El pastelero
La trilogía de los fatimíes
(El siciliano, el armenio, el kurdo)
Novela de Reem Bassiouney
El libro ganador del Premio Sheikh Zayed del Libro
en la categoría de Literatura para el año 2024
Traducción de Angelina Gutiérrez Almenara
«Se dice que, cuando Yúsuf —que la paz y las bendiciones sean con él— entró en Egipto y se asentó allí, dijo: “Oh Dios, soy un extraño aquí. Haz que esta tierra sea querida para mí y para todo el que no es de aquí”. La súplica de Yúsuf fue escuchada, pues jamás entró ningún forastero en Egipto que no quisiera quedarse a vivir allí».
Imam Yalal Addín Assuyuti,
Husn almuhádara fi ajbar Misr wa-Alqáhira
«El arrojo es un instante en el que el ser humano elige embestir a los demonios del cielo y de la tierra él solo, sin dudas ni indecisión, lanzando toda cautela al fondo del río, aferrándose únicamente al destello del relámpago».
Bahnas, la Bruja de la Pirámide
Año 2016 de la era cristiana / 1437 de la era musulmana
«El loco Am Abdo, el de las zalabiyas», así lo llamaban en el barrio de Bab Albahr. Era un hombre diestro en la conversación, pero solo hablaba con quien quisiera escuchar, del mismo modo que solo hacía zalabiyas para quien las apreciara. Tampoco pronunciaba una frase en la que no maldijera al mundo y a todo lo que hay en él. Había oído muchas cosas sobre él antes de conocerlo. Se decía que nadie hacía dulces como los de Am Abdo en ningún rincón de El Cairo, puede que en el mundo entero. También se decía que, en sus años mozos, no ponía a empapar las kunafas en almíbar hasta que se había fumado un cigarro de hachís afgano que le traía de vuelta recuerdos gloriosos. La primera vez que vi a Am Abdo, me puse ropa suelta a propósito y lo escuché con humildad y paciencia. Abría los dedos con destreza mientras los trozos de masa caían en el aceite caliente y cogían forma en cuestión de segundos, un círculo perfecto con una identidad firme y sólida. Me quedé mirando la masa que le resbalaba entre los dedos. Él apartó la vista, escupió y maldijo el tiempo. Después se agachó frunciendo el ceño, agarró la zapatilla, se sacó con las manos un clavo que le molestaba desde hacía días y luego sumergió las manos de nuevo en la masa. Me contuve para no reprenderle o mostrarle mi desagrado. En lugar de eso, sonreí y le dije:
—¿Me conoce, Am Abdo?
—No te conozco —respondió sin pararse siquiera a pensarlo.
Parecía delgado, con el pelo blanco y fino despeinado y una camisa también blanca ajada de una vida larga cubriéndole la piel.
—He venido expresamente a preguntarle… —empecé a decirle con amabilidad.
Él sumergió los dedos en el aceite, sacó una zalabiya y extendió la mano hacia mí.
—Primero pruébala —dijo.
Cogí el pedazo de harina frita y me lo metí en la boca sin pensarlo dos veces. Me achicharré. Lo escupí de forma nerviosa y luego intenté probarlo de nuevo.
—Perdóneme, Am Abdo —me disculpé con delicadeza—. He venido a preguntarle por su vida.
Me replicó sin la más mínima sorpresa:
—Si pretendes escribir cuentos, mi vida te interesará bien poco. Ahora bien, si vas a contar la verdad, hablaré contigo.
—Mis historias narran la verdad. Cuénteme —le dije.
Siguió abriendo los dedos y dándole forma a la masa con las palmas.
—¿Sabes quién ha probado mis dulces? —me preguntó.
—¿Quién? —repliqué en el acto—. ¿Algún ministro? ¿O…?
—Salah Addín el Ayubí —me interrumpió con entusiasmo.
Me llevé la mano al corazón para no soltar un grito ahogado.
—Am Abdo… Salah Addín lleva muerto mil años o más.
