Traducción de Antonio Martínez Castro
A medianoche, la luna llena pende del cielo, sujeta por hilos a las estrellas de alrededor. El viento arrecia y amaina jugando en el espacio libre entre el satélite y los astros. Tumbado en la estera, las manos bajo la cabeza, Nadim piensa que puede tomar la luna si extiende el brazo por completo. Traslada la mirada hasta dar con los cipreses que cercan el huerto; parecen enormes junto a los diminutos almendros. Es la primera noche que pasan a la intemperie. La calma del lugar no revela el miedo sufrido en los enfrentamientos que han tenido lugar de día en su aldea. La abandonaron y se refugiaron en el huerto de un pueblo cercano. Marcharon atemorizados llevando a la espalda la grave preocupación del día. Una vez en la finca, ninguno tuvo la fuerza de seguir soportando esa carga: se tumbaron a descansar para que el suelo sostuviera sus cuerpos por unas pocas horas.
El lugar está en calma. La paz que tanto amaba en el pasado ahora le produce alarma. Observa la luna de nuevo. Mantiene los ojos abiertos, deliberadamente, pues teme quedarse dormido de cansancio. Los cipreses se cimbrean con el suave soplo del viento y ocultan en su movimiento la luz de la luna. Aún con su imponente estatura, esos árboles son finos en comparación con el ciprés del patio de la escuela. Siempre lo vio solitario -parecido a él- en el centro de la hilera de pinos que envolvía el colegio. Cada vez que salía al recreo y lo observaba, se inquietaba. Temía que pudiese caérsele encima ya que el viento de su aldea, en lo alto de una colina, era de mucho ímpetu y estaba en agitación continua.
El ciprés de la escuela era como un polo magnético; comoquiera que se moviese, él lo miraba o, tal vez, fuese el ciprés el que lo miraba a él. Esa atracción por el árbol podía deberse a que eran similares. Ambos tenían un tronco grueso. Él era un niño corpulento, de hecho, su madre lo llamaba “osito dulce, más dulce que la miel” cuando lo acariciaba y le hacía cosquillas. Intentaba así protegerlo de los motes de plantígrado que le colgarían los niños del barrio y de la escuela, para que no se los tomara como un cuchillo clavado en el cuerpo, sino como un pinchazo de alfiler que le doliese sin dejar en él una cicatriz permanente.
Aquella era la primera noche que pasaban a la intemperie desde que abandonaron la aldea. En sus calles, por lo general en calma, se habían producido combates en medio de los alaridos de los aldeanos. No tenían un destino claro, él por lo menos. Cuando atravesaban pueblos vecinos, la excitación y el movimiento de otros campesinos habían precedido su huida. Quizá a causa del miedo no se dio cuenta de que su vida iba a cambiar para siempre desde aquel instante.
Sus padres decidieron que debían pernoctar en el huerto antes de proseguir rumbo a lo desconocido. Eran cuatro: sus padres, su hermana y él. El padre, tumbado a su lado, percibió al hijo absorto con los cipreses y también que el miedo se le había alojado en el corazón. Por ello, le dijo que los árboles se mueven de esa manera para espantar a quienes acechan el huerto desde lejos, mantenerlos a distancia, y así protegerlos a ellos. Se serenó al oír esas palabras, si bien no venció el miedo.
El padre se hundió en un silencio, insólito en él, más misterioso para el hijo que el mutismo de la noche de luna en un huerto desolado. Adoraba dormir en su regazo, abrazados, sentir su respiración, mientras contenía la suya para no eclipsar la de su padre. El sueño, fruto del agotamiento, lo atrapó en sus brazos. Los fuertes resuellos sonaban disonantes por surgir de la gargantita de un niño de apenas ocho años. A medida que avanzaba la noche, aumentaba el helor del viento cargado con la esencia otoñal.
Lo despertó una filtración caliente entre las piernas. Se palpó el pantalón y notó que estaba mojado. Abrió los ojos a la velocidad de un foco luminoso que se dispara de pronto al cruzar un cuerpo la oscuridad. Se incorporó, miró la estera y le pareció que también había empapado el pantalón de su padre. Hacía años que había dejado de orinarse en la cama. Se sintió muy avergonzado y no supo cómo ocultarlo. Se levantó y se alejó unos pasos de quienes dormían.
