapo con ojos de loca, vestidos escotados estilo Jacqueline Kennedy y la elegancia de las señoritas de la alta sociedad.

Como quien pasea por una película de los sesenta del siglo pasado, con toda la elegancia y la raigambre aristocrática que no había abando-nado sus dedos, Marla puso un disco de Aretha Franklin que alguien dejó abandonado en un enorme gramófono traído de la India por algún tío loco. No trajo un elefante ni maderas sagradas, trajo un gramófono que había viajado desde Inglaterra a la India para terminar en Damasco, y en cuyo interior guardaba la voz de la mejor cantante de piel negra que ha existido, con historias dolorosas sobre la esclavitud. La música resonó por las habitaciones de la casa y por el jardín, como si los bailarines congelados hace cuarenta años en un daguerrotipo borroso cobraran vida tras un simple descanso para fumar, y continuaran con sus bailes frenéticos.

Así era la casa de Marla. Una casa de muebles viajeros que ocupaban habitaciones a lo loco. Una casa que tenía doscientos cincuenta años, en una ciudad antigua que tenía cinco mil años, a la que todas las mañanas visitaba el sol sin falta.

Mi madre, que había sobrevivido a preten-dientes, amantes, a un marido celoso y a un cáncer de pecho, no pudo con la nostalgia. En un rincón fantástico de su habitación, en medio de mundos color arcoíris habitados por fantasmas de épocas distintas, fotos de hombres en trajes de fiesta y con camisas de polo, niños con bañadores y pantalones cortos, y mujeres luciendo moños y zapatos de tacón cuyo repiqueteo se alargaba a través de los setenta, los ochenta y los noventa, Marla sacó una bandeja de cobre que tenía grabada un poema sufí, y lo leyó:

 

Anhelo un amor ardiente al amanecer;

de noche llama la pasión y yo respondo.

Se consumen nuestros días y mi deseo crece,

pues el tiempo de la nostalgia nunca se va.

 

Abrió el paquete de incienso, y la hermosa mujer cogió una cerilla para encender el recuerdo con una llamita y un cigarrillo de otro mundo. Cerró los ojos y se perdió entre las ca-ladas, conjurando a adivinos y amuletos, recitando votos y oraciones a un tótem primitivo rechazado por cristianos y musulmanes. Marla se sentó y lloró por su vida, la cual se había convertido en imágenes borrosas, susurros, voces inauditas y canciones tarareadas de letras y melodías ausentes, acompañadas con los movimientos de un cuerpo que bailaba y se mecía solo en el patio, y en una habitación de piedra con una ventana al pasado. Miraba hacia el vergel de una casa donde tantos habían fallecido, ahora un gran tanatorio del recuerdo.

Marla se mareó con el aroma sospechoso de su cigarrillo, señaló el jardín de la casa familiar, abandonado tanto por la vida como por la muerte, y dijo: «En el barrio de Zaitún vivían todas las personas que conocía, y aquí fueron enterrados, en un cementerio que se tragó todas sus vidas con puñados de tierra».

Cuando yo tenía diez años, mi padre permitió el divorcio a mi madre, y Marla cortó el cordón umbilical que la unía a mí. Me llevó a su habitación, me sentó en su cama enorme y alta, nos tumbamos juntas, y entre nosotras reinó una extraña paz. Marla sacó su peine de marfil y se puso a peinarme. Me contó el cuento de Rapunzel, la niña de pelo largo atrapada en la torre más alta de un gran castillo, que soltó su melena para que un apuesto príncipe trepara por ella para salvarla y mostrarle que podía irse y abandonar el castillo, su gran cárcel. Marla exclamó: «¡Qué hermoso es ser libre!».

Dos días después sería mi madre quien abandonaría nuestro castillo. Lanzo su pelo para que su apuesto primo la llevase a París. Jalil la dejó ir, pues era libre para hacer lo que le diera la gana. Yo era la niña pequeña incapaz de olvidar el amor de su madre, la ternura de sus abrazos, la locura de su calor. Odié la palabra libertad, la «maldita» libertad. Me peleé con Jalil, que intentaba tirar de mí por la vida y convencerme de que existía el amor. Lo odié también a él. Odié el modo en que me había abandonado, su lógica retorcida deseosa de redención. Quise aferrarme a su vida, quise empaparme de su cariño, sorber la leche de su amor hasta la última gota. Quise ser la prisionera de su corazón. Al mismo tiempo, me asustaba lo que yo quería. Me asustaba la verdad que había escrito con formas variadas, en repetidas versiones, en las que chi-llaba lo que sabía. Grité, desvarié, repetí las historias, las vertí en papel, ardientes, ensangrentadas con tinta. Mi padre quería tanto a mi madre que le consintió hacer lo que se le antojara. Aceptó que me hiciera daño, solo porque era libre. Yo, una niña, ¿cómo iba a enfrentarme a tanta inestabilidad? Habían renunciado a los valores de la familia y la maternidad; habían renunciado a mí.

