DÍAS EN EL PARAÍSO, Primer capítulo de la novela de Ghalya ‘Al Said

Traducción de Covadonga Baratech

 

Ghalya ‘Al Said

Londres, cuatro de la mañana. La noche es fría, pero no llueve, típica noche invernal londinense. La oscuridad se extiende por todo el lugar, solo la disipa la débil luz proveniente de las farolas. Ya no hay tráfico, todo lo que se movía había entrado en un profundo coma: las tiendas y los restaurantes, hasta los autobuses y trenes se sosegaron a tan altas horas de la madrugada y detuvieron su habitual circulación, siempre veloz. Las calles quedaron desiertas, incluso daban la impresión de haber crecido y ensanchado. Londres parecía una ciudad fantasma.
En Praed Street, cerca de la estación de Paddington, un fantasma solitario apareció en el horizonte entre la oscuridad. El fantasma era Gasan al Muntahi (“el acabado”), envuelto en su abrigo de lana negro y largo, con la camisa blanca abierta como si no le afectara la quemadura del frío que reptaba implacable hacia su rostro y su pecho. Solo empezaba a sentir que se le secaban los labios, bo-rrachos y azules tras pasarse la noche bebiendo whisky Black Label, su licor preferido.
Gasan ya no era activo, ni fuerte, ni rápido. La edad y el tiempo habían hecho desaparecer toda la vitalidad, fuerza y juventud de las que había disfrutado. Ahora sus pasos eran tranquilos y lentos, no como antes, que marchaba como un ejército de camino a aplastar a su enemigo.
Caminaba solo y en silencio en dirección a su pequeño apartamento, escondido en el piso más alto del edificio en el que vivía. El apartamento no era suyo, sino que se lo habían entregado los Servicios Sociales a través del Peabody Trust. Abonaba una pequeña cuota de alquiler cada semana y el gobierno pagaba el resto.
Tenía la cabeza llena de versos y palabras, pues al igual que otros muchos miembros de la ge-neración de los cuarenta era un poeta aficionado. Sin embargo, no tenía a nadie a quien declamarle sus versos, por lo que solía memorizar cada pa-labra, poema y pensamiento en su mente hasta que llegaba a casa y lo anotaba todo en un cuaderno dedicado a la poesía. Luego se grababa recitando los poemas en cintas que guardaba por si se alineaban los astros y se encontraba con otro aficionado a la poesía que oyera las palabras y emociones que había engendrado —como decía— su genialidad.
Ya no estaba demasiado lejos del pequeño apartamento, unos minutos más y llegaría. Había recorrido una gran distancia esa noche, su paseo se había iniciado en Westminster, ese palacio antiguo y de ensueño, con sus torres afiladas, en el que se formulaban las leyes y las políticas del país. Era totalmente distinto al edificio en el que vivía él. Paddington era ruidoso y ajetreado, estaba lleno de restaurantes y tiendas baratos.
—¡Cuánto calla ese piso, con todo lo que ha pasado en él! —dijo para sus adentros mientras se acercaba al edificio—. ¡Cuánto me protege de miradas indiscretas! Sus gruesas paredes guardan secretos que jamás han salido a la luz.
Aunque, ¿es el apartamento el que protege los sucesos de mi vida que se dan en su interior o es la ciudad de Londres la que lo hace? —volvió a preguntarse. En cuanto surgió esa duda en su mente, encontrarle una respuesta satisfactoria se volvió una tarea ineludible, preferentemente una que debía realizar antes de llegar a casa. Se prometió no entrar al edificio hasta no dar con la solución, permanecería en la calle hasta que lo consiguiera. Pero ¿cuánto tiempo le llevaría resolver esta complicada cuestión filosófica?—. No, no creo que me lleve mucho tiempo resolverla —se respondió—. Es Londres quien protege mis secretos, no el apartamento. Es por los códigos sociales imperantes que evitan que la gente meta las narices en los asuntos de otros y que se violen las libertades y los secretos de los demás. Mientras se respete la ley todos pueden ejercer sus libertades individuales y sus derechos.
Este pensamiento lo transportó a otros recuerdos, hechos vividos por conocidos en otros países del mundo, como el incidente de su amigo omaní Nasser. Nasser había caído prendado de una mujer anciana, su amor por ella era salvaje e intenso, hasta el punto de que no podían separarse el uno de la otra. Un día decidieron que ella se mudara con él y terminaron así con la nostalgia que quemaba sus corazones cuando no estaban juntos.
Al principio, cuando empezaron a vivir juntos, nadie se dio cuenta. Sin embargo, no habían pasado ni dos días de la mudanza cuando las mujeres del barrio comenzaron a notar su presencia y preguntar quién era. Las preguntas dieron paso a las especulaciones y gran variedad de explicaciones, cada uno ofrecía a su antojo su propia historia, explicación o justificación del asunto.
Los chismorreos crecieron poco a poco, como la mujer era de avanzada edad las preguntas eran mordaces. «¿Qué hace una vieja como esa en la casa de un joven soltero?». Aunque el ansia de respuestas estaba clara en las miradas que les dirigían, a la pareja no le importaban. Por desgracia, el almuédano de la mezquita, miembro prominente del barrio, decidió intervenir e indagó sobre por qué estaba la mujer con él, cuál era la naturaleza de su relación, si era legal que viviera en su casa estando él «soltero» y si había algún secreto que no supiera nadie.
