UNA VECINA DE TÚNEZ, Dos capítulos de la novela, de Habib Selmi

Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán

Habib Selmi © Samuel Shimon

Ahora la veo todos los días, varias veces. Se llama Zahra, pero la mayor parte de los habitantes del edifico le dicen «Madame Mansur». Otros la llaman «la sirvienta» o «la tunecina», del mismo modo que a Madame Rodrigues, la señora que viene cada tarde a sacar los contenedores de basura a la calle, la conocen por «la portuguesa», o al señor González, que vive en un apartamento del quinto piso, como «el español».

Zahra se alegró cuando supo que otro tunecino, además de su marido Mansur y el hijo único de ambos, Karim, vivía en el mismo bloque. Pensaba que todos los inquilinos eran franceses. A mí me extrañó que dijera eso: mis rasgos indican con toda claridad que no lo soy. Cierto que no todos los franceses tienen el pelo rubio, la tez blanca y los ojos azules; hay muchos que, hasta cierto punto, parecen árabes. Pero aun así, hay una gran diferencia entre su aspecto y el mío.

Desde que supo que soy tunecino no volvió a hablarme en francés, idioma que había aprendido a base de convivir con los franceses. Lo hablaba con fluidez y lo pronunciaba de forma nítida, al contrario que la mayor parte de los inmigrantes árabes de su edad, en especial las mujeres. Utilizábamos el dialecto tunecino, salvo cuando coincidíamos con otros vecinos. No le parecía conveniente ni apropiado hablar delante de ellos en un idioma que desconocían.

La veía varias veces al día no tanto por vivir en el mismo edificio —había vecinos a los que no veía más que una vez al mes—, como por el hecho de que trabajaba de asistenta para una anciana de noventa años, apellidada Albert, que vivía en el primero, justo enfrente de mi casa. La distancia que separaba la puerta de mi casa y la de la señora no excedería el metro, algo habitual en estos bloques de viviendas típicamente parisinos. No era inusual que cuando salíamos madame Albert y yo al mismo tiempo de nuestros respectivos apartamentos, o llegábamos a ellos, se tocasen las bolsas y cestas que llevaba cada uno, o incluso las ropas.

Madame Albert vivía sola. Hija única, no le quedaban familiares próximos. Nunca venía nadie a verla salvo una amiga, de su edad. Más adelante, Zahra me contaría que su patrona tenía una relación de parentesco un tanto difusa con una señora que residía en Bruselas y a la que llamaba dos veces al año: una para felicitarla por su cumpleaños y otra para desearle un próspero año nuevo. Se contaba que le gustaban mucho los hombres y que había tenido una larga lista de amantes, pero nunca se casó. No le molestaba que la gente se dirigiera a ella como «mademoiselle» Albert en lugar de madame; sin embargo, nadie en aquel bloque lo hacía, por respeto. También, porque decirle señorita a una anciana de noventa años sonaba muy extraño.

Madame Albert necesitaba a alguien que limpiara la casa y, de paso, se ocupara de atenderla a ella: bañarla, cortarle las uñas, ayudarla a vestirse y acompañarla en su paseo por el barrio, que se obligaba a hacer una o dos veces al día. Y no encontró a nadie mejor que Zahra, la cual, además de educada y simpática, vivía encima de ella y por tanto, y más importante, podía atenderla en cualquier momento, incluso por la noche. Mi paisana, además, necesitaba trabajar porque Mansur, mayor que ella, estaba jubilado y Karim, que sufría una discapacidad física, se encontraba en el paro. Madame Albert le pagaba un salario elevado, a lo que había que añadir las pagas extras en las fiestas religiosas, como Navidad o el Id del Fitr y la celebración del cordero musulmanas. Madame Albert, a lo que parecía, era generosa. Y muy rica: algunos contaban que, además de este, tenía varios pisos por distintos barrios de París, todos ellos en alquiler.

