DIECISIETE TIPOS DE DOLOR, relato de May Telmissany

Traducción de Antonio Martínez Castro

 

May Telmissany

 

Tras cuatro cervezas Stella bien frías, se rompió la botella de J&B que yo había regalado a mi amigo y a la que él no quitó el ojo de encima en toda la noche.

Es más de la una y media de la madrugada y el restaurante cierra a las dos. Tengo la mente pesada, me muevo más lento de lo normal, aún así me pongo al volante, como cualquier valeroso conductor, y tiro hacia el barrio cairota de Heliópolis. Transito en modo crucero como si estuviese hipnotizada y los coches me pasan lanzados como flechas. Recuerdo más o menos el camino, el estado del firme y los cruces, no me detengo en los semáforos, ya que nadie lo hace, y llego a casa a las tres. Un tiempo récord en atención al estado de la conductora. Tras lavarme los dientes a conciencia, me acuesto a las tres y cuarto.

Lo último que recuerdo antes de dormir es que la velada acabó con el estropicio. El güisqui, que un golpe del destino desparramó a nuestros pies, me había costado ciento veinte libras egipcias. Mi amigo repetía desconsolado: «¡En la vida he roto una botella!». El camarero irrumpió en escena y dijo: «¿Qué le vamos a hacer? Son cosas que pasan». Me figuro al camarero, tras irnos dando tumbos, acuclillado bajo la mesa recogiendo el elixir divino bayeta en mano y estrujándola sobre un cuenco destinado a algún borracho de los que deambulan por el centro de la ciudad.

Al alba (en aquel momento no miré el reloj, sino que lo consultaría más tarde y, echando cálculos, colegí que debían de ser alrededor de las cuatro) me despierto al oír un grito. Me vuelvo de inmediato hacia el origen de la voz que proviene del dormitorio de mi madre.

«Ven, mamá»— La llamo. Por supuesto no viene. Vuelvo a llamarla. Me doy cuenta de que lo que estoy haciendo es similar a quien se despierta de una pesadilla creyéndose dormido. Salgo de la cama y arrastro los pies hasta la puerta. En ese preciso instante responde a mi segunda pregunta, la que le hago en duermevela: «¿Dónde estás?». «Estoy aquí» dice entre lamentos con timbre tembloroso.

La veo sentada en la butaca de la antesala junto a la puerta de su dormitorio con la ropa misma del día anterior. A su lado, el estable andador de cuatro patas cual garras de un grifo mitológico. Lucha con el dolor. Me saltan a la mente escenas de la serie siria que mi madre sigue con regularidad. «¿Shuuu? ¿Qué pasa?»—Le pregunto. «Un dolor horrible, horrible, tengo los huesos triturados y la tripa, pesada como una rueda de molino». «¿Y la inyección que venían a ponerte esta tarde?» «Me ha salido un moratón junto al pinchazo de la vez anterior y me duele. Tú, vete. ¡Duérmete, hija mía!, que ya estoy yo acostumbrada a esto».

Con el pijama rosa de satén, me detengo cabizbaja en el centro de la antesala.

La luz me molesta en los ojos y tengo la cabeza como un bombo: ¿Qué nos pasa? ¿Qué nos pasa? Habibi mío, ¿qué nos pasa? ¿Es ahora el turno de escuchar la música de Fairuz? ¡Qué poca vergüenza! ¿Y qué hago entonces con el dolor cual bloque gigante de espuma que se interpone entre mi madre y yo? Un bloque que no hay manera humana de romper: a veces siento remordimiento por haber salido dejándola a solas con los huesos molidos y, otras veces, una aflicción rendida en el corazón hace que me la imagine arrojándose desde el balcón de la quinta planta, igual que hizo Gilles Deleuze, pero desde el sexto. Tras cuatro décadas de negociaciones con el dolor, el bloque de foam lo ha absorbido. Pero mi madre cree en el destino divino y no hará nada que Lo enfurezca, allí, donde no existe el dolor, donde sólo hay montones de huesos a los que Él dará vida cuando ya estén carcomidos.

«¡Dame un vaso de agua y que Dios te lo pague!»