Los cotilleos sobre la mujer se extendieron a toda velocidad. Se volvió la comidilla del barrio, se hablaba de ella en todas las reuniones, especialmente en las de las mujeres. Cuando estas se reunían no solo se juntaban para comer dátiles y beber café, sino que también quedaban para hablar de los demás. No había ningún problema en destripar, día sí y día también, los secretos y las intimidades de otros, incluso si no concernían en absoluto a las mujeres de la reunión.
Después de oír hablar sobre Nasser y Salama y, en virtud de su responsabilidad como miembro prominente de la comunidad y su relación con la mezquita, el almuédano decidió llevarle el caso al juez y así lo hizo. Le pidió que explicara el misterio de Salama y su presencia en la casa de Nasser. ¿Cómo podía ella, como mujer, vivir con un hombre que no era su marido? Le pidió que la advirtiera para que dejara la casa, pues aquella sociedad, según sus costumbres y tradiciones, no aceptaba que viviera a solas con el joven. Así, el juez llamó a Salama y Nasser y les pidió que acudieran y explicaran su situación.
El juez les preguntó por qué vivía Salama en su casa. La respuesta de Nasser fue que Salama no era más que su inquilina —le había alquilado una habitación en su casa—, que como necesitaba desesperadamente ingresos no vio nada de malo en ello y que la relación entre ambos no iba más allá de la de arrendador y arrendataria.
Cuando el juez oyó la respuesta de Nasser y su justificación a la presencia de Salama en su casa no vio nada malo en el asunto y pidió su absolución ante el juzgado. A pesar de eso, no convenció al almuédano con esa explicación y este llevó el caso a un juzgado superior.
Gasan se rio y sacudió la cabeza rememorando la historia de Nasser.
—Si esto hubiera pasado en Londres, el asunto no habría terminado en los juzgados —afirmó entre risas—. Aquí no hay almuédano capaz de llevar un caso así a juicio y los vecinos no habrían notado ni comentado nada. Salí de mi país en 1970 y he vivido en Londres desde entonces. En todos estos años no me ha seguido nadie, ningún cotilla ha querido meter la nariz en mis asuntos. Mis secretos siguen a buen recaudo entre las paredes de mi casa, nadie los ha descubierto. Hasta puedo decir que vivo con total facilidad tras una cortina de aislamiento e introversión que a nadie le ha interesado quitar.
Hasta hoy nadie sabía de las cosas despreciables que hacía Gasan: pequeños robos y el abuso y maltrato ejercidos contra su anciana mujer. Nadie había descubierto tampoco las mentiras a las que recurría cuando quería tejer sus hilos sobre mujeres para hacer que se enamoraran de él, después las extorsionaba hasta sacarles todo lo que tenían.
Había vivido una doble vida durante treinta años, una vida con dos caras: una para la gente y la otra para sí mismo. Esta cara no la veía nunca nadie, a excepción de su mujer, Clara, que atisbaba un fragmento de ella debido a su larga convivencia con él.
—Si estuviera en mi país, con sus estrictas costumbres y tradiciones, no habría podido vivir así, me habrían descubierto enseguida —siguió refle-xionando Gasan—. Allí puedes solo tener dos caras durante un tiempo, luego la gente descubrirá tus secretos y te delatará ante los demás, condenándote al ostracismo. Si viviera en mi país no sería capaz de esconder mis trampas, mis engaños ni mis pequeños robos durante mucho tiempo. En cambio, los secretos ocultos son un tema diferente en Londres, a menos que seas famoso como los Rolling Stones, Rod Stewart, la princesa Diana, la escritora Fay Weldon o Joan Collins. En ese caso no tendrías ni vida privada ni secretos, los especialistas en descubrirlos, escribirlos y comerciar con ellos te expondrían.
En Londres es tan fácil llevar una doble vida que me creé una identidad a mí mismo. Es la identidad de un hombre atractivo y elegante, que lleva un reloj de oro, ropa bonita, zapatos hechos del cuero más fino y la cartera siempre llena de dinero.
La otra personalidad es la verdadera. En ella ra-dica la amarga realidad de mi vida y los fracasos que la pueblan: dejar el colegio, no continuar mi educación superior, no tener una carrera profesional ni conservar un trabajo. En realidad, mi vida no es más que un profundo pozo de errores, caprichos y fracasos continuos en el que caigo sin parar, sin ser capaz de salir de él.
Veo esta realidad amarga, la realidad del fracaso que vivo, cada vez que me lavo la cara por la mañana y me miro al espejo después de una horrible noche de alcohol, mentiras, alucinaciones y pecados.
Pero, por ahora, nadie me ha pillado, ni siquiera cuando me conducen al coche de policía aparcado ante mi edificio. Quizá si alguien me hubiera descubierto habría recuperado la cordura, pero, como mi realidad siguió bien escondida, mi otra cara, con la que vivo entre la gente, se hizo más fuerte y eso me animó a seguir por ese camino, así estoy hoy. Gracias a mi don para ocultar mi verdadero yo, empecé a conducir mi vida en Londres de una forma diferente. Recibía ayudas sociales a las que no tenía derecho. Rodeé mi vida con una muralla de secretos y misterios que se derrumbaría si no actuara con inteligencia, exponiendo mi verdad tal y como es. La gente contemplaría la esencia de mi vida íntima, carente de toda ética, y sabría que mi nombre no es Issam al Kabir sino Gasan al Muntahi, dueño de una moral terrible, un bolsillo vacío, un certificado falso y una personalidad duplicada.
