Los espíritus de Eddo, primer capítulo de novela de la sudanesa Stella Gaitano

Traducción de Pilar Garrido Clemente

 

Stella Gaitano

Como cualquier otro ser vivo, Mama Lucy no sabía nada sobre el destino y no planeaba ni pensaba en esa generosidad maternal que la rodeó como una maldición.
La cuestión es que su madre la tuvo solo a ella o mejor dicho fue la única que sobrevivió de sus diez hermanos que fueron muriendo antes de cumplir su primer año. Como consecuencia, su madre vivió durante muchos años el dolor de la pérdida, un dolor que se iba renovando cada año con el cre-cimiento de un niño tan rápido como la mala hierba, para ser arrebatado por la muerte mientras dormía sin que se deteriorase su salud. Los enterraba como si estuviesen dormidos para que sus tumbas se mantuvieran templadas durante algunos días, mientras imaginaba que podía escuchar sus llantos, sus cuerpos cálidos, sus partes lánguidas, mas sus corazones no latían.
En una de esas muertes repentinas, dejó el pequeño cadáver durante algunos días, cerró la puerta con pestillo reforzándola con un bloque de tronco de árbol seco, se encerró desde dentro con la criatura fallecida sin decírselo a nadie y sin gritar como había hecho todas las veces, decidió retar a la muerte sabiendo que era un intento desesperado. Exprimía leche de su pecho hinchado en la boca de la recién nacida muerta con la esperanza de revivirla. Muchas veces pensaba que quizás se precipitaba a enterrarlos, pero no, el cuerpo se hinchó, cambió de color y su repugnante olor se expandió por las grietas de la habitación cerrada herméticamente, lo que llevó a que la gente tocara a la puerta con violencia y sus vecinas le gritaran alarmadas: «¡Eddo… María… abre la puerta si sigues viva!».
Cuando finalmente abrió la puerta, las miró con los ojos hundidos y una boca seca como la de los muertos, con los senos congestionados y la leche que se había secado sobre la chilaba que llevaba puesta como un trozo de piel desollada y olvidada.
Llorando, se derrumbó en el umbral de la puerta. Cuando entraron sus amigas un repugnante olor golpeó sus narices. Había un pequeño cadáver que escupía leche de su diminuta boca vacía como un agujero; se apresuraron a amortajarlo y echarlo a una tumba pegada a las otras tumbas minúsculas dispersas en el patio. Ella observaba el panorama desde el umbral de la puerta con los ojos desconsolados y así se quedó atrapada entre entrar o desaparecer.
Cuando sus dos amigas cogieron a su hija para que reposara en paz entre sus hermanos y hermanas que la habían precedido en su camino a la nada, ella recorría con su mirada las pequeñas tumbas esparcidas que ocupaban buena parte del patio de su casa. Delante de su planta rastrera cuyos ta-llos estaban a punto de alinearse con la tierra, mientras que otros seguían elevados como las tripas llenas de los hombres gordos, contempló la escena no como una madre triste que acababa de perder a su recién nacida después de estar empeñada varios días en lograr que se despertara, sino como una campesina que contaba unas hermosas espigas repletas de granos que han sido arruinadas por el gesto ruin de unos monos juguetones.
Como el aliento de un enfermo de gingivitis, aquel repugnante olor se mantuvo pegado a la pared y a las grietas de la habitación de adobe durante muchos años, y aunque ella no lo olía, todos evitaban pasar cerca de la casa.
Cuando Mama Lucy nació, su madre, Eddo, la trató como a una invitada extraña que se iba a marchar pronto ya que estaba segura de su muerte y de que se uniría a sus hermanos y la dejaría lamiéndose la herida, por eso la privó del amor materno como un animal doméstico que agrede a una de sus crías sin razón. Por su parte, Eddo, protegía su corazón no apegándose a ella para que luego no se rompiera con su muerte repentina. La mantuvo fuera de su círculo, ni siquiera le daba de mamar, lo que derivó en que su amiga Isay la amamantara con su hijo pequeño. Cuando los lloriqueos de la niña se expandieron por el pueblo, sus dos amigas, Elga e Isay la convencieron para que cumpliese su deber de madre porque la niña no tenía culpa ninguna para que vertiera en ella la ira que tenía contra el destino.
Una mujer anciana le aconsejó que le pusiese un nombre feo para que se apartara de ella la muerte y la llamó Iguino, es decir, la que se caga mucho. Así, el nombre siguió con ella y los vecinos del pueblo no conocieron otro apelativo distinto hasta que llegaron los misioneros blancos al pueblo para llevar a la gente hacia el camino de Dios y de la salvación, así como para bautizarlos con nombres de santos y fue entonces cuando le pusieron el nombre de Lucy.