Desde que la vi aparecer, Zahra y yo coincidíamos con cierta frecuencia, en el portal, el ascensor o en las escaleras, delante de los buzones o en el patio interior, donde se guardaban los contenedores. En un principio pensé que trabajaba en alguna casa y que por eso la veía tanto. Al fin y al cabo, los franceses solían contratar a asistentas árabes. Siempre me saludaba, y me dio la impresión de que trataba con la misma amabilidad al resto de inquilinos. En ocasiones me preguntaba la hora o hacía algún comentario sobre el tiempo, siempre tan inestable, los contenedores o el cartero.

En menor medida veía asimismo a Mansur y Karim, pero desconocía que fueran su marido e hijo respectivamente. Pensaba que venían a la consulta del médico, muy concurrida por otra parte, que había en la segunda planta. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que aquellos dos, con los que no había cruzado palabra, vivieran con Zahra y menos en este edificio.

Cuando supe que vivía allí lo primero que me pregunté fue: ¿cómo alguien que trabaja en el servicio doméstico con un marido jubilado y un hijo desempleado puede permitirse un alquiler en un lugar como este, construido según los cánones del elegante estilo Haussmann, sito para más señas en uno de los barrios nobles de París? Al principio, pensé que vivía en un piso pequeño y estrecho, o en una de esas habitaciones llamadas «cuartos de servicio» que hay en la última planta y en las que, antiguamente, dormían las limpiadoras del hogar. Pronto descubrí, sin embargo, que su vivienda no se hallaba arriba del todo sino en el quinto piso, y que era exactamente igual a la mía y a la del resto de apartamentos. La misma superficie e idéntica distribución. Me quedé aún más intrigado al confirmar que el piso les pertenecía, a ella y a su marido. Nada de alquiler.

Mi mujer, Brigitte, francesa, y yo teníamos una situación económica desahogada, boyante podríamos decir. Después de completar  la licenciatura en Francia, adonde vine para cursar mis estudios universitarios, conseguí una plaza de profesor de matemáticas en una universidad pública del área de París. Disfrutaba pues de un sueldo más que respetable y un trabajo fijo, a resguardo del fantasma del paro que tantos estragos había causado en los últimos años. Brigitte, por su parte, trabajaba desde hacía mucho tiempo en la sucursal de uno de los principales bancos de España, cuyo idioma conocía a la perfección porque lo había estudiado en la universidad. Nuestra familia era muy reducida: ella, yo y nuestro hijo Sami, el cual ya no vivía allí. Nada más al terminar la carrera, se colocó en una empresa de las grandes y se independizó. No nos gustaba derrochar y habíamos ahorrado bastante. Y con todo, cuando decidimos adquirir este piso, tuvimos que pedir un préstamo hipotecario, cuya cuota mensual supone al menos un cuarto de los dos sueldos juntos. ¿Cómo habrán podido Zahra y su esposo comprar el suyo?

Una cosa más me llamó la atención: los árabes suelen pertenecer a una clase social humilde y no instruida, y, por lo tanto, escasean en los barrios parisinos más pudientes, poblados mayoritariamente por franceses. Hasta los que disponen de posibilidades materiales óptimas raramente se asientan aquí.  Por lo general, los árabes se distribuyen por los suburbios y las ciudades de extrarradio, donde conforman sus propias comunidades, lo cual entorpece que aprendan bien el francés pero, a la par, amortigua su exposición  al racismo. Allí disponen de sus carnicerías halal, colmados y fruterías convenientemente surtidos de productos autóctonos, a precios asequibles en comparación con los de París.

Además de todo eso, me preguntaba por qué se habrían resuelto a permanecer en Francia una vez jubilado Mansur. La mayoría de los emigrantes tunecinos retornaba a su país, donde, con el fruto de sus ahorros, se construían una casita en un lugar tranquilo, abrían un negocio o se compraban un terreno de labranza. De este modo, pasaban los últimos años de su vida, relajados y felices, una merecida jubilación tras tantos años de fatiga y privaciones en el extranjero. Morían rodeados de sus seres queridos y descansaban enterrados en los pueblos y ciudades que los vieron nacer.