Siguió adelante, la cabeza abarrotada de pensamientos turbulentos. Se acordó de que ya había cobrado todo el subsidio social que le correspondía esa semana y que se lo había gastado en sí mismo, no tenía ni un penique en el bolsillo. Recordó también que su novia no conocía ningún detalle de su vida, empezando por el hecho de que está casado con una anciana mujer llamada Clara, con la que vivía en ese lugar pequeño y apartado.
Por eso cada vez que su novia sacaba el tema del matrimonio él le daba largas haciéndole promesas vagas. ¡Ya era un hombre casado, no podía casarse con otra! Por otro lado, a pesar de las mentiras y la doble vida que llevaba, no podía negar que tenía algunas características positivas: era un poeta, aficionado, pero poeta, e incluso se había aventurado en el periodismo. En su pasaporte todavía aparecía que se dedicaba a aquella profesión, a pesar de no haberla ejercido en años.
Siguió caminando, alejándose de la orilla del río Támesis, el famoso Big Ben y el antiguo edificio del Parlamento. Ante él apareció su oscuro edificio, con grandes ventanas que daban al callejón estrecho en el que jugaban gatos, perros, ratones y zorros. Su cabeza seguía funcionando sin parar, recordando esta vez su país y cómo había salido de él tras ha-cerse famoso por sus robos y otras actividades deleznables, fuera de las tradiciones de su gente.
Había decidido que Londres era la mejor ciudad para esconder sus secretos y vivir otra vida con una personalidad distinta, seguro de que nadie conocería su pasado despreciable. Al mismo tiempo, nadie en su país ni en su remota ciudad sabría sus secretos ni todas las acciones fuera de la ley que cometía. Había terminado así la relación entre él y su ciudad, su familia y sus amigos, no había absolutamente nada entre ellos. Por no saber, no sabían ni si estaba vivo o no.
Vino a Londres y se perdió en su masa deshumanizadora, empezó a vivir escondido y encubierto como el resto de los millones de personas refugiadas en esta capital mundial. Salió de su ensimismamiento para descubrir que no estaba lejos de la puerta del edificio en el que vivía con su anciana esposa. Antes de alcanzar la puerta un nuevo poema brotó de su mente: describía la desenfrenada noche de pasión que había tenido con su novia hasta altas horas de la madrugada. Esta novia suya se llamaba Kadi. Era de baja estatura, pero eso no le desagradaba, al revés, le gustaba, pues elegía intencionadamente a mujeres que no fueran guapas ni sexys. Si la mujer estaba gorda hasta el punto de provocar compasión y era fea no pasaba nada, las escogía así a propósito, no había lugar para la ca-sualidad en su elección. Lo hacía para minimizar sus propios defectos.
Por supuesto, en sus criterios para elegir mujeres no cabía el amor. A pesar de su pasión por la poesía y la música, no creía en absoluto en el amor romántico. Respecto al otro sexo solo creía en derribarlo y destruir su independencia. En su opinión, la mujer debería ser sumisa y dócil, sin voz ni oposición.
Gasan era consciente de que ninguna mujer que tuviera una pizca de belleza o inteligencia lo aceptaría. Su belleza, inteligencia o independencia se volverían armas arrojadizas contra él.
Rememoró la noche anterior, que había pasado con Kadi, y recordó toda la atención que le habían brindado ella y sus amigas cuando se había quedado a solas con ellas, el único hombre entre diez mujeres. Estar con ellas lo dejaba en una nube de felicidad.
Cuando quedaba con Kadi y sus amigas no tar-daba en contarles historias fantasiosas en las que se erigía como un héroe valiente y fuerte. La última había sido una en la que había rescatado a un gran grupo de chicas de las garras de la policía e inmigración, lo había conseguido gracias a que conocía personalmente al secretario de Estado de Migraciones y Pasaportes. Una parte de las oyentes dudaban de la veracidad de sus palabras, pero prefirieron no comprobarlas presionándole con preguntas complicadas para no herir sus sentimientos. Le dejaron seguir contando las historias y relatos increíbles en los que demostraba su destreza en muchos campos. Cubrirse de falsa gloria le ayudaba psicológicamente, eliminaba la ansiedad y las inseguridades que le perseguían.
Se detuvo por fin ante la pequeña puerta roja del apartamento, metió la llave en la cerradura, la giró y entró. La duda le hizo detenerse un instante, ¿se dirigía a la derecha, al dormitorio, o a la izquierda, al salón?
Resolvió dirigirse al dormitorio. Al entrar encontró el cuerpo exhausto de su esposa tumbado sobre la cama de metal oxidado. «Está agotada», pensó Gasan para sus adentros, mirando a Clara. «Durante el día no tiene más que problemas y estrés en el trabajo, después vuelve por la tarde para enfrentarse a otros problemas en casa causados por las peleas y las discusiones que tenemos».
«Soy un miserable» dijo, negando con la cabeza. Miró otra vez a Clara, sumida en un profundo sueño, ignorante de lo que pasaba a su alrededor y de lo que rondaba la cabeza de su marido. «¿Me la tiro? Es mi esposa, al fin y al cabo. Llevo años humillándola, años y años hasta que colapsó por completo y perdió toda personalidad e independencia, ya no es nada más que una mujer con la espalda doblada por la edad. Desde que la rompí es cobarde, servil y dócil. Ha aceptado su amarga vida conmigo, no podría cambiarla ni aunque quisiera».