—Dilo, que no te dé vergüenza —dijo con el mismo fervor de antes—. Am Abdo está loco. Su nombre era Yúsuf, Salah Addín Yúsuf ibn Ayub. Su nombre de nacimiento era Yúsuf y no podía resistirse a los dulces qatayef. A ver, ¿quién levantó Egipto?
—¿Qué Egipto concretamente? —pregunté tras tragar saliva.
Am Abdo estalló en una carcajada y aclaró:
—¿Quién levantó El Cairo?
Hice memoria de las clases de historia y respondí:
—Yáuhar Assiqilí, el Siciliano.
—Eres muy lista —me dijo como si estuviera hablando con su niñita de cinco años de edad—. La gente dice que Yáuhar el Siciliano era pastelero. Por eso se dice que el que construyó El Cairo era pastelero. No les hagas caso. Yáuhar el Siciliano era general del ejército, pero yo conozco al pastelero que consiguió vencer las llamas del califa Alhákim bi-Amr Allah. Luego, le enseñó al armenio Badr Alyamali el sabor del azúcar y tentó a Salah Addín con sus dulces.
—Pero, Am Abdo, Alhákim bi-Amr Allah era fatimí y Salah Addín, ayubí, y nosotros estamos en…
—En una época que no tiene nombre, hija mía. Te lo he dicho: si vas a poner en duda lo que digo, coge y vete, pero, si vas a escucharme, escucha y no me interrumpas. Lo que voy a contarte es verídico. A la humanidad solo le quedan algunas historias y llegará el día en que digas que Am Abdo te contó esto o lo otro. Puede que no te crean, pero tú seguirás contando estas historias y vencerás cualquier temor tal y como hizo Yafar.
—Que Dios le dé una vida larga, Am Abdo —susurré con compasión—. ¿Quién es ese Yafar?
—El que no temió al armenio. El único, de hecho, que no temió al armenio. Yáuhar el Siciliano, sin embargo…
—Cuéntemelo con calma. Y perdóneme por mi ignorancia. Empiece desde el principio…
—¿Tienes tiempo para escucharme?
—Sí.
—¿Qué sabes de dulces? —dijo de repente.
—Que tienen miel y azúcar a puñados —contesté.
Se quedó parado como si le hubiera dado una bofetada o hubiera ofendido su honor.
—Entonces no sabes nada de dulces —sentenció—. Te voy a enseñar a abrir el corazón a lo que es hermoso. Solo apreciamos la belleza cuando abrimos el corazón y los dulces tienen muchas historias y leyendas que contar.
Abrí grande los ojos como un niño que ve los colores por primera vez, oye el canto de los pájaros o da vueltas entre las ramas de los espesos árboles al son de la lluvia. Entonces dijo despacio, como si quisiera que retuviera cada una de sus palabras:
—Te voy a contar la historia del siciliano, el armenio y el kurdo, y la del pastelero también. Te voy a contar lo que dijeron. Algunas palabras solo salen a la luz directas desde el alma y lo que sale del alma se queda en la memoria. Ya conoces a Yáuhar el Siciliano y sabes qué dijo, ¿no es verdad?
—Sé quién fue, pero no qué dijo —respondí con entusiasmo.
—Dijo: «Todo hombre ama su hogar y la tierra en la que ha crecido». Así son los hombres y los países. Pero a veces, aunque sea rara vez, tus pies pisan una tierra en la que no has crecido y, aun así, esta te arrastra hacia ella hasta que te quedas pegado a su barro como hechizado. Entonces, la adoptas como tu patria y sus rincones se extienden ante ti como un hogar, igual que cuando la zalabiya se te pega a los dedos y su sabor se te queda en la boca. Del pasado solo recordamos olores y sabores. La tierra donde ha nacido uno es un olor y un sabor que no te abandona y todo el que prueba los dulces de aquí no los olvida. Cuando ese sabor se queda en la boca, cuando eso ocurre, es algo formidable. Serías capaz de pelear por ello, como si tus raíces siguieran creciendo en su interior. No todas las tierras son para echar raíces, pero cuando encuentras una en la que sumergirte no podrás escapar de ella. En Egipto, hija mía, había un egipcio que quería emigrar, escapar, y había un siciliano que construyó sus muros y se asentó aquí, pero ese siciliano no habría aprendido nada de Egipto de no haber sido por el pastelero y por lo que oyó de los dulces.