—No es asunto tuyo.  A ti, ¿qué te importa? —me preguntaba Brigitte en son de reproche cuando le trasladaba mis disquisiciones. Esperaba que ella sí tuviera una explicación.

Mi mujer no era tan curiosa como yo, la verdad. Muy pocas veces se interesaba por lo que pudiera pasar en el edificio y solo hacía referencia a algún vecino cuando había algo que le molestaba en particular, como los ladridos del perro de la señora del segundo, que vivía con su anciana madre y la cual, decían, nunca se había casado, lo mismo que Madame Albert.

He de reconocer que desde que comencé a interesarme por Zahra y su familia me aficioné a dejarme llevar por la imaginación. En ocasiones, se me ocurrían historias novelescas y extrañísimas sobre ella y su marido que al menos servían para saciar mi curiosidad o parte de ella. Sin embargo, los datos y noticias que, a fuerza de observar y preguntar, conseguí recopilar me permitieron hacerme una composición de lugar veraz de la realidad de aquella familia y pusieron punto y final a las elucubraciones.

Mansur había venido durante la época en que Europa en general y Francia en particular abrían las puertas a la mano de obra extranjera. No había desempleo y los inmigrantes podían encontrar trabajo con facilidad. El racismo no estaba tan extendido como hoy en día. Trabajó durante unos años en el sector de la construcción, y, gracias a un golpe de suerte, le ofrecieron un puesto de operario en la famosa fábrica de coches de Renault, donde se jubiló. Algunos rumores apuntaban que, al principio, bebía mucho y tenía un carácter violento; y que frecuentaba los ambientes de prostitución y drogas. Pero todo eso cambió cuando conoció a Zahra y se casaron. Al cabo de unos cuantos años había ahorrado una buena cantidad. Con esta, y la ayuda de un pequeño préstamo avalado por la Renault, pudo comprar el piso, hace más de treinta años. Por aquel entonces, el barrio no era tan próspero como hoy y el mercado inmobiliario estaba en recesión. El edificio mismo se hallaba en una condición de semi abandono. Años después lo rehabilitaron, hasta dejarlo en su estado actual, mucho más lustroso. Y fin de la historia.

En cuanto al porqué de su permanencia en Francia tras la jubilación de Mansur, la razón debe buscarse en primer lugar en la tara física del hijo, que recibía tratamiento periódico y gratuito en el principal hospital de Francia. Además, recibía un subsidio mensual y varias ayudas a cargo de la seguridad social francesa, lo mismo que Zahra, por desempleo en su caso. Por supuesto, si regresaban a Túnez quedarían privados de todo eso.

Desde que Zahra le contó que soy tunecino, Mansur comenzó a saludarme siempre que nos cruzábamos en la entrada del edificio. Antes, se limitaba a mirarme sin decir una sola palabra; o de vez en cuando, movía la cabeza muy ligeramente, tanto que yo apenas lo percibía. Un gesto que a mí siempre me resultó ambiguo: no sabía si implicaba un saludo o una reacción de sorpresa por verme. Esto último bien podía ser, porque muy rara vez coincidíamos. Él salía muy poco, y si lo hacía, a unas horas distintas a las mías.

Zahra se preocupaba mucho por su aspecto externo; Mansur, sin embargo, vestía siempre de forma descuidada, con ropas viejas y desfasadas que además le quedaban grandes y contrastaban con la delgadez de su cuerpo. No se afeitaba ni se peinaba casi nunca, pero lo que más me llamaba la atención era que no calzaba zapatos sino playeras o zapatillas de andar por casa. Tampoco llevaba calcetines, ni siquiera cuando hacía frío.