«Quiero gritar para despertarla» murmuró para sus adentros. «Tiene que despertarse, soy su marido. Esta desgraciada… sí, esta vieja mujer europea mía es una desgraciada. Tuvo la mala suerte de que nuestros caminos se cruzaran. Si Clara fuera de personalidad fuerte no habría durado ni un día con ella. Tengo mucho cuidado y solo elijo mujeres sumisas y dóciles, por eso tengo una mujer fea, vieja y obediente como Clara y otra no menos fea como Kadi. No importa lo que haga, Clara no se separa de mí ni con agua caliente».
Ahí parado, sin dejar de pensar, empezó a pasar los ojos por la pequeña y ordenada habitación su-mida en la oscuridad. Todavía no había decidido si se acostaba con Clara o si le daba al interruptor para encender la luz a traición y que Clara se despertara sobresaltada y asustada. En ese caso, correría a prepararle una taza de café con la que despejarle la borrachera.
Otra opción apareció en su mente: dirigirse al salón e ignorar a Clara como siempre. Sabía bien que cuando no le hacía caso se volvía loca por él, más atenta a sus necesidades, aterrorizada por la posibilidad de perderlo. Por eso tenía buen cuidado de tratarla con crueldad, así ella se desvivía por conservarlo. Ya no la alababa, sino que la trataba de la forma más dura y cruel para garantizar que se quedara con él. Si no lo hiciera ya lo habría dejado a estas alturas y él la necesitaba, no podía vivir en Londres sin ella —o eso creía él. Temía que llegara el día que lo echara, ¿a dónde iría entonces? ¿Qué podría hacer?
No podía soportar la idea de perderla o que hu-yera de él, por eso había encontrado la forma de justificar la crueldad con la que la trataba: veía necesario humillarla, degradarla y burlarse de ella para que permaneciera bajo su mando. No había más opción para ella en este mundo.
Se dio cuenta de que Clara estaba en sus manos, no tenía escapatoria. Su mente voló al salón, rememorando su disposición habitual. Él se sentaba en el sillón grande situado junto a la pared occidental, con sus largas piernas extendidas. Al otro lado había una pequeña y vieja silla azul por la que el tiempo no había pasado en vano, ese era el asiento de Clara. Ambos muebles estaban dispuestos de tal forma que, cuando se sentaban en ellos, parecía como si ella estuviera de verdad sentada a sus pies. Para engrandecer su imagen de fuerza, Gasan pasaba con mano de hierro los canales incluidos en el pack cutre que venía en la suscripción a Radio Rentals de cinco libras al mes. Clara la pagaba con su sueldo, pero cuando veían la televisión Gasan cambiaba de canal según su vo-luntad, sin prestarle ninguna atención a ella ni consultar su opinión, como si él fuera el único espectador mientras ella le dirigía una mirada estúpida, sorprendida y asombrada cada vez que saltaban los programas y las imágenes ante sus ojos, incapaz de evitar que Gasan controlara los canales como quería.
A menudo, sentados en su disposición habitual, les entraban llamadas telefónicas. Clara estaba convencida de que quien llamaba era esa «chica bajita», cómo la llamaba, Kadi, una joven de labios carnosos y pecho grande. Gasan la había conocido dos años atrás y no había dejado de verla desde entonces. Clara sabía que Kadi no tenía ni idea de su existencia ni de que vivía en ese apartamento con Gasan, él nunca le había contado que estaba casado. Como él le daba esperanzas de casarse con ella lo perseguía por teléfono día y noche sin descanso, en cada llamada Clara escuchaba a escondidas el amor que se profesaban y un enorme incendio le abrasaba el corazón y los nervios. Aun así, no decía una sola palabra, ni se oponía a su amor por Kadi. Todo lo que deseaba era recibir, ella también, algún día, una ración de afecto y cortejo juguetón, que él se interesara algo por ella. Sin embargo, él era un rácano tacaño en ese aspecto y no le quedaba más remedio que seguir luchando contra el miedo y los celos aceptando todo lo que pasaba, a pesar del dolor que sufría, temiendo que, si se oponía, quizá la dejaría definitivamente y Kadi se apoderaría de él para siempre.
Clara sabía que la relación de Gasan y Kadi también estaba basada en el interés material. Él le cogía a la chica un cuarto del sueldo semanal y se lo gastaba en sus cosas: cigarrillos, vino y café, reduciendo la cantidad que antes desembolsaba Clara en solitario. Él solo ayudaba haciendo la compra de la casa.
Mientras aquellas imágenes luchaban en su cabeza borracha, atormentándola, Gasan seguía preguntándose si asaltar o no a su mujer dormida. Quizá dejaría el sexo hasta la mañana. Clara se despertaría y lo buscaría, esperando encontrarlo dormido a su lado, pero al no hacerlo se enfadaría y lo buscaría por todo el apartamento, sobre todo en el salón. La imagen de Kadi danzaría ante sus ojos, en ese momento empezaría a gritar llamándolo a voces sin que le importaran los vecinos ni molestarlos a horas intempestivas. Chillaría sin pensar. Lo llamaría a gritos: «¡Gasan! ¡Gasan! ¿Dónde estás, maldito? ¿A dónde te fuiste? ¿Dónde has pasado la noche? ¿Estuviste con ella, con esa zorra imbécil de Kadi? ¡Dímelo! ¿Estuviste entre sus brazos? ¿Qué te da esa puta que yo no pueda darte? ¿No recibes suficiente amor y estabilidad en esta casa? ¿Por qué traicionas así nuestros años de convivencia y amor? ¿O es solo sexo? ¿Eso es lo único que te da? ¿No te doy yo lo que quieres? ¿No ves que estoy lista para ti en cualquier momento? Soy más guapa que Kadi, Gasan». En este punto, se señalaría la cara y diría: «Mira la frescura de mis mejillas y de mi piel y el brillo de mis ojos. Ella no tiene nada de esto». Después se echaría a llorar.