Un vaso helado de agua con gas para calmar el ardor de esófago. Olvidé que, además del dolor óseo, existen otros males intermitentes que aparecen y desaparecen sin lógica: ciática, artritis, lesiones de rodilla, hernia discal, la gota, pérdida de audición, síndrome del ojo seco, problemas cardíacos, tensión arterial alta, glucosa elevada.

Mi madre repite por enésima vez la lista de enfermedades y, al concluirla, dice: «Gracias a Dios». Al cabo, se acuerda de una dolencia que había olvidado y la añade con un tono que denota cierto orgullo por no haber perdido la memoria: «¡Ah!, y rigidez cervical». Paciente era, y aferrada a la vida.

Bebe la gaseosa y dice: «Duérmete, hija mía, no hace falta que te quedes, de verdad, vete a dormir». La abandono con sus pensamientos y enseguida oigo que dice: «¿o no os tengo dicho que nadie puede hacer nada para aliviar mis dolores? ¿Acaso no os tengo dicho que mi mal es más grande y voraz que todos vosotros? ¿Y quién lo lleva dentro? Yo, únicamente yo, moriré con él dentro porque convive conmigo. ¿Qué podéis hacer vosotros?, nada, nada de nada».

Las capas de foam se adhieren al bloque unas sobre otras. La resaca se ha esfumado definitivamente, aunque por supuesto no me aplique el consejo de mi madre y no vaya a dormir. Los quejidos me llegan desde la butaca junto a la puerta, la luz de la antesala está encendida y el dolor se instala como un pesado rímel en las pestañas de la noche.

La diferencia entre el cáncer de mi padre y las múltiples dolencias que mi madre enumera al completo cuando goza de buen humor (suele asegurar que son diecisiete tipos de dolor, cuando no se olvida de un par de ellos), es que el cuerpo de mi padre renunció a moverse en favor de no sufrir. La parálisis le anulaba las funciones orgánicas y se le fue reduciendo el apetito hasta que falleció. Mientras que mi madre sigue moviéndose —por ello da gracias a Dios— y se vale sola para ir al baño, se prepara la comida, grita, se queja cada noche y Lo impetra: «¡Ay, Señor! »

El volumen de las quejas aumenta ligeramente las noches en la que los hijos se van de parranda. Quizá la relación entre el dolor y las fiestas de los hijos sea una mera conjetura carente de soporte verificable. A menudo aguantaba gimoteando hasta la cita con la oración del amanecer.

Van a ser las cinco. Mi madre está adormecida en la butaca, ¿cómo voy a poder dormir así? ¡Dios piadoso!, no toleres que la llamada del almuédano la despierte. La casa está cercada por los cuatro costados con altavoces de mezquitas. Como es natural, la llamada a la oración la despierta y la fe la mueve a abandonar su asiento. Se levanta para hacer las abluciones y ve encendida la luz de mi cuarto. Me llama para interesarse por mí y se arrepiente en su fuero interno no vaya a haberme despertado. Sin embargo está tranquila, mi desvelo por ella de hace una hora la serenó y le aplacó el dolor al confirmarle que ella tenía razón: mi pesar es la prueba fehaciente de que su enfermedad existe. Hay que despertar a todo el mundo para que sea testigo de ese dolor maldito, y oculto: un daño palmario que no se manifiesta bajo la forma de un corte profundo con hemorragia, sino que emerge con la apariencia de llanto y de quejidos, y lo confirma el público que lo presencia.

Va a la cama después de haber rezado la oración del alba junto a la butaca de la antesala. Suenan más sus ruidos respiratorios. Por fin se duerme. Duerme, y el dolor con ella por un rato.

La voz del dolor prevalece sobre todo lo demás. Anula el efecto del mejor licor. Esto es lo que pienso mientras me esfuerzo en recuperar el sabor dulce de la reunión de ayer con mis amigos, tal vez aleje de la cama de mi madre el mal agüero de la muerte, y se pueda dormir.

