Secretos, relato de Mohammed al-Sharekh

Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán

Mohammed al-Sharekh

 

Gitanos. Oí la palabra por primera vez en boca del alfaquí Yásim al-Ahmadi, a cuya casa de campo nos había enviado nuestra familia a pasar el verano a mí, que tendría diez años por aquel entonces, y a mi primo Sáleh, unos diez meses mayor que yo. Nos daba clases de refuerzo de lengua árabe y, de paso, nos contaba historias que nos entretenían mucho. Sonaba   como un locutor de la emisión en árabe de la BBC, con su rostro bonancible y su voz diáfana, contándonos al amanecer, a nosotros dos y a otros muchachos de nuestra edad, sobre los grandes generales de las conquistas musulmanas como Jálid ben al-Walid y Saad ben Abi Waqqás, los versos épicos de al-Mutanabbi o los magníficos y elocuentes discursos de los árabes de antaño. También, nos salmodiaba las azoras del Corán, con pausas, ritmo y prosopopeya, en especial la azora de al-Rahmán, El Clemente. Llenos de piedad y contrición escuchábamos cómo recitaba la aleya de «¿Y cuál de las señales de vuestro Señor desmentís?», ardiendo en deseos de comparecer ante Aquel que todo lo perdona, el Misericordioso, junto al azufaifo del confín. Rezábamos con él la oración del mediodía, la tarde y la noche; no nos despertaba para la de la madrugada. La del ocaso solía coincidir con el tiempo de recreo y solaz y no nos insistía para acompañarlo. Al contrario, salía a vernos con rostro risueño y nos preguntaba quién había ganado.

Le pregunté quiénes eran, los gitanos. Me dijo que existían desde siempre, nómadas, no había entre ellos ricos ni pobres e iban de un sitio a otro, bailando y cantando; también se les tenía por descuideros y aficionados al robo de cosas de poco valor. Pero jamás se les había acusado de atracos con violencia, asesinatos o violaciones. Así vivían desde tiempos inmemoriales; y estaban conformes con su modo de vida, multiplicándose y expandiéndose por los cuatro puntos cardinales. Allá donde quisiera que fueras te los acababas encontrando, tarde o temprano; y si quisieran, tendrían una patria, una nacionalidad y una religión, pero no querían nada de eso. Así los había creado nuestro Señor y así seguirán hasta el Día del Juicio Final, sin meterse en guerras con nadie ni atesorar inmuebles ni fundar comercios o dedicarse a construir bombas atómicas. Bailaban, cantaban, se reproducían y tan contentos. De aquí para allá, sin un destino fijo, trotamundos, felizmente descarriados. La sal de la vida. Rústica y fútil pureza.

Oímos decir a los dos hijos del ulema, mucho más mayores que nosotros, en la veintena quizás, que los gitanos no tardarían en volver a esta zona. Sáleh y yo dormíamos en la misma cama, en el patio de la casa, cerca de donde aquellos tenían su lecho, cada uno el suyo. Nos recogíamos a eso de las nueve o las diez, bajo los árboles, envueltos en una mosquitera blanca que cerraba el paso a los insectos pero permitía el flujo de aire fresco y la iluminación de las estrellas y la luna. Mi primo y yo éramos, por naturaleza, curiosos e inquietos y por eso ardíamos en deseos de que los gitanos aparecieran por aquellos lares antes de que terminara nuestra estancia. Nos pasábamos las noches con el oído alerta, contando las estrellas, pendientes no obstante de cualquier música o canción que pudiera sonar gitana. Los hijos del shaij no se acostaban hasta pasada la medianoche; su padre y el resto de los miembros de la familia, incluida la hermana, que era un poco mayor que nosotros y a la cual, durante las tres semanas que estuvimos allí, solo vimos una vez y a lo lejos, dormían en el interior de la casa.

La oímos. Sáleh me sacudió el hombro y agucé el oído. La voz de una mujer, una voz lejana que fluía por entre los árboles y los páramos desérticos. La escuchábamos embelesados, sin despegarnos de la almohada, con los ojos clavados en el cielo y los sentidos puestos en cribar la melodía por entre el silbido del aire en las ramas de los árboles. Eran los gitanos, sí, ¡eran ellos! Salimos volando de la cama y, sigilosos, recogimos el calzado y abrimos la puerta de madera de la casa, mirando a diestro y siniestro por si nos veía alguien. La casa estaba rodeada de limoneros y parras y por doquier había hoyos y zanjas en las que podíamos caer a cualquier paso, a pesar de que la luna se dejaba ver de vez en cuando por entre el ramaje. Nos trompicábamos, nos chocábamos, invocábamos a Dios y su protección, siguiendo el rastro de la voz, que desaparecía de súbito con un cambio repentino del viento. Una voz de mujer, distante, que estallaba de pronto como un cometa surcando el firmamento. Nos agarrábamos de la mano y seguíamos andando, casi a tumbos, con los ojos muy abiertos, temiendo que nos descubrieran, que el shaij se enterase de nuestra huida a medianoche y nos acusara de ser como aquellos descarriados sin tino de los que hablaba el Corán; temerosos de que los ecos de aquella escapada acabaran llegando a nuestras familias. Pero la voz nos servía de estímulo y de guía. Al poco, escuchamos un redoble sostenido de tambor. La voz desgarraba el cielo y rebotaba en las hojas de los limoneros liberando el perfume de sus flores primerizas. Embelesados por ese aroma, sobrecogidos por el halo de la luna, impulsados por el afán de conseguir nuestro propósito, mirábamos el suelo por entre el frescor de la madrugada para no caer en un hoyo o un agujero. Mientras, la voz, que se iba haciendo más y más nítida, azuzaba nuestro afán y nos animaba a continuar bregando con las ramas, desembarazándonos de una y sufriendo el envite de otra, cada vez más cerca de aquella mujer y el estruendo de los tambores… No tardamos en discernir risas, jaleos y palmas, hasta aproximarnos lo suficiente para contemplar, tras los árboles, a la cantante.