Cuando diera con él se le pasaría un poco el enfado. Se dejaría caer sobre su silla habitual solo para recordar que se había levantado sin siquiera lavarse la boca para eliminar su aliento nocturno, el olor de los cigarrillos unido al de su respiración. Tampoco se había puesto la dentadura postiza, ni se había arreglado, delineándose los ojos secos y poniéndose máscara de pestañas. Se sentiría avergonzada y correría al baño para enmendar la situación, era fundamental aparecer ante él como una chica bella y soñadora. Sin embargo, para su desgracia, sabe que a sus ojos solo seguirá siendo una mujer vieja.
Cuando Clara lo buscaba a su lado en la cama y no lo encontraba porque había pasado la noche fuera de casa él tenía varios trucos que utilizaba para esquivar sus escenitas, como quedarse en el salón fingiendo que no había salido de casa en ningún momento la noche anterior, sino que se había quedado despierto escribiendo poesía, be-biendo vino y viendo la televisión. En realidad, él la temía, pero siempre la engañaba haciéndole creer lo contrario. Siempre lo lograba. Le aterraba que fuera una mujer con derechos. Incluso aunque no era inglesa sus derechos quedaban salvaguardados simplemente por vivir en Reino Unido, igual que los de las mujeres británicas.
Que ella disfrutara de los derechos de las mujeres británicas era una realidad contra la que no podía hacer nada. La situación le producía una continua angustia, sabía que, si la presionaba demasiado, si se pasaba de la raya, si aumentaba el abuso, el maltrato y la traición, ella podría ponerle una denuncia y terminar echándolo de casa, convirtiéndolo en un vagabundo. Eso era algo que intentaba evitar a toda costa.
La casa en la que vivían ambos era lo único que tenía, sus posesiones terrenales se completaban con un paquete de cigarrillos y algunas prendas de ropa. Tenía, además, unos cuantos brazaletes de oro y algunos aparatos eléctricos robados, pero todos estaban hipotecados en una tienda cercana y ahí seguirían hasta que fuera capaz de saldar su deuda.
Sentado tranquilamente en el salón se dedicó a examinar los muebles, ninguno de los cuales había comprado él, todos eran regalos de varias mujeres salvo algunos que eran robados. Aparte, el salón estaba lleno de cosas dispuestas sin ton ni son que no tenían ningún nexo entre ellas: ropa, papeles usados, cintas de vídeo, antigüedades baratas, souvenirs y copias de las obras más famosas de artistas internacionales como Constable, Leonardo da Vinci, Picasso y Rembrandt que le había comprado a los vendedores de Hyde Park.
Permaneció donde estaba a la espera de que Clara entrara, pensando de nuevo en la protección que le concedía la ley británica. Comenzó a maldecir y despotricar contra aquel país y su moderno sistema legal que les otorgaba a las mujeres mucho más poder además de la asistencia social, financiera y educativa que ya disfrutaban. Según él, esos derechos debían retirárseles y dárselos a los hombres.
En su país a las mujeres no se les permitía ni viajar sin el permiso previo de sus maridos o sus tutores legales —estuvieran casadas o no. En su opinión, esa ley protegía la familia y la sociedad como un todo, no la veía como una ley insultante que limitaba la libertad de las mujeres como hacían en Europa. La ley en Reino Unido le quitaba al hombre todos sus derechos en pro de la protección de la mujer. Las discrepancias en las leyes era una cuestión que lo asombraba, no conseguía encontrarle una explicación.
Por su parte, Clara estaba en el baño y, mientras realizaba su rutina de limpieza diaria, se preguntó: «¿Dónde estuvo anoche el caballero? ¿Dónde pasó la noche?».
Tan pronto como se hizo aquella pregunta empujó la puerta del baño con fuerza y salió con la cara torcida por una mueca de enfado. Se dirigió hacia donde estaba sentado con un zapato en la mano y, cuando llegó a donde se encontraba, empezó a pegarle con violencia en la cabeza y el pecho. Él se puso a aullar y gritar intentando detener los golpes que ella descargaba sobre él nerviosamente, la situación le hizo sentir débil, como si estuviera perdiendo su hombría ante ella.
—¡Cariño, para, por favor te lo pido! —le suplicó, ella se detuvo—. Tienes que creerme, no salí de casa, solo estuve en el sofá, viendo la televisión, escribiendo poesía y bebiendo el vino que trajiste del restaurante. Sí, hablé con Kadi, pero no mucho, lo necesario para intentar convencerla de que dejara de llamarme porque no puedo casarme con ella. Se lo dejé claro, te prometo que le dije eso así, créeme.
Le dije que iba a irme de Londres para siempre y que no debería quedarse sola —continuó—. Clara, tú y yo deberíamos ser realistas: a ninguno de los dos nos interesa que corte con ella. Sabes que es una importante fuente de ingresos para nosotros. —Gasan decidió dirigir la atención de Clara sobre aquel importante punto que se le habría olvidado.