Eddo fue de las primeras en abrazar la nueva religión. Estaba comprometida con el rezo y era un poco estricta, pero no por creencia sino para conocer el camino de Dios e ir hacia él porque creía tener una cuenta pendiente con él.
Después de que su tristeza se convirtiera en ira quería saber por qué Dios entregó a sus niños a la muerte y si era Dios quién estaba detrás de sus penas y tristeza. Quería saberlo y probar que si Dios, en verdad, estaba detrás de ello, pues entonces tendría con él otras cuentas que arreglar.
Por eso, conoció su camino y murió como una madre creyente y rezaron por ella una sublime oración. El ataúd y el incienso los trajeron del país de los blancos.
El ataúd era brillante, tenía una ventana de cristal que dejaba ver su cara tapada por el velo y se la veía limpia y en paz como si estuviese a punto de sonreír; era la primera persona en el pueblo que se enterraba en un ataúd, pues a la gente se la enterraba con la misma ropa con la que morían, o desnudos en un hoyo no muy profundo en las entrañas de la tierra, y en muchas ocasiones los acababan devorando las hienas y las bestias que merodean por la noche.
Eddo fue una mujer que destacó por su silencio y por una tristeza permanente en su vida; era alta y delgada y no le gustaban las habladurías. Tenía cicatrices en el vientre y en las mejillas y los dientes de la mandíbula inferior como si se trataran de estrellas errantes. Formó parte de la primera ge-neración que rechazó la decoración de la oreja con cortes en forma de pequeños arcos como los bordes de las sábanas bordadas, pues tuvo suficiente con un corte suave y ligero y con que le arrancaran los dientes.
En la adolescencia de Eddo y la de su generación, apareció el colmillo de oro como una moda que invadió toda la sociedad y ellas se colocaron uno. Se les tildó de prostitutas porque en aquel momento se dijo que era una metáfora para atraer a los hombres con una sonrisa brillante que por la noche se veía desde lejos como si fuera una brasa.
La mayoría de las veces, ella permanecía con su boca seca cerrada como si temiese que al abrir la boca se le fueran a escapar los secretos como se escapa el humo de la boca de las ancianas que fuman pipa.
Todo el mundo sabía que en ella había bondad y locura, a veces, pero con un mundo secreto que guardaba para ella y del que no hablaba a nadie jamás, ni siquiera a sus amigas.
Rebeca Elga, que amamantó a Lucy, y Marta Isay sabían que tenía pensamientos rebeldes y extre-mistas que escandalizarían a su comunidad si los expresara. Por eso temía hablar y charlar ya que en un pueblo tan pequeño como aquel si alguien se tirara un pedo en su casa se daría cuenta de que hasta los niños se ríen de él mientras nadan en las fuentes del río.
Sus comentarios eran mordaces con respecto a los sucesos que ocurrían y se oponía con tanta convicción a ciertas cosas que los hombres imponían como, por ejemplo, rechazar que la hermana del asesino fuera una recompensa para la familia de la víctima, para que hicieran con ella lo que quisieran: tratarla como a una criada que cultivaba y cose-chaba, cocinaba, traía el agua del río, tenía muchos hijos y se le castigaría por un pecado que no cometió. Todo eso le había pasado a la hija de su vecina quien acabó ahorcándose en la casa de la familia del asesinado y poniendo fin a su sufri-miento mientras su hermano varón seguía con su vida normal.
Eddo decía: los hombres no dudarán en matar a alguien mientras el castigo siga sin afectarles directamente, a la vez que consideraba al asesino un cadáver móvil que la familia de la víctima acecharía para vengarse de él. Se les debería entregar o re-compensar con reses y dejar a las niñas pequeñas en paz.
Pero todo el mundo la comprendía y consideraba que estaba afectada por la locura de una agonía tan larga y por la ira contra Dios que anidaba en su pecho. Sin embargo, después de haber pasado mucho tiempo, los líderes de las tribus atendieron a su opinión y acordaron que la reconciliación se podía dar con una recompensa con ganado pagada por la familia del asesino. Las cosas siguieron así hasta que apareció el gobierno que dejó de lado a los líderes tribales dedicados solo a los pequeños problemas del día a día como las peleas, los matrimonios y el distanciamiento entre familiares. Así mismo aparecieron las cárceles y empezaron a ejecutar a los asesinos ante el pueblo, lo que hizo desaparecer el espíritu de la tolerancia e incitó a mayores asesinatos, venganzas y a que los criminales escaparan impunes por sus acciones. La gente dejó de admitir sus errores y empezó a esconderlos por miedo a ser atacados por ellos.