Me pareció que la cantidad de hachís que Am Abdo había consumido ese día iba a acabar con toda su razón.
—Pero, Am Abdo, ¿los dulces hablan? —le pregunté sorprendida.
Esta vez me miró disgustado, como si su hija no se supiera las tablas de multiplicar con veinte años que tenía. Luego dijo:
—No he vuelto a fumar hachís. Solía fumar para olvidarme de que los dulces hablan, porque estaban siempre reprochándome cosas y yo no soporto los reproches. ¿Que si hablan? Hablan, señora investigadora. Hablan como hablan las paredes, como los edificios se lamentan por la apatía, como los muros piden ayuda a las masas de gente. Hablan del mismo modo que lo hacen los castillos, las mezquitas y las murallas de las ciudades.
—Pero, Am Abdo, esas son construcciones para la posteridad. Sin embargo, las zalabiyas y las figuritas de azúcar para celebrar el Maulid…
—Son construcciones levantadas con el propósito de recordarnos que existe una eternidad en otro mundo —me cortó de una forma tan abrupta que me asustó—. Las zalabiyas, por el contrario, contienen el néctar del paraíso y el sabor de ese otro mundo. Si las escucharas, si les dieras la oportunidad, te lo contarían. Yo las escucho y hablo con ellas todos los días. ¿Y qué les pasa después? ¿No se funden en el corazón aunque sea un momento?
—¿Y qué le cuentan las zalabiyas?
—Me cuentan que no has venido en busca de una historia, sino buscando el sabor de la miel en estos tiempos amargos como el alhandal. ¿Qué haces aquí? ¿Estás de paso? Vienes, te vas y luego te olvidas de todo…
—Le prometo que no voy a olvidarme.
—Prométeme que creerás a los dulces, aunque su vida sea breve. Su belleza no tiene parangón y te contarán historias sobre el siciliano, el armenio y el kurdo porque ellos, a su vez, se las narraron.
Tragué saliva, miré a mi alrededor y después pregunté:
—¿Se las narraron a quién, Am Abdo?
—Los tres les contaron su historia a las zalabiyas, pero, si crees que estoy chalado, vete.
—No, no, le creo… y creo a los dulces.
Primera historia
El siciliano
Parte I
Año 1019 de la era cristiana / 410 de la era musulmana
«Todo tiempo tiene un Estado y unos hombres»,
Yáuhar el Siciliano
Capítulo 1
Yáuhar, hijo de Huséin, hijo de Yáuhar el Siciliano, contó lo que sigue a continuación:
Dudé un momento, como si esperara que alguien pidiera ayuda antes de entrar por la imponente puerta. Me quedé mirando los muros de ladrillo y entonces oí la llamada de auxilio. En realidad, no la oí, sino que apareció en forma de gesto; el sheij dándome un toque en el hombro. Señaló la puerta de la ciudad. Comprendí lo que pedía a pesar de no haber oído su voz ni visto su rostro, pues unas ropas bastas y desgastadas le cubrían todo el cuerpo y la cara. Le dije: «Sheij, solo los necesitados o los que tienen un estatus entran en El Cairo. ¿Cómo voy a cruzar la puerta con usted?».
El sheij volvió a señalar con unos ojos suplicantes desde detrás de la tela raída que le tapaba el rostro. Nuestros ojos se encontraron. Examiné sus ojos, su cuerpo encorvado, su aspecto, sus manos cubiertas por los retazos de tela blanca. Entonces alargué la mano y agarré la del sheij. «Sus ojos piden ayuda a gritos. ¿Por qué quiere el señor entrar en la ciudad? O, mejor dicho, ¿por qué quiere la señora entrar en la ciudad?», le dije con delicadeza.