La mayor parte de los propietarios lo miraban con extrañeza, porque estaba mal visto que uno saliera de su vivienda en ese estado de desaliño, por mucho que fuera para ir al pasillo o al rellano y volver. Hasta Brigitte hablaba alguna vez del caso de «Monsieur Mansur», como lo llamaba —en Francia siguen fieles a la costumbre de anteponer el «Monsieur» a alguien que no conocen bien, aunque se trate de un vagabundo, ladrón o criminal; nunca acabo de acostumbrarme a ella.

Como éramos paisanos, mi mujer me hacía preguntas sobre él, en la creencia de que yo sabría responderlas. Sin embargo, yo me formulaba los mismos interrogantes y no tenía ni idea de cuál podría ser la respuesta. ¿No se había dado cuenta de que los vecinos lo miraban con gesto de extrañeza? ¿Por qué no se peinaba nunca? ¿No sentía frío cuando se paseaba por allí en chanclas? Pero lo que más me desconcertaba: ¿cómo permitía Zahra que saliera de casa con esa facha?

Karim se parecía a su madre,  en lo físico y en la forma de ser. Se preocupaba por su aspecto externo, siempre atildado, con los zapatos lustrosos, vestido con ropas más bien clásicas para alguien de su edad, que yo suponía por encima de los veinticinco. En apariencia, nada hacía pensar que Mansur fuera su padre. Resultaban tan distintos que llegué a plantearme si no sería fruto de un matrimonio anterior de Zahra.

Él también me trataba de otra manera desde que su madre le había informado de que yo era tunecino. Pasó a saludarme con una afabilidad que no solo se reflejaba en la amplitud de su sonrisa sino en el empeño que ponía en estrecharme la mano. Cojeaba un poco, debido a la invalidez que sufría, pero en cuanto me veía echaba a andar con tanta celeridad que yo temía que perdiera el equilibrio y cayera al suelo. Por eso trataba de apresurarme hacia él, con el objeto de ahorrarle el trayecto. Para mi desconcierto, después de darme la mano, se quedaba en silencio, evitando mirarme a los ojos, acogotado por la timidez. Eso me hacía sentir, a veces, muy incómodo. Por fortuna, aquellos encuentros no duraban más que unos cuantos segundos. No sabía qué pensar, porque Karim, de lejos al menos, parecía un joven normal y corriente, como la gente de su edad. Durante un tiempo llegué a suponer que padecía algún tipo de deficiencia mental además de la física.

II

Me sobrevinieron sentimientos contradictorios cuando descubrí que otros tunecinos vivían a solo tres pisos de distancia para más señas. Lo primero que experimenté fue alivio, porque llevaba mucho tiempo relacionándome únicamente con franceses, debido a mi situación familiar y laboral. Por supuesto, me juntaba con algunos amigos tunecinos. A varios incluso los había conocido aquí; sin embargo, desde que me fui a vivir con Brigitte y tuvimos a nuestro hijo, aquellos encuentros se habían ido espaciando, hasta convertirse en esporádicos. La edad también hizo lo suyo. Con los años las cosas cambian. Y mucho. Dos habían fallecido; y un tercero se había arrojado a las aguas del Sena, en estado de ebriedad. Se acababa de divorciar de su esposa, también francesa. La mayor parte del resto había regresado a Túnez para no volver nunca: no soportaban la frialdad del clima —y de la vida— en Europa.