Cuando Clara oyó «fuente de ingresos» se le abrieron los ojos, aquel asunto ciertamente le había desaparecido de la cabeza en el ataque de rabia. No quería perder esa fuente de ingresos, pues no quería que Gasan le volviera a pedir dinero.
Recordó que, en el pasado, había hecho un acuerdo con él, permitiéndole tener relaciones con otras mujeres a condición de que estas les proporcionaran un beneficio económico y que siempre fueran casuales y pasajeras.
Al principio había accedido reacia, pues eso marcó, en efecto, el inicio de una larga lista de infidelidades y se convirtió en uno de los pilares sobre los que se sostenía su matrimonio. Las aventuras de Gasan era algo que Clara ya no podía cuestionar si deseaba seguir siendo su esposa.
Dado que él se negaba a trabajar desde el comienzo de su matrimonio, ella debía seguir trabajando largas horas en un restaurante de lujo en un barrio rico.
Su mísero sueldo no bastaba para mantenerlos a ambos y comprar todo lo necesario para la casa. Daba igual todos los años que llevaba en ese restaurante, su salario seguía siendo ridículo.
Además, el trabajo era aburridísimo. Lo único que la salvaba del incesante tedio que sentía era una pequeña rendija por la que se asomaba de vez en cuando para echarle un vistazo a la sala en la que comían los clientes.
En la sala de este restaurante, a diferencia de la de muchos otros, no había sillas para los clientes, sino grandes sillones para proporcionarles una mayor comodidad. Delante de estos había unas mesas amplias y largas cubiertas con manteles blancos de auténtico lino irlandés, el centro de cada mesa estaba decorado con un florero en el que había rosas de pequeño tamaño dispuestas de forma exquisita. En la mesa, había cubiertos argentados de la reconocida marca francesa Christofle, y copas del cristal más puro, de la marca irlandesa Waterford Crystal. La disposición de la mesa se completaba con las servilletas de tela.
En la sala se respiraba calma, parecía ser una cualidad exclusiva a cierto tipo de personas. En cambio, en la planta baja del restaurante, donde ella trabajaba, todo era caos. Ollas y sartenes chocando y gente hablando a gritos, un ruido constante sobre el que se alzaba el vozarrón del jefe de cocina, el español Jorge, que no dejaba de regañar y chillar a los suyos. Todo esto le provocaba a Clara un interminable dolor de cabeza.
Jorge era un hombre de cabeza calva y perilla negra que brillaba en su rostro pálido. Trataba a los demás por encima del hombro y con gran autoritarismo.
Clara lo temía, así que se esforzaba en evitarlo. Cuando estaba cerca de ella clavaba la mirada en los platos y las ollas que estaba limpiando y evitaba así que sus ojos se encontraran con los del chef. Cada vez que tenía alguna oportunidad se asomaba a la rendija para ver lo que pasaba en la sala.
Lo que veía ahí se alejaba tanto de su realidad que Clara estaba convencida de que contemplaba un mundo de ensueño. En la sala, las mujeres vestían a la última moda con prendas de las firmas internacionales más famosas; sus cuellos, sus dedos y sus muñecas estaban decorados con joyas de precios astronómicos.
Por su parte, los hombres fumaban los puros más caros como exhibición del lujo. Su olor le llegaba a Clara mezclado con los aromas de perfumes carísimos, haciéndole saber que no podía entrar en ese mundo.
Ante la puerta del restaurante se detenían coches de alta gama, a su lado esperaban los conductores vestidos con uniformes azules y pesados sombreros negros.
Todo era brillante, ordenado, precioso y tranquilo. Prevalecía una atmósfera de armonía y buenos modales que envolvía el lugar, era un am-biente completamente distinto a su realidad y su vida con Gasan.
A Clara el ambiente de esta sala le parecía libre de preocupación y complicaciones. Ni siquiera los problemas sociales, políticos o familiares como los que vivía ella con Gasan, comunes también al resto de la gente, tenían cabida allí. Este era un lugar sin pobreza ni necesidades materiales, o así se lo ima-ginaba ella.
Los clientes, tal y como se lo parecían a ella, daban la impresión de no tener ni preocupaciones ni miedos. Para ellos todo era un paseo por el campo.
Clara había llegado a la conclusión de que esta gente estaba perpetuamente protegida de todo lo que sufría el resto de la humanidad, la razón de esta protección eterna era el dinero, que les concedía todo lo que deseaban.
El dinero les protegía del hambre y de la enfermedad, de todo lo que sufrían aquellos de la misma condición de Clara, que se multiplicaban por las calles de Londres.
La conversación matutina se terminó. Había empezado con su feroz ataque sobre Gasan, después había oído lo que tenía que decir sobre Kadi y acabó cuando él expresó su miedo a que le cortara el grifo.
Después de que Clara se fuera a trabajar Gasan siguió sentado en su sillón de siempre, mucho más tranquilo. A su lado había una mesa sobre la que reposaba un teléfono que representaba el objeto de mayor valor para él. Era lo más importante de todo el pequeño apartamento por una sencilla razón: estaba obsesionado con él hasta el punto de consi-derarlo parte de sí mismo. Clara no podía utilizarlo ni para llamar ni para responder llamadas sin su permiso previo.
Clara solo podía limpiarlo y devolverlo a su sitio, como hacía con el resto de las cosas que había en el apartamento, era su tarea. Además de eso debía pagar sus facturas.