Antes de que dijera nada, agarré la tela de la mano y me la acerqué a la nariz. «Tus manos huelen a jazmín, Sundus. Esposa mía, has intentado engañarme, pero no se te dan bien las tretas ni las mentiras. ¿Qué haces aquí?
—Quiero entrar en la ciudad —susurró con voz suplicante.
—Los guardias te cortarían el pescuezo.
—Nadie me va a cortar el pescuezo si entro contigo. Me tomarán por un sheij mayor.
—No te voy a preguntar por qué quieres ver la ciudad porque no vas a serme sincera —le dije cubriéndole la mano—. No eres la primera que ha querido entrar en El Cairo ni la última incapaz de conseguirlo. No te pertenece. Esta ciudad es de los Banu Ubaid, exclusiva de los fatimíes.
—Amir Yáuhar, tú eres el dueño de la ciudad —susurró—. La conoces. Esta ciudad se construyó con tu sangre y con la sangre de tu abuelo. Tú decides quién entra y quién no.
—¿Has perdido el juicio? Sigue hablando así y lo único que encontrarás será la muerte.
Sundus se descubrió la mano, la alzó, la puso sobre mi pecho y presionó con delicadeza.
—Por favor, Yáuhar. Llévame contigo y te daré lo que quieras.
—Ya está bien de jueguecitos, mujer —repliqué enfadado—. ¿De verdad pensabas que no te iba a reconocer? Cúbrete el rostro cuanto quieras; las manos te delatan.
—Soy tu esposa —dijo en voz baja.
—Eres el tormento de los tormentos. Un matrimonio y un hogar no se construyen con engaños. Me he quedado contigo para no deshonrarte, pero ay como intentes buscarme…
Sundus levantó la mano de mi pecho y se acercó a mí mientras susurraba:
—Te ruego que me enseñes El Cairo y todas sus maravillas. Me duele el pecho de respirar el polvo de Fustat.
—Sundus, vete a casa —repliqué tajante—. Y cuídate de intentar verme otra vez.
—Yo quiero entrar en la ciudad y pasear por Bab Albahr. Quiero acompañarte todo el día.
—Vete —dije empujándola.
—¿Cómo has podido no percatarte de mi presencia todos estos años? Te perseguía con la mirada. —Se acercó más a mí, se levantó la tela a la altura de la boca y, sin salir aún de mi asombro, me susurró al oído—: Hoy, lo quieras o no, te he partido el corazón. —Abrí la boca, pero ella se me adelantó—: Intenta agarrar el aire con la mano y luego ábrela. ¿Dónde está la belleza? La tenías en la palma de la mano y acto seguido se ha desvanecido en el horizonte. La belleza es vacilante y delicada como la membrana que recubre el corazón, se dispersa entre las partículas de aire antes de que puedas ver de nuevo, como la vida y los días.
Nuestras miradas volvieron a encontrarse.
—Llévame a los jardines de El Cairo, nieto del valeroso general —insistió—. Enséñame las flores de los jardines de palacio y quítame el polvo de la pena de los ojos.
Esta vez, cuando extendió la mano, se la cogí y entré con ella en la ciudad. Aquí nací y aquí mismo quería morir. Aquí está el paraíso que no tiene fin. En nuestro país, hay un paraíso para el califa y allí entra quien él aprueba y de allí expulsa a los pecadores e insurgentes. Ese paraíso es El Cairo.