Una vez tomada la decisión de instalarme en Francia, recién terminados mis estudios universitarios, me sumergí por completo en un entorno genuinamente francés. Me propuse comportarme como uno de ellos, lo que me facilitó mucho las cosas a la hora de establecer una relación sólida con quien sería mi futura esposa así como con las nuevas amistades francesas y los compañeros de trabajo. Al tiempo, dejé de ir tan a menudo a Túnez. Comencé a pasar las vacaciones de verano en otros sitios, sobre todo en España. Ni a Brigitte ni a nuestro hijo les gustaba Túnez en verano porque hacía mucho calor, había bodas ruidosas y estridentes a todas horas, las playas estaban sucias y los mosquitos no te dejaban nunca en paz. Otro motivo: mis padres, a los que solía visitar en el pueblo, habían muerto hacía ya mucho tiempo. Solo me quedaba en Túnez una hermana, mayor que yo, residente en una aldea pequeña en mitad del campo, de difícil acceso; y mi hermano pequeño, que vivía en Nábul y cuya esposa no me tragaba. Decía que yo era altanero y, además, tenía celos de Brigitte. Se negaba incluso a llamarla por su nombre e insistía en dirigirse a ella como la «ghawiriyya», una palabra que significa algo así como forastera. Como si se tratara de una perfecta «extraña».

Me sentía aliviado, sí, pero también turbado y azorado, porque aquella familia no pertenecía a mi nivel social y cultural y, a decir verdad, daban una imagen poco favorable de los tunecinos. Cierto que Zahra se comportaba siempre con urbanidad y cortesía pero, al fin y al cabo, no dejaba de ser una sirvienta. Todos los vecinos sabían que trabajaba limpiando casas y atendiendo a personas mayores. El marido, por su parte, iba de aquí para allá hecho una facha y se comportaba de manera extraña. O al menos así parecía a simple vista. Y el hijo estaba en el paro y padecía una disfunción física.

Por ello, en un principio intenté que mi contacto con los miembros de la familia se redujese a la mínima expresión. No mostraba entusiasmo ninguno cuando me topaba con ellos y, si me dirigían la palabra, me limitaba a hablar de generalidades. Les saludaba, dentro de los márgenes de la buena educación, sin ir más allá, pues tampoco quería que sospechasen que no quería juntarme con ellos desde que había descubierto su procedencia tunecina. A decir verdad, muchos emigrantes tunecinos se comportan de esta manera con sus paisanos. Así estuve unos cuantos meses, durante los cuales conseguí dominar mi turbación, hasta cierto punto, y desembarazarme de esa sensación de vergüenza e incomodidad que me asaltaba al principio.

Poco a poco, no obstante, fui cambiando. O, mejor dicho, Zahra me hizo cambiar con su inteligencia y su paciencia. Sin duda, se había percatado de que me costaba pararme y cruzar unas palabras con ella y, sin embargo, siguió tratándome con la misma deferencia y amabilidad de siempre. De ese modo, no tuve más remedio que convencerme de que aquella mujer disfrutaba de numerosas virtudes que, a la fuerza, debían suscitar la admiración de quienes trataban con ella, incluidos los franceses a los que no les gustaban los árabes.

Al cabo de unos meses, nuestra relación pasó a una etapa que podríamos calificar de decisiva. Fue entonces cuando adopté una decisión de la que no me arrepiento. No volví a llamarla, cuando intercambiábamos alguna palabra, «Madame Mansur», como acostumbraba el resto de vecinos, sino Zahra, tal y como hacía también Madame Albert, la única, o eso pensaba yo, que se dirigía a ella por su nombre de pila. Sé que la llamaba así porque, en ocasiones, la encontraba en el pasillo de nuestro piso, o en el portal, y me preguntaba si la había visto, a “Zahra”.

Por descontado, le consulté a ella si le importaba que me tomara tamaña familiaridad. En absoluto, me respondió, incluso me dio las gracias. Yo di un paso más y le pedí que me llamara por mi nombre de pila, si a ella no le resultaba incómodo. Llámeme «Kamal», mejor que «Monsieur Ashur» —o «Si Ashur» en su versión tunecina—. Sonrió y no dijo nada, pero siguió dirigiéndose a mí por el apellido. Resultaba obvio que no le parecía conveniente tomarse tantas familiaridades.