A Gasan no le avergonzaba estar en paro y quedarse en casa mientras su mujer trabajaba y se ocupaba de pagarle todo lo que necesitaba. Su desvergüenza provenía de saber que Clara no era consciente de hasta qué punto la mangoneaba, lo que llevaba a que le guardara sus secretos. No re-velaba nada de lo que le veía hacer o le oía decir, pues él la había convencido de que la sociedad era una masa hostil, celosa de su amor y su armonía sin parangón. No debían darle a los demás la oportunidad de espiar su vida privada y la realidad detrás de las paredes del apartamento, su apartamento escondido y apartado de las miradas; muy, muy alejado de la vida pública.
En realidad, así Clara lo ayudaba activamente a perpetuar su mala conducta. Por ejemplo, cuando se lo encontraba por la calle hablando con un grupo de gente, intentando seducirlos y mentirles sobre algún asunto, no le hablaba y pasaba de largo. Incluso ocultaba que era su esposa para darle más oportunidades a la hora de mentir y engañar a los demás.
A menudo lo veía soltándole embustes a alguna chica para convencerla de su falsa posición social y sus inexistentes abundantes posesiones, o para convencer a alguien de sus habilidades y su dominio de algunas profesiones e industrias, hasta de la quiromancia.
En estas situaciones, Clara no intervenía para hablar con él, sino que lo dejaba tejiendo los hilos de su historia y creando su mentira con maestría.
Gasan sabía que mentía. Mentía porque quería conseguir un trabajo sencillo, el que fuera, y que le pagaran por él. Después de conseguir el dinero solía retrasarse con la fecha de entrega, los clientes terminaban dándose cuenta del lío en el que se habían metido y de que les sería imposible recuperar lo que habían pagado, así que abandonaban a Gasan.
Se puso a pensar en qué haría esa mañana, todavía tenía mucho tiempo por delante.
Se apoltronó y extendió sus largas piernas. Dirigió la mirada al viejo teléfono rojo que había a su lado.
—No sé qué haría de no ser por este teléfono —comentó sacudiendo la cabeza—. Puede que sea un aparato pequeño, pero es la fuente de la felicidad. A través de él llego a todo el mundo cuando quiera sin que el mundo sepa quién soy o dónde estoy.
Lo que más me gusta es que a través de él he encarnado un montón de personalidades: un comerciante, un ingeniero, un profesor y hasta un orador —continuó.
No había terminado aquella conversación interna cuando la idea de llamar a Kadi empezó a rondarle, ¿la llamaba o esperaba? A esas horas solía estar en casa…Todavía no se había decidido cuando el teléfono sonó. Presintió que era ella la que llamaba.
Dudó, ¿contestaba o dejaba que saltara el buzón de voz? ¿Lo cogía y colgaba? Si efectivamente era ella debía fingir que estaba molesto para que se arrepintiera de haberlo hecho enfadar la noche anterior, aunque, en realidad, solo salió de su casa fingiendo estar disgustado cuando no lo estaba. Lo hacía para tener tiempo de sobra para llegar a casa antes de que Clara se diera cuenta de que se había ausentado y pasado la noche fuera de casa mientras ella dormía.
Decidió dejar que saltara el buzón de voz, pero Kadi llamó una y otra vez. Él no respondió.
Finalmente, se movió. Se levantó del sillón y se quedó de pie unos minutos, pensando una vez más qué hacer ¿Se preparaba otra taza de café? ¿O se iba al baño y se tiraba en la diminuta bañera? ¿Se iba a dormir?
Tras sopesarlo decidió ir directamente al dormitorio. La habitación estaba a oscuras, no entraba un rayo de sol. Sus cuerpos solían descansar ahí, el suyo y el de Clara, después del sexo salvaje que practicaban.
Recordó lo distinto que era el sexo con Clara al sexo que practicaba con cualquiera de sus novias. Con Clara la operación empezaba primero con un juego de roles: el del señor y la criada. Seguían la fantasía capítulo a capítulo hasta llegar al momento en el que Clara, la criada, debía pedirle perdón a su señor, Gasan, por algo que había hecho y que había provocado su enfado. Como una simple disculpa resultaba insuficiente, él empezaba a reprenderla y burlarse de ella para empezar, luego la golpeaba con una fusta diseñada específicamente para ese rol que Gasan guardaba bajo la cama. Ella aullaba de dolor, le pedía perdón y que se apiadara de ella, pero él continuaba, indiferente a sus gritos, hasta que tenía bastante. Entonces le pedía que se subiera a la cama y recorría su cuerpo dolorido mordiéndolo sin cesar, dejando moratones y marcas rojas por todos lados. Por último, la penetraba con violencia y sin preocuparse ni un segundo por ella, hasta que perdía todas sus fuerzas y se quedaba tendido, resoplando como un toro recién salido del ruedo. Lo mismo hacía Clara. Sin embargo, cuando él se daba cuenta de que su cuerpo adolorido, viejo y herido descansaba al lado del suyo, la pateaba hasta tirarla al suelo y le ordenaba levantarse de inmediato para prepararle una taza de café solo y le trajera un vaso de whisky que le calmara los nervios exhaustos tras la pesada operación que había realizado y que lo había dejado sin fuerzas. A Clara no le queda más remedio que cumplir su voluntad, así que se levantaba sin rechistar. Por el camino tropezaba con la ropa de él, desperdigada por el suelo, de la que emanaba un olor a tabaco y a la comida que habían tomado a la hora de la cena. Clara se levantaba temiendo que él se enfadara y dejara de acostarse con ella para siempre.