Me casé con mi mujer, Sundus, en tiempos difíciles. Hace cuatro años que no la toco, desde que descubrí sus engaños. Son tiempos de penumbra y pobreza. La pobreza es la peor tribulación, sobre todo cuando llega tras la abundancia, y la soledad es la peor aflicción que puede padecer un corazón que antes era amo y señor del resto de los corazones. Es lo que pasa cuando se enfada el califa. Ahora sé que la ira del califa trae consigo la oscuridad de las tumbas, el fuego del infierno y la impotencia de las abubillas ante Sulaimán. Nada me importa ya más que ganarme la satisfacción del califa. No le guardo rencor por que matara a mi padre. El califa tiene derecho a matar o a castigar a quien le plazca. Es Alhákim bi-Amr Allah. A pesar de lo precavido que fue mi padre, le llegó su final y yo aprendí la lección. Aprendí que la vida es corta y que hay que aprovechar las oportunidades y disfrutar de los placeres de la vida. Aprendí que la traición es necesaria y que la justicia, una de las cualidades de Dios como la misericordia, no está al alcance de los seres humanos. Cuando me cayó encima la cólera del califa, me vi forzado a vivir entre la gente de Fustat y luego a huir a Disuq. Comía verduras y llegué a olvidar cómo sabía la carne de ave. Respiré el aire de la pobreza y por poco olvido que soy amir. Incluso las mujeres de Fustat tienen un sabor diferente a las de El Cairo. Las prostitutas de Fustat tienen los ojos tristes y los rostros amarillentos como la tierra, mientras que las chicas de El Cairo rezuman salud y exuberancia por cada poro. La gente obedece las órdenes del califa a pies juntillas, menos en lo que respecta a cerrar los burdeles, que siguen funcionando de forma clandestina para regocijo de corazones heridos como el mío.
Gracias a Dios que el corazón del califa se ha apiadado de Yáuhar el Siciliano, de mí. Hoy día rezo, aunque no sea mucho. Hoy día alabo a Dios y le doy las gracias a Su califa si se me permite. Entré en El Cairo con el corazón desatado, deseoso de usar la espada contra mis enemigos. Entré en El Cairo con la mirada puesta en el palacio y en sus jardines y con una sonrisa de satisfacción. Soy el amir Yáuhar, hijo de Huséin, hijo de Yáuhar el Siciliano. Mi abuelo era Yáuhar el Siciliano. Él conquistó Egipto y construyó El Cairo. Por muy enfadado que esté el califa conmigo, no podrá borrar el pasado ni ignorar las ciudades y sus muros. Regresaré con el ejército fatimí y serviré a los Banu Ubaid como sirvieron antes mi abuelo y mi padre. Regresaré como amir y traeré de vuelta un pasado que no es tan lejano. Mi padre fue gobernante y comandante y mi abuelo fue el que levantó esta ciudad y le concedió un sustento y un ejército. Tendré presente quién soy. El comandante en jefe Masud ibn Zábit ha pedido reunirse conmigo. Dice que el califa me ha perdonado. Hoy regreso al palacio de mi padre en El Cairo.
«Nunca te fíes de un rey ni aceptes un trato de un ministro». Eso decía mi madre Lamiá, hija de Hamdún. Ella era como el filo de una espada india, afilada y pura, no encajaba en estos tiempos ni en ninguno. Su padre fue amir de Siyilmasa, en Marruecos. Derrotado por Yáuhar el Siciliano, se convirtió al chiismo, aunque no de corazón. Obligó a su hija a casarse con el hijo de Yáuhar el Siciliano, Huséin ibn Yáuhar. Ella aceptó y cumplió con su deber hasta que él murió a manos de Alhákim bi-Amr Allah. Lloró su pérdida sin tacha en el orgullo, pero jamás me comprendió ni empatizó con mi sufrimiento. Su corazón era suní, y el mío, chií. En consecuencia, los corazones de madre e hijo no latían en armonía. ¿Cómo no iba a fiarme de un rey cuando mi vida estaba en sus manos? ¿Cómo no iba a aceptar un trato de un ministro si la humillación tras la opulencia me atormentaba? Que mi madre siguiera siendo pura, que yo seguiría siendo humano.
Masud ibn Zábit, el isfahsalar, el comandante militar, quiere verme hoy.
Me pongo en sus manos, expectante, mientras el corazón me pide a gritos que lo libere.
—Tu padre fue mi amigo más preciado, un hermano —dijo Masud—. Dejemos el pasado descansar en paz, pues recordarlo siempre es doloroso. Pensemos mejor en lo que está por venir. El califa quiere que seas uno de sus amires. Mantiene el acuerdo al que llegó con tu padre, Yáuhar.