Al amanecer de uno de los días, pasó a por Rebeca porque había quedado para podar. Rebeca era una mujer baja y rellena como el tronco de un árbol cortado, con una tez negra brillante y se distinguía por tener una risa contagiosa acompañada de lágrimas. La encontró secando el agua del maíz recién brotado que corría con su color miel por el patio pavimentado con barro y estiércol. Rebeca obligaba a sus seis hijos a arrodillarse para beber de esa agua como beben los animales de los estanques. Al mismo tiempo que empapaba la escoba con aquel líquido y les golpeaba en sus traseros pensando que era un remedio para el hecho de mearse por las noches. Había probado ya todas las hierbas y raíces en vano.
Eddo le propuso un remedio que le sorprendió, le aconsejó que atara ranas a las cinturas de los niños de manera que les obligarían a despertarse y salir a mear. Elga se rio y la llamó loca, pero era tal su desesperación que al final le hizo caso y siguió su consejo.

Cazó seis ranas en el pantano y con la ayuda de la propia Eddo, pues ella había tenido la idea, se las ató a los niños entre sus llantos y les obligó a irse a dormir, mientras ellos temblaban por tener pegados los animales a sus cuerpos. Pero no pudo dormirse por el croar de las ranas y por el llanto constante de sus hijos hasta que llegó el amanecer, prevaleció la calma en la habitación, se durmieron los niños del cansancio y se callaron las ranas aplastadas por aquellos cuerpos agotados que las reventaron quedando a la vista sus lenguas y sus excrementos.
Por la mañana estaban las alfombras de esparto secas y el suelo de la habitación no estaba decorado de círculos de arcilla mojados. Rebeca quitó los cuerpos de las ranas aplastadas por la cintura de los niños y los envió a mear ya que su vejiga iba a explotar del pis acumulado. Después de eso y durante varios días sufrieron de picor y de algunas manchas en la piel debido a las secreciones venenosas de la piel de las ranas. Desde aquel día no volvieron a hacerse pis mientras dormían.
Algunas madres la imitaron y tiempo después ese remedio se convirtió en una costumbre, aunque nadie sabía que había sido la idea de Eddo y ella no habló del tema con nadie y esa fue una de las razones de su fuerte amistad con Rebeca Elga quien más tarde se convertiría en la nodriza de su única hija.
En cuanto a su otra amiga Marta Isay, era la mujer del pueblo a quien más pegaba su marido, de modo que las personas se acostumbraron a sus gritos y ella se acostumbró a los golpes, pues sus huesos habían quedado torcidos por las roturas que nunca fueron curadas. Su cuerpo estaba lleno de cicatrices y su cara nunca se veía libre de los golpes.

A pesar de que era muy alta y tan grande como un viejo castillo y de que su marido era tres veces más pequeño, pero malvado y borracho, no tuvieron hijos por lo cual la culpa la consumía y aguantaba los golpes con la excusa de que se lo merecía.
En una de las noches que Marta pasó entre aullidos y lamentos, mientras su marido la insultaba con las palabras más mezquinas —describiéndola como lesbiana, como estéril, diciendo que tenía el ano muerto—, Eddo fue a visitarla. Estaba tirada sobre la alfombra de esparto como un rinoceronte enfermo con los huesos rotos y escupiendo sangre. Se enfadó por lo que había aguantado su vecina y le dijo con ironía: «A ti esto te gusta mucho ¿verdad? ¿Nunca has apreciado la fuerza que tienes? Estás tendida ahora mismo como un rinoceronte acorralado en la trampa y revolviéndose en el barro. Mira tu cuerpo, ¿cómo puedes permitirle a esa rata que te manipule y que rompa tus huesos cada día y que te llene la cara de moratones?».
Marta: «¿Y qué hago?»
Cogió Eddo el palo gordo con el que le pegaba su marido y lo recorrió con la mirada de ida y vuelta como un cliente que quiere asegurarse de la calidad de la mercancía y con firmeza le dijo: «¡Pégale!».
Marta angustiada: «¿Pegarle? ¿Cómo? ¿Puede una mujer pegar a un hombre?».
Esto va a ser una gran vergüenza y no me salvaré de las habladurías de la gente.
Eddo: «¿Tú crees que estás a salvo del qué dirán? La gente habla de todas formas, ¿por qué no le cambiamos el tema de conversación y los dirigimos a temas más curiosos e interesantes?».
Marta: «¡Pero me va a matar!».
Eddo: «Estás muerta de todas maneras puesto que un hombre como este te va a degollar algún día como a una cabra enferma con la excusa de que ya no le sirves y de que ha desperdiciado su ganado en un matrimonio y una esposa que ni siquiera le trajo hijos».
Marta se puso tan nerviosa que empezó a escupir grumos rojos de sangre espesos y pegajosos. Eddo dejó el palo con una tranquilidad provocadora pretendiendo tocar su saliva mezclada con hilos de sangre y dijo: «De todas formas es tu decisión».
Miraba a través de la puerta y limpiaba sus ojos con los rayos del sol que empezaba a hacer sombra.