Sabía perfectamente que llamar a las sirvientas por su nombre de pila suponía eliminar, o reducir al menos, la distancia que, se supone, debe separar al señor del criado. Cuando se concede tanta confianza puede ocurrir que la servidumbre se tome demasiadas libertades y se extralimite, lo cual ha de derivar en situaciones muy desagradables. Cierto, Zahra no servía en mi casa sino en la de Madame Albert, pero eso no cambiaba nada. A fin de cuentas, se trataba de una criada. Todo el mundo lo sabía. Ahora bien, Zahra se lo merecía. Con creces.

No me contenté con eso. Un día que Brigitte y yo teníamos una sintonía especial, le argumenté la conveniencia de que hiciera lo mismo. Rechazó la propuesta de forma tajante. Molesta, arguyó que no podía llamar por el nombre de pila a alguien que apenas conocía y con quien no compartía nada. Explicó que la educación que había recibido, y los usos sociales que había adquirido como francesa, no se lo permitían; al contrario, se trataba de algo irrespetuoso y ofensivo para una persona con la que no mantenía ninguna intimidad. No hubo manera de hacerle cambiar de opinión, ni siquiera cuando aduje que Zahra no era francesa y que las costumbres y usos árabes en este aspecto diferían mucho. Más aún, llamar a alguien por el nombre de pila se consideraba un ejercicio de buen gusto y educación.

—Te recuerdo que no estamos en Túnez o Marruecos; esto es Francia —repuso con cierta frialdad.

La primera vez que Zahra me habló en árabe deduje que había nacido en el sur. Conozco muy bien el dialecto de los sureños, porque la mayor parte de los dueños de las fruterías y panaderías del barrio en el que estuvimos viviendo antes procedían de allí. No iba mucho a esas tiendas, la verdad, no sólo porque algunos tenderos árabes te timaban a la más mínima ocasión, sino también porque Brigitte pensaba que no respetaban las normas básicas de higiene y salubridad. Aun así, me pasaba por ellos de vez en cuando, con el objeto de comprar dulces orientales que, para evitarme la reprimenda de mi mujer, me comía en la calle antes de subir a casa.

Nuestras conversaciones en árabe no se cir cunscribían al tiempo, como en los primeros meses, los horarios del cartero o los buzones llenos de propaganda. Ahora charlábamos, durante los minutos breves que duraban nuestros encuentros, sobre asuntos variopintos: el trabajo de ambos, el paro en general, el alza de los precios, las enfermedades, la seguridad social, el transporte público de París y, sobre todo, la situación en Túnez y sus viajes en verano a ver a la familia. Unos desplazamientos gozosos y reconfortantes a pesar de las malas maneras de la policía en el aeropuerto de Cartago o los controles exhaustivos e irritantes que te hacían pasar en la aduana del puerto de La Goulette. Conversábamos sobre esto y aquello, pero nunca hacía mención a su esposo e hijo. Yo tampoco le preguntaba; en verdad, no tenía gran interés en ellos, lo cual no significa que me cayeran mal, ni mucho menos. Solo que a mí la única que me importaba de aquella familia era Zahra.

En ocasiones, aprovechaba su amabilidad para satisfacer mi curiosidad. Al fin y al cabo era la primera vez que podía intimar con una paisana emigrante que, además, accedía a hablar de sí misma con cierta libertad. En París abundaban las mujeres tunecinas que habían venido con sus esposos y circulaban por tiendas, calles, parques y estaciones de metro; pero no resultaba sencillo entablar conversación con ellas. Ni yo sabía cómo iniciarla ni ellas tenían motivo para sentirse inclinadas a hacerlo. De hecho, cruzar unas palabras con una mujer árabe que no conocías de nada, así, por las buenas, podía resultar problemático. Un día, en el metro, vi a un adolescente francés, cuyo aspecto permitía deducir que se trataba de un alumno de secundaria, preguntarle la hora a una mujer velada sentada enfrente. No respondió. Pero lo sorprendente fue que, de repente, el hombre que iba sentado al lado de aquella, argelino según pude deducir por cómo pronunciaba el francés, lo reprendió vivamente. «No está bien hablar con una mujer que no conoces ni es familiar tuya», le vino a decir.