—El califa siempre ha sido generoso. Dios lo asista y guarde —respondí con una sonrisa—. Le debemos la vida y la muerte, mi señor. —Masud me miró con recelo, así que añadí rápido—: Lo que quiero decir es que, si nos ordenara ahora mismo que muriéramos por él, yo sería el primero en hacerlo.
—Es imperativo que cumplas las órdenes del califa, Yáuhar. Es como ayunar o rezar. No tienes el lujo de poder elegir.
—Es imperativo —afirmé.
—Dios nos perdona nuestros errores. Bebes vino, luego rezas y no pasa nada, pues Su misericordia lo abarca todo. Sin embargo, al califa le toca a veces tratar con idiotas y otras muchas con gente sin escrúpulos. Los egipcios necesitan disciplina. —Me quedé mirándolo sin comprenderlo del todo, así que Masud continuó diciendo—: Lo que admiro de ti es que comprendes la esencia de la vida, aprovechas las oportunidades, persigues el placer, sabes que una noche en los brazos de una muchacha bizantina equivale a cincuenta años en Fustat y que domar un caballo salvaje te proporciona un placer equiparable al sexo, puede que mayor. Deja de beber vino o el califa te cortará el cuello.
—Desde ahora mismo —dije firme.
—Lo que ha pasado en Fustat es un crimen grave. Una ofensa imperdonable. ¿Qué opinión te merece el que le da un guantazo a su padre y después le escupe en la cara? ¿Qué harías con él si fueras comandante del ejército?
—Se merecería la muerte más que un castigo.
—Tú me entiendes, Yáuhar. Te voy a abrir un camino nuevo y juntos emprenderemos un comienzo distinto. Olvidémonos del confuso pasado y centrémonos en el presente y en sus victorias. Hoy mismo te elegiré a cien soldados turcos y magrebíes que estarán bajo tu mando y a tres hermosas esclavas. Una versada en poesía, otra en baile y la tercera… Qué más da. El califa quiere estar seguro de que le eres leal.
—Si por mí fuera, me amputaría el dedo corazón y el meñique ahora mismo con tu espada, pero entonces no podría luchar por el califa —repliqué con severidad.
Masud sonrió y después dijo:
—No prometas lo que no puedes cumplir. Al califa no le complacen los halagos. Como ya sabes, ha renunciado a la vida terrenal, a los caballos y a las mujeres.
—No estoy prometiendo lo que no puedo cumplir —dije con fervor—. Mi vida pende de él y tanto mi cuello como mis miembros le sirven como esclavos.
Masud volvió a esbozar una sonrisa y siguió diciendo:
—Yáuhar, tu próxima guerra es con el pueblo. Quiero que las llamas de Fustat lleguen hasta los abasíes en Irak. Cuando un niño le atraviesa los ojos a su padre, hay que matarlo. Así que ¿qué tienes que decir de quien censura a su califa? Tú no eres como tu padre ni como tu abuelo. Tú serás mejor que ellos, más famoso que ellos. Yáuhar, hijo de Huséin, hijo de Yáuhar el Siciliano. La gente de Sicilia hablará de él y deseará su felicidad. La gente de Egipto mencionará su nombre con temor y fervor. Comandante, demuestra tu lealtad y podrás vivir en esta ciudad sin preocupaciones. Trae a tu madre a El Cairo, recibe a tus soldados y a tus esclavas y vuelve al palacio del que fuiste expulsado hace años.
—El Cairo es la ciudad de los reyes.