Era una mujer alta como una palmera, de pecho amplio que vibraba al compás de su canto, con pelo espeso y la mano apoyada en la cintura. Una voz que hendía el aire y conturbaba el follaje, secundado ahora por un suave y continuo tañido de tambor. La rodeaba un círculo de personas sentadas en el suelo que aplaudían con cadencia constante y repetían el estribillo, los brazos ondeantes con destellos de plata de ajorcas y brazaletes, ademanes enérgicos, extremidades que parecían a punto de desmembrarse. Dos mujeres se metieron dentro del círculo y comenzaron a bailar, lo que fue correspondido por un griterío entre los hombres, algunos de los cuales saltaron cual delfines y se pusieron de pie moviendo los hombros con frenesí para volver a desplomarse en su sitio, atraídos por la fuerza de un imán invisible. No podíamos ver el rostro de la cantante, solo el hombro y el pecho amplio, quizás los brazos, por entre el contoneo de las dos bailarinas que agitaban la melena con denuedo. Ambas iban de rojo, con faldas de volantes. A ellas sí les podíamos ver los ojos y los dientes, cuando nos lo permitían las opulentas y negras melenas o no nos deslumbraban los destellos metálicos del pecho y las piernas. Un hombre saltó entre ellas y se lanzó sobre la hierba; las bailarinas daban vueltas a su alrededor sin dejar de sacudir el pelo con gran violencia, a la par que el resto de hombres daba palmas y cantaba, más y más fuerte. Parecían hechizados por una fuerza misteriosa. Una de las bailarinas puso un pie sobre el hombro del que estaba tumbado. Este comenzó a agitarse y a acariciarle la pierna, que brillaba como un sable de plata al reverberar de la luna. Irrumpió un segundo: tomó asiento junto al otro, moviendo los hombros, y se inclinó hacia adelante como si estuviera rezando, y la segunda bailarina le puso, asimismo, el pie en la cabeza. Él le acariciaba la pierna con ambas manos y trataba de acercarse el pie al rostro y embutírselo en el pecho… Nosotros porfiábamos en desbrozar las ramas para verlo todo, todo, sin perder detalle.

En la copa del árbol se formaba un enjambre de pájaros que, como nosotros, admiraban aquel espectáculo fascinados e insomnes, sin decir ni pío ni mover un solo músculo. Le di un codazo a Sáleh y le dije «mira arriba». Criaturas absortas, entregadas, impávidas, sin emitir un sonido, por imperceptible que fuera, como si un águila hambrienta sobrevolase sus cabezas. No podíamos tener una visión completa del espectáculo, pero sí apreciamos cómo los hombres acabaron entrando en trance, basculando a izquierda y derecha, agitándose, postrándose y volviendo a incorporarse, como un oleaje batiente y estrepitoso, alzando hombros, espaldas y brazos en aplausos convulsos, reptando, convulsionándose, desplomándose, catapultándose… Un estallido de ritmo y frenesí que anegaba el aire y embriagaba hasta a las plantas.

En eso vimos, a lo lejos, a los hijos del shaij, que se levantaban y se despedían de sus amigos. Nos dimos la vuelta al momento y salimos corriendo; teníamos que llegar antes que ellos a la casa. Abrimos la puerta con sigilo, mirando hacia todos los lados, y nos metimos en la cama, al abrigo de la mosquitera. Nos recostamos con el corazón acelerado, rezando por que nadie hubiera notado nuestra ausencia. Contemplábamos las estrellas y nos reíamos en silencio. Al poco los oímos llegar, irse a sus lechos e intercambiar algunas palabras. Luego se durmieron. Entre susurros, sin despegar la cabeza de la almohada, muy juntos los dos, le pregunté a Sáleh por qué el hombre se había acercado la pierna de ella al pecho. «Pues yo no lo veía muy bien… ¿No era más bien que le ponía la mano en la rodilla? ¿O en el muslo?», se preguntó. La verdad, no lo teníamos muy claro. A la mañana siguiente estábamos aterrados, pero nadie nos preguntó nada. Como de costumbre, tomamos el desayuno con el shaij y acto seguido asistimos a sus pláticas matinales. Volvió a hablarnos sobre el discurso que pronunció Abu Bakr cuando se convirtió en califa. Unas palabras llenas de ética y sabiduría política. Durante el almuerzo, el maestro preguntó a sus hijos por los gitanos y ellos le contaron. Nosotros prestábamos atención, sin hacer un solo comentario, limitándonos a extender la mano para tomar un bocado, temblando ante la mera posibilidad de que alguien nos preguntara cualquier cosa. El shaij se giró hacia nosotros. «Y vosotros dos, ¿no escuchasteis la música?». Alzamos la cabeza hacia él. «No, no hemos oído nada, no». El maestro hizo un gesto con la cabeza. «¡Qué plácido el sueño de los jóvenes! Quién pudiera dormir de un tirón la noche entera». ¡Qué gran día! Nadie se dio cuenta, estábamos henchidos de felicidad, convencidos de que éramos capaces de todo sin despertar la más mínima sospecha. Mantuvimos el secreto el resto de días que pasamos allí. Cuando volvimos a casa tampoco se lo contamos a nadie, ni tan siquiera a nuestros amigos. Así fue como aprendimos a labrar nuestros propios secretos. Y a mantenerlos a buen recaudo.

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