He de reconocer que el deseo de conversar con Zahra no se debía solo a un impulso de curiosidad. Había más, una sensación que en un principio no era capaz de precisar pero que, poco a poco, me resultó nítida. Tenía ganas de mantener relaciones fluidas con una mujer árabe. Me había casado una sola vez, con una francesa, y nunca había convivido con mujeres árabes, más allá de relaciones esporádicas con algunas compañeras de la universidad en Túnez, antes de emigrar a Francia. Y he aquí que, ahora, en una edad ya avanzada, me veía atraído por el mundo femenino árabe, del que no sabía casi nada. Durante años había tenido la impresión de vivir completamente al margen de ese mundo, en especial desde que me casé con Brigitte. Ahora, gracias a Zahra, tenía la oportunidad de subsanar esa carencia y acceder a sus secretos.

Por otra parte, aquellos encuentros me ofrecían la oportunidad de retomar el árabe,  el dialecto tunecino en concreto. Solo utilizaba el francés, el cual, por cierto, dominaba a la perfección. Uno de mis motivos de orgullo era saber que lo hablaba tan bien como los franceses mismos. Brigitte daba fe, mostrándose asimismo orgullosa de mi logro, máxime cuando, sostenía, la inmensa mayoría de los no nativos seguían arrastrando, por muy fluidamente que lo hablasen, un fuerte acento extranjero. Nunca, sin embargo, había renunciado al árabe, convencido de que era una de las pocas cosas que me mantenían unido a la cultura de la que procedía. Al contrario que la mayoría de mis compatriotas tunecinos, que lo consideraban un idioma muerto y ajeno a la modernidad, donde la tecnología y las ciencias ocupan un lugar preferente, yo pensaba que radiaba hermosura y vitalidad. Mi admiración creció cuando hojeé varios libros de matemáticas y física en árabe, en especial el Libro del álgebra de al-Jwarizmi, y el Manual de minerales y piedras preciosas de al-Biruni. Di con ambos, por casualidad, navegando por internet. Tales descubrimientos avivaron en mí la pasión por la lectura en árabe. De hecho, me hice con un buen número de novelas. Pero una cosa es leer y otra hablar. Y ahora tenía la oportunidad de recuperar también la cadencia del dialecto tunecino. Pronunciarlo, descubrí, me proporcionaba un placer sublime; emitía las palabras con gozoso detenimiento, me paraba a escuchar el eco de las frases, las veía salir, fogosas, de mis labios. Antes tenía que hacerlo en soledad, conmigo mismo, en voz alta, en el baño, el servicio o la cocina. Una vez, en el salón, sin darme cuenta de que Brigitte andaba por ahí, me imaginé que estaba en compañía de un viejo amigo tunecino y abordábamos un asunto de gran importancia. Me entusiasmé tanto que comencé a decirle algo en voz más alta de lo normal y Brigitte me oyó. «¿Ahora hablas solo?», me preguntó extrañada. «Te aconsejo que le consultes a tu médico la próxima vez que vayas a verlo. A lo mejor es una señal de que empiezas a chochear».

Me percaté de que Zahra también se sentía a gusto con nuestras pláticas en dialecto tunecino. Ella sí tenía en casa con quien utilizar su idioma materno; deduje por tanto que se había dado cuenta perfectamente de cuánto disfrutaba yo con ellas. Había una segunda razón, pensé. Yo no pertenecía al ámbito social al que estaba acostumbrada. No todos los días se puede intercambiar impresiones con un compatriota convertido en profesor universitario y casado con una francesa, el cual, por añadidura, escucha con atención. Parece que esto le producía orgullo y reforzaba su autoestima. Y yo me sentía complacido de constituir la causa principal de ambas cosas.

 

 

 

 

 

Al-Ishtiyaq ila al-yara

Publicado por dar al-Adab, Beirut, 2020

ISBN: 9789953896717

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