– ¿Qué te pasa, Nadim?
Lo estremeció la pregunta de su padre. Se volvió hacia atrás, tropezó con la sombra del padre a su lado y no se atrevió a levantar los ojos para mirarle a la cara.
– Este ciprés va a troncharse, a caérsenos encima y a matarnos…
Predijo y se calló. Rompió a llorar y le dijo a su padre: “Lo siento, te he mojado”. El padre le acarició la cabeza y repitió el movimiento como para retirarle del pelo los restos de vergüenza. Alcanzó la maleta, sacó unos calzoncillos y unos pantalones para Nadim, hizo lo mismo para sí mismo, e indicó al hijo que volviera a dormir, que les esperaba un largo día.
Por la mañana, el padre decidió dejarlos con la madre en el campo para ir a los pueblos cercanos; tal vez trajese provisiones, averiguase si había posibilidad de regresar y cuánto tiempo podían permanecer en la zona. La ilusión del retorno todavía no se había desvanecido en ellos. La ausencia del padre se prolongó. A su vuelta, ya el día se había escondido tras el manto de la noche y solo quedaba el recuerdo. No dijo gran cosa. Apartó a la madre y le dirigió unos susurros más tenues que el soplo del viento. Un sollozo abandonó el cuerpo macilento de ella, que se secó apresuradamente las lágrimas y volvió al grupo. Llegada la hora de dormir, la madre insistió en que el niño se acostase solo en la estera, para no mojar a su padre en caso de que repitiese la acción de orinarse encima a causa del miedo o el frío. Accedió con desgana a la solicitud y se durmió observando los cipreses que custodiaban el huerto cual centinelas.
Se despertó tras una noche cargada de ladridos en la lontananza. No obstante, el silencio de la oscuridad -en ese momento ni siquiera soplaba el viento otoñal- los hacía más próximos de lo que estaban. La luna se apagó, se ocultó tras unas nubes fugaces, y la desolación de la noche se hizo más negra en derredor suyo. Se palpó el pantalón y estaba seco, sintió un gran alivio. Miró la estera de su padre y la encontró vacía. Se puso a buscarlo y lo vio a cierta a distancia. Fue hacia él y, cuando lo alcanzó, oyó el jadeo de un llanto sofocado. La noche era pavorosa, ni el menor indicio de una ilusión a la que asirse. Permaneció en pie a sus espaldas. Era la primera vez que lo veía demacrado, acuclillado como estaba, combatiendo el sollozo que se le atragantaba en la garganta.
Volvió la vista a los cipreses que se erguían como divinidades al no agitarlos el viento. Nadim miró al cielo: parecía habérseles caído encima y que ahí arriba únicamente el plenilunio los amparara. Sintió que la luna llena, al dispersarse las nubes de repente, le iluminaba la cabeza con un halo de luz blanca.
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Ibtisam Azem, nacida en Taibe, es una escritora y periodista palestina residente en Nueva York donde trabaja como corresponsal del diario al-Araby al-Jadeed para cubrir en árabe las noticias de la Naciones Unidas. También es coeditora de Jadaliyya e-zine. Ha escrito dos novelas en lengua árabe: “El ladrón del fuego” (Sáriq al-nar, 2011) y “El libro de la desaparición” (Sifr al-ijtifá,2014) que ha sido traducida al inglés por Sinan Antoon (Syracuse University Press, 2019) y al italiano por Barbara Teresi (Hopefulmonster, 2021). En la actualidad prepara una colección de cuentos cortos.
Antonio Martínez Castro, traductor y profesor de lengua árabe nacido en Madrid en 1973. Obtuvo el doctorado en el Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid (2016) y un máster en Lengua Árabe y su Literatura en el Instituto de Letras Orientales de la Universidad Saint Joseph de Beirut (2009). Fue profesor de español como lengua extranjera en el Instituto Cervantes de Beirut (2005) y lector de español en la Universidad de Damasco (2006) y en la Universidad de Sana’a (2008). Desde el año 2010 es profesor de lengua árabe en la Escuela Oficial de Idiomas de Almería. Ha traducido Pájaros de septiembre de Emily Nasrallah, y Principio del cuerpo, final del mar de Adonis.