Con un respeto servil a los deseos de Marla, Jalil cedió ante su voluntad. No había sido una mujer infeliz, pero quería ser más feliz. De modo que Jalil le permitió probar la felicidad lejos de él. Mientras tanto, yo crecía entre delirios en torno a la figura de mi padre, atormentada por un temor que me condujo al asesinato, a poner fin a la vida de un padre demente al que una vez amé y dejé que me quisiera.

 

* * *

Es cierto que he pasado casi toda mi vida en Damasco, pero no amé a esta ciudad como se suele querer a una ciudad. Siempre me supo a la imposibilidad de realizarse, a imitadores y farsantes, a ideas sosas y descafeinadas. Hasta sus crímenes eran anodinos. Lo único que consiguió penetrar la conciencia colectiva de la ciudad y convertirse en su patrimonio fueron las historias que llegaban desde las cárceles.

En otoño de 2012 salí de Damasco como un asesino cuyo crimen acaba de ser descubierto. Pero la ciudad no esperó a que hiciera una salida decorosa, y puso todo su empeño en organizar una campaña sistemática para echarme. Sus noches decayeron, desfigurándose como una camisa de algodón mal tintada. Los días grises de otoño se tornaron fríos como un largo amanecer. Los vientos de las cinco de la tarde cubrían las aceras de polvo y suciedad, dejando a los habitantes solo callejuelas estrechas entre las casas, y unos nubarrones que presagiaban lo peor. La oscuridad, atravesada por los sonidos de los disparos, ya no permitía que entrara la luz si no iba acompañada del sonido de los bombardeos cercanos. A pesar de esto, no fue solo el miedo lo que me expulsó del país. Al pasarlo todo el mundo, el miedo había perdido su significado y se había vuelto impersonal. Hasta los soldados pasaban miedo, a su modo. El sopor los aburría, y en lugar de estar alerta, se dedicaban a beber té sobre las barricadas de bloques de cemento, y tomaban bolsas de palomitas o helados. Al acercarse la noche, se ponían atentos y te pedían con educación y en voz baja que apagases la luz del coche por temor a los francotiradores. Nosotros pasábamos miedo, y eso nos alteraba, porque se nos pedía que diéramos muestras de coraje. Paseábamos con los amigos en las calles de Al-Hamidiyah por la noche y nos hacíamos fotos en una demostración indeseable de locura. De vez en cuando ensayábamos actos de valor, volvíamos del Club de Periodistas cargados de cerveza sin alcohol a las once de la noche, felices por nuestra osadía, pero tristes ante las calles nocturnas, desiertas, sin otra alma más que algún loco como nosotros.

Aquello no bastó para convencerme de que debía marcharme, hasta que un día, una «banda» asaltó el piso donde vivía de alquiler en el barrio de Tilyani. Se presentaron con un atuendo que rompía el protocolo, una mezcla de camisetas negras sin mangas estilo miliciano, pantalones de camuflaje y camisas con machas salobres de sudor rancio. Lucían sus armas con orgullo y husmeaban por todos los rincones en busca de nadie en particular.

El propietario del edificio pertenecía a uno de los linajes más nobles de Damasco. Entre sus apellidos se encontraba al-Ayubi, y las fotos de las paredes de su casa se remontaban a través de varias generaciones familiares hasta el intrépido comandante Saladino al-Ayubi. Exmagistrado y juez internacional en Suiza, el octogenario Yasir al-Ayubi se presentó avergonzado por lo surrealista de la situación. Él, un hombre de ley, llamando a las puertas de sus inquilinos escoltado por una banda de muchachos que olían a rancio con armas en el sobaco, buscando a fugitivos huidos de las regiones calientes.

«No podemos permitir que esta gente venga a calentarnos el barrio», dijo uno de ellos, con un acento de la costa que se cuidó de marcar, para violar todo lo damasceno en una ciudad que ya no era siria ni damascena. Su intención era añadir a su querido acento una deplorable carga sectaria. Buscaba enfatizar la pronunciación de la letra qaf al modo de los alauíes, aunque no siempre la pronuncien así. Sin embargo, en estos tiempos de locura entre leales y opositores hasta la forma de hablar implicaba una historia trágica de sectarismo y tormento, y daba testimonio de abusos y masacres cometidos por alauíes y suníes por igual.

En aquella época, yo vivía con un amante al que aquella banda había parado en el portal del edificio. El hombre intentó zafarse de sus preguntas insistentes dirigiéndolos a mí, pues se movía con una documentación falsa para escapar del reclutamiento obligatorio. Tras una rápida llamada de teléfono en la que me dijo su nombre falso, los nombres falsos de sus padres, y una fecha de nacimiento inventada, comprendí por el tono tenso de su voz que se había librado de un arresto seguro.