Pero entonces pasó algo. Me agarré el corazón. Aquel pinchazo que sentía en el pecho me hablaba de muerte o de magia. Sundus me había hechizado; lo sabía. Sundus, la esposa que ni elegí ni quería. Me había engañado haciéndome creer que era sumamente hermosa. Dicen que quien es tocado por el fuego se da de bruces contra el suelo. Me casé con ella cuando yo todavía formaba parte del pueblo. Fue un momento de desesperación. Vi sus ojos entre los rostros del zoco de Disuq, en el delta del Nilo, donde me refugié junto a mi madre de las miradas de sarcasmo y compasión. El viento le levantó el velo hasta la mitad de la cara y, en ese momento, conocí el significado de la belleza. Luego olvidé todo lo que sabía. Le pedí matrimonio sin prolegómenos. Por aquel entonces yo era poca cosa y había olvidado que era el hijo de Huséin, hijo de Yáuhar el Siciliano, y que el mundo con todos sus placeres tenía que estar al alcance de mi mano. Quería a una esposa hermosa, así que fui donde su madre, pues era huérfana de padre. Resultó que nadie sabía nada de ella. Ni siquiera de qué vivía la madre o cuál era su fuente de ingresos. Se decía que tenía una casa en Fustat. Ni pregunté ni me interesaba. Tan pronto como pedí su mano, su madre aplaudió la idea y aceptó sin condiciones. Ni un dinar me costó aquella belleza. En aquel momento pensé que la vida, a veces, les reserva algo de felicidad a los desdichados. Ya no tendría que guardarme un dinar cada noche para disfrutar de los servicios de una prostituta. No supe ver que el mundo es como los reyes; te traiciona sin previo aviso y te ciega sin culpa ni clemencia. La noche que consumamos el matrimonio supe la verdad. Entré en cólera, estallé. Me fui adonde su madre y me puse a gritarle lo más alto que pude. La madre agachó la cabeza y me pidió que no la echara de casa, que la dejara quedarse como esclava o como uno de esos desamparados que necesitan un techo. Insistí en devolvérsela, pero mi madre, Lamiá, me lo prohibió. Desde la muerte de mi padre, siempre me llevaba la contraria y se situaba entre mis deseos y yo como un muro hecho con las piedras de las pirámides. Lamiá, mi madre, no temía a los reyes pese a que le habían quitado todo lo que tenía. Imagínate levantarte y verte rodeado por el desierto después de haber poseído verdes jardines. ¿Obedecerías las órdenes del rey o te rebelarías contra él? Yo lo vi. Vi a mi padre morir a los pies del califa. Nunca había visto al califa. Me eché a temblar pero no lloré. No juré venganza y acepté la aridez del desierto. Hoy recuerdo al soldado entrando donde estaba el general, mi padre. Era el general de los generales, el jefe supremo. El soldado alzó la espada y dijo sin la más mínima duda: «Levante la cabeza, señor. Quiero que me vea matarle».
El libro ganador del Premio Sheikh Zayed del Libro en la categoría de Literatura para el año 2024
Reem Bassiouney ha escrito varias obras de ficción y varios libros sobre lingüística y sociolingüística árabe. Anteriormente recibió el Premio de Traducción de Literatura Árabe del Centro Rey Fahd de Estudios Islámicos y de Oriente Medio de 2009, el Premio Literario para Jóvenes Escritores de la Fundación Sawiris de 2009 y el Premio Naguib Mahfouz 2019-2020 en la categoría de mejor novela egipcia. En 2023 fue preseleccionada para el Premio del Libro Sheikh Zayed por su novela histórica Al-Qata’i’ – The Ibn Tulun Trilogy.
Angelina Gutiérrez Almenara (Málaga, 1990) es licenciada en Traducción e Interpretación por la Universidad de Málaga y doctora en Investigación en Humanidades, Artes y Educación por la Universidad de Castilla-La Mancha. Como traductora, ha vertido del árabe al castellano novelas y colecciones de relatos de autores emiratíes para la Autoridad del Libro de Sharjah, la obra Feminismo en la poesía de la mujer catarí para el Ministerio de Cultura de Catar, que le valió el tercer premio en la categoría de traducción del árabe al castellano del Premio Sheikh Hamad de Traducción y Entendimiento Internacional en su 9.ª edición (2023), la novela Nechdi el Marino, del kuwaití Táleb Alrefái, en colaboración con Luis Miguel Cañada, y la novela Correo nocturno, de la libanesa Huda Barakat».