Se me ocurre también, una vez disipada cualquier posible alteración que pudiera trastornar mi percepción, que mi madre necesita un vaso de vino diario. Pero, ¿cómo convencerla de que un poco ayuda a la digestión? Ella aborrece su olor y no quiere encolerizar a quien afirmó: «No os acerquéis a la bebida». Si bien otros dichos, de otras versiones, sostienen que nunca dijo eso. Lo que dijo y lo que no, todo un enigma para la humanidad. La gente no sabe más que lo que la religión le ha transmitido en su propio idioma, en ningún otro. Cada cual cree en lo que le ha sido dicho y rechaza lo que le ha sido dicho a otros. La cuestión del vino es uno de esos asuntos en los que se disiente a nivel global, urbi et orbi.

Si mi madre accediese, le daría un vaso de vino o, mejor aún, un vaso de güisqui que le mitigase algo el dolor. Total, el sabor es similar al del jarabe para la tos. Imagino que trato de convencerla, pero no se deja y cejo en mi empeño. Doy una cabezada.

Me vuelve a la mente la imagen de mi madre asomada a la baranda de piedra del balcón pensando en acabar para siempre con su dolor. Desiste de inmediato al imaginarse a sí misma precipitándose por el vacío. Le asusta volar. Le aterra predecir el golpe al estrellarse contra el suelo. Yo la animo: «No tengas miedo». En su lugar, yo estaría convencida de que ese dolor sin duda cesaría en seco. O él o yo.

Al bloque de espuma se le van sumando capas que me apartan kilómetros y kilómetros de mi madre. No la entiendo, nunca la he entendido. Grito: «¿Qué pasa, mamá? ¿Qué pasa? ¡Ven!», pero ni ella viene ni yo voy. Sus quejidos me despiertan de nuevo. «Ya estoy yo acostumbrada a esto»— dice llorando. Está acostumbrada, lo mismo que el Santo Job. A continuación se dice a sí misma mirándose al espejo «Dios te ayude», de camino a hacer las abluciones en otro amanecer interminable.

Oigo el canto de los pájaros proveniente de la plaza. Amanece. Tengo que dormir y dejar de prestar atención a los suspiros de mi madre.

De la colección de cuentos ‘ayn sihriya (Ojo mágico)
Al-dar al-misriya al-lubnaniya, 2016.

 

May Telmissany es profesora de cine y estudios árabes en el Departamento de Ciencias de la Información de la Universidad de Otawa, Canadá. Con anterioridad ocupó el puesto de directora del Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas, y fue miembro fundadora de la Asociación de Investigaciones y Estudios Árabes de Canadá (ACANS). Novelista, articulista y autora de numerosas obras académicas sobre el barrio en el cine egipcio y sobre el pensador palestino-estadounidense Edward Said, sus artículos científicos han sido publicados en inglés, francés y árabe en Francia, Reino Unido, Estados Unidos, Canadá y Egipto. Aborda un amplio abanico de temas sobre la teoría de los medios de masas, el cine y la representación de los barrios populares en las películas, la aparición del cine de autor, la producción de películas transnacionales, las contribuciones políticas de los intelectuales en el exilio durante y después de la revolución egipcia de enero de 2011, así como la influencia de las plataformas SVOD en los países árabes y francófonos. Tiene en su haber cuatro novelas y cuatro colecciones de cuentos, muchos de ellos traducidos a diversos idiomas. Ha ganado premios literarios en Francia y Egipto, así como ha obtenido la condecoración de Caballero de las Artes y las Letras de la República Francesa en reconocimiento a su labor literaria y académica.

Antonio Martínez Castro, traductor y profesor de lengua árabe nacido en Madrid en 1973. Obtuvo el doctorado en el Departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid (2016) y un máster en Lengua Árabe y su Literatura en el Instituto de Letras Orientales de la Universidad Saint Joseph de Beirut (2009). Fue profesor de español como lengua extranjera en el Instituto Cervantes de Beirut (2005) y lector de español en la Universidad de Damasco (2006) y en la Universidad de Sana’a (2008). Desde el año 2010 es profesor de lengua árabe en la Escuela Oficial de Idiomas de Almería. Ha traducido Pájaros de septiembre de Emily Nasrallah, y Principio del cuerpo, final del mar de Adonis.

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