La llamada terminó abruptamente porque aporrearon la puerta de mi casa, helándome la sangre. Abrí a la banda de milicianos. El tono colorado de la cara del juez y las venas que casi se le salían de las sienes me advertían de que debía calmarme. Haciéndome la tonta, me eché a reír mientras les enseñaba mi ordenador portátil y les explicaba, con otras risas menos convincentes, la presencia de otro ordenador, que pertenecía a mi amante pasajero. Mientras me registraban y me hablaban con un tono tan brusco que estuvo a punto de hacerme llorar, les conté que estaba preparando el guion de una serie de Ramadán en colaboración con un amigo, y que lo escribíamos aquí en mi casa. Sin parar de moverme entre el dormitorio y el salón, les fui dando detalles y les enseñé una copia de un do-cumental con mi nombre como productora. También saqué mis novelas como prueba de buena conducta, y un ejemplar traducido para que vieran mi nombre escrito en inglés. Me reí nerviosamente en mi colorido pijama matutino mientras su curiosidad untuosa aumentaba. El dueño del edificio me lanzaba miradas para que me callase, pero yo seguía cotorreando como una posesa. Tenía miedo y estaban siendo muy brutos.

–Hemos visto a tu marido en el portal. ¿A qué se dedica?

–¡No estoy casada!

Se hizo un silencio expectante mientras las miradas me devoraron. Se me secó la lengua y gotitas de sudor aparecieron en mis axilas como en la piel de los sapos cuando se asustan. Busqué algo que decir. Lancé una mirada suplicante hacia al-Ayubi, el casero, y como quien se desnuda en mitad de la calle, dije:

–Sí, se llama Osama. Es el amigo con el que escribo aquí. Os ha dicho que era mi marido para explicar por qué salía de mi apartamento a las nueve de la mañana.

Los hombres me miraron, luego al juez, después a los libros con mi nombre y a conti-nuación a las fotos que tengo en el ordenador en las que salgo en bañador. Miraron y miraron, y finalmente uno de ellos, como quien ha comprendido el origen del universo, dijo con malicia:

–No hacía falta que él nos mintiera. No nos entrometemos en asuntos «personales». ¡Los «muchachos» no se entrometen en asuntos «personales»! Los «muchachos» se tomaron un café mientras yo les servía mis risas estúpidas. Lo que de verdad me aterrorizó no fue aquella invasión de mi casa, ni la historia de mi marido fugado que no era mi marido, sino una situación cómica que se produjo cuando uno de ellos me preguntó de qué iban mis libros. Vestida con mi pijama de payaso a rayas horizontales y verticales, respondí a la defensiva que era novelista. A continuación, me callé por completo cuando me preguntó si escribía sobre la patria.

«Escribirás sobre la patria, supongo». La pregunta estuvo resonando en mis oídos como la campana de una iglesia tocando a muerto. Apareció en mis pesadillas. Aquella noche se presentó el cadáver de mi padre. Vi su mano extendida hacia mí, y esta vez yo no lo dejaba en la estacada. Intentaba extender también la mía, pero tenía el brazo cortado a la altura del hombro. Mi mirada iba sin rumbo, como si supiera lo que iba a venir. No dije nada. No se me contrajo la garganta del terror, no contuve un chillido ni me desperté temblando y derramando el agua de mi alma. No hice nada de eso. Guardé silencio, esperando el disparo de una pistola oculta, o el filo de un hacha que me sajara el cuello, el pecho, la rodilla derecha o la cabeza que recuerda el cadáver que habita en mi conciencia. El cadáver de un padre asesinado en un país en el que todos se han convertido en asesinos. No me desperté de aquella pesadilla porque su materia prima todavía no había desaparecido. El terror me envolvió como la saliva de un sapo que cuanto más intentaba quitarme, más me ensuciaba. Se me pegaba a la garganta, a las paredes del corazón, a las circunvoluciones de la materia gris de mi cerebro.

Quería escapar de todo esto como estaba acostumbrada a hacer. Pero necesitaba el dinero, el pilar de mi seguridad, la única patria en la que nunca me he sentido extranjera. Cuanto más dinero tenía, más puertas se me abrían. Ni lenguas, ni identidades, ni pertenencias, ni sentimientos débiles sirven en los estudios de los sociólogos. El dinero se hizo para resolver todos los sinsentidos de la filosofía y la moral. Jalil y Marla me controlan ahora desde sus tumbas mediante una herencia que ya no es mía. Esto me llevó a perder la razón y ha hecho de mí una asesina.

 

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