El miedo a no poder convencerlo para que se acostara con ella era uno de los grandes temores de Clara y una continua fuente de preocupación en su vida, le producía un estado de perpetuo estrés. Consideraba el sexo uno de los temas más importantes en su vida matrimonial, pues era la única forma de contacto físico que había entre ellos, el contacto fuera del sexo era inexistente. Bueno, a excepción de cuando él le pegaba. Gasan no acostumbraba a besarla, abrazarla o acariciar cualquier parte de su cuerpo. Por ello, a pesar de su comportamiento violento para con ella, Clara lo prefería a que él le negara el sexo, a que le prohibiera su derecho lícito a ojos de Dios. Lo que acrecentaba sus ganas de acercarse a él era su atractivo, que que-daba reflejado en cada rasgo de su precioso rostro, y su complexión corporal simétrica y recta. Todo esto la hacía rogar por algo de cercanía con él, pegarse a él y, por supuesto, hacer el amor con él. Era su marido, ¿por qué se quedaba parada? ¿Por qué la hería con su seducción y no le daba espacio para disfrutarlo? ¿Por qué? ¿Por qué…? No tenía una respuesta a esa pregunta, pero se imaginaba que, tal vez, todos los maridos trataban de la misma forma a sus mujeres, por lo que la crueldad y la dureza de Gasan y su ininterrumpida aversión hacia ella no era nada rara. Como era su esposa debía aceptarlo sin expresar descontento, aguantar aquel trato, aunque fuera duro, cruel e inexcusable a ojos de los demás. Lo que tenía que hacer era acceder a los juegos de rol obscenos que le pedía realizar antes de hacer el amor, de los que salía herida y sintiéndose inferior y despreciada, se daba hasta asco a sí misma. La despojaba de todo, incluso su feminidad.
Todas las peticiones y su comportamiento durante el sexo no eran más que un deber conyugal que debía cumplir sin resistirse. Según ella, cada mujer que temía y obedecía a su Señor y marido debía cumplir con ello con total obediencia. La vida matrimonial también se sostenía sobre ese pilar, si no, no sería su esposa.
Gasan recordó que Kadi no sabía de la existencia de Clara ni de su vida conyugal, si lo supiera, se encendería un fuego abrasador en su interior, y quién sabe, quizá hasta lo dejaría, perdiendo él así la ayuda semanal que le cogía.
—Menos mal que ni Kadi ni nadie sabe que estoy casado y que vivo en este apartamento con una mujer. Todos los que me conocen están convencidos de que estoy soltero —se dijo.
Finalmente, puso la cabeza sobre la delgada y desgastada almohada. Al ser tan poca cosa se vio en la necesidad de coger también la almohada de Clara para levantarse la cabeza un poco más, luego miró el techo oscuro hasta que el sueño se lo llevó lejos.

 

 

 

 

Ghalya F.T. ‘Al Said, nacida en Omán, estudió en escuelas y universidades del Reino Unido culminando sus estudios con un doctorado en Relaciones Internacionales por la Universidad de Warwick. Ha centrado su actividad en la creación literaria, el arte e investigar sobre temas académicos. Escribe poesía tanto en inglés como en árabe y ha publicado cinco novelas en árabe: Sábira wa asila [Paciente y genuina] (2007), Sinin muba’zara [Años dispersos] (2008), Yunun al-Yaas [Locura sin esperanza] (2011) –cuya traducción parcial incluimos en este número- Saam al-intidhar [El tedio de la espera] (2016), Harat al- ‘uwar [La calle de las vergüenzas] (2019), todos ellos publicados por Dar Riyyad al-Rayyes, Beirut. Ha fundado el museo de arte moderno Ghalya que lleva su nombre y que se inauguró en Mascate en enero de 2011.
Ha participado en numerosos congresos celebrados en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Leeds, especialmente en las conferencias organizadas por la Asociación Británica de Estudios sobre Oriente Medio. Contribuyó con un capítulo en el libro The Arab Diaspora: Voices of an Anguished Scream (Routledge, 2006). En julio de 2008 fue invitada por la Sociedad Británica de Estudios del Medio Oriente en Leeds a participar en un congreso en torno al mapa de la emigración en Oriente Medio y África del Norte. Así como también es miembro del Real Instituto de Estudios Internacionales Chatham House de Londres.

 

Covadonga Baratech Soriano nació el 27 de enero de 1994, en Madrid. En 2012, Baratech comenzó a estudiar Estudios Semíticos e Islámicos en la Universidad Complutense de Madrid. Lectora voraz desde que era niña, enseguida quedó fascinada por la literatura árabe, así como el idioma, la historia y la cultura árabe y musulmana. Tras graduarse en la universidad, Baratech se especializó en la que era una de sus grandes pasiones: la traducción. Para ello, realizó el Curso de Especialista en Traducción Árabe Español de la afamada Escuela de Traductores de Toledo en los años 2016 y 2017. En 2018 comenzó su colaboración con la editorial Relee, dirigiendo una nueva colección especializada en literatura árabe contemporánea llamada Maktaba. En abril de 2019 se publicó la primera novela traducida por Baratech: La fortaleza de polvo: relato de una familia morisca, del escritor egipcio Ahmad Abdulatif. Su segunda novela traducida, Mercurio, del autor egipcio Mohamed Rabie, saldrá a la venta en septiembre de 2020.

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