Se levantó añadiendo: «En cuanto al qué dirán, ya que las personas nacieron para hablar, seguramente se estarán preguntando cómo permite un rinoceronte como tú que una rata pequeña sin pelo la manipule,  puede que sencillamente sea que en su miembro no hay espermatozoides para concebir a un hijo», y añadió sarcásticamente intentando no reírse: «Imbécil». Y la dejó chirriante sin voz como una serpiente.
Marta empezó a ver su saliva roja y sus extremidades torcidas y estalló la ira en su interior. Cogió el palo que le llenó la palma de la mano. Sus ojos se entrecerraron un poco y suspiró. Colocó el palo detrás de su terrible y exhausto cuerpo, los latidos de su corazón aumentaron intensamente, su respiración iba abajo y arriba y sintió que un aire caliente salía de sus entrañas. Varios músculos de su cuerpo y de su cara se contrajeron y gotas de sudor se agruparon sobre su nariz y su frente como gotas de lluvia que bajaron lentamente hacia sus mejillas.
Por la noche vino su marido y empezó a herirla e insultarla llamándola estéril y suspirando por las vacas que había dado como dote. Le dijo que la iba a matar y cortar su carne para dársela a las alimañas de la tierra y del cielo y se levantó enfadado para darle una patada en su vientre. De repente, Marta se levantó como un árbol que brota del subsuelo con el palo entre las palmas y se plantó contundente en la mitad de la habitación abriendo sus piernas exactamente como haría para cortar la madera de los árboles con el hacha y se echó sobre él con todo lo que llevaba dentro; empezó a golpearle y cada vez que se echaba sobre él con toda su rabia para atizarle, con cada golpe insultaba el trasero de su madre, de su familia y de todos sus antepasados. Su respiración y su jadeo eran como insultos e iban al ritmo de los golpes hasta que empezó a chillar como las mujeres y lo sacó fuera, al patio, y ante la mirada de la gente lo levantó con una sola mano y le dio vueltas en el aire para tirarlo al suelo. Siguió atizándole con el palo como se golpean las mazorcas de maíz para sacar sus granos, le dio vueltas en el aire de nuevo y lo tiró varias veces hasta que perdió el conocimiento y se sentó encima exhalando como una bestia.
Intentaron los hombres sacarlo de sus garras, pero ella apuntó con el bastón hacia ellos y dijo con un tono fuerte y con la respiración entrecortada: «Si os acercáis alguien va a morir; por qué no veníais a rescatarme cuando él me pegaba cada noche, era porque le pegaba a una piel muerta; si hay alguien que le pique su piel y quiera golpes que se acerque». El coro de personas se fue hacia atrás como hacen las aguas tranquilas cuando se les lanza una piedra.
Marta respiraba como un toro furioso y arrojaba sangre coagulada a bastante distancia. Se estiró y se extendió hasta que se pareció a su gata en tamaño y se convirtió en un gran bulto de delirio y furia con los ojos bien abiertos.
Se acercaron a ella sus amigas Eddo y Elga aga-rrando cada una un brazo y susurró Eddo sonriendo en la oscuridad con el brillo de su diente dorado: «¡Bien hecho!».
Dijo Elga: «Levántate, va a morir, loca».
Se levantó agitada y se sentó apoyada contra la pared circular y con el bastón en su mano mientras la gente se reunía para resucitar a su esposo malherido. Por la mañana, estaba roto como un ratón mojado mirando a Marta con ojos incrédulos. Por primera vez se dio cuenta de su gran estatura y de sus orejas anchas como las hojas de la planta de la calabaza. Él estaba midiendo su tamaño en secreto mientras ella le enviaba mil cartas amontonando su bastón, con el que la golpeaba, en el fuego que ardía entre tres grandes rocas. Las lenguas de fuego empezaron a salir por debajo de la olla que hervía encima de las rocas, le estaba preparando un caldo caliente de la masa del maíz ácido que se prepara a los enfermos y a la mujer que da a luz para calentar sus heridas internas.
Le miraba de reojo con miradas fugaces e intermitentes que se rompían al caer al suelo por el temor a que se cruzaran. Mientras tanto ella vigilaba el fuego y el humo que, al arder el bastón, subía hacia el cielo nublado y su corazón se llenó de una alegría indescriptible, embargada por el anhelo de encontrarse con su amiga Eddo y morir de la risa.
Cuando por fin se encontró con Eddo, esta la recibió en el patio fríamente para no dejar al descubierto que había sido su principal instigadora, pero cuando pasaron adentro comenzaron a reír y a toser fuertemente, mientras tomaban merysa a sorbos, Marta le daba con placer los detalles de la paliza a su marido. Elga se unió a ellas trayendo consigo una gran cacerola de merysa sobre la cual bailaba una nube de espuma con burbujas oscuras. Marta cogió la cacerola y sopló las burbujas que estallaron sin producir sonido y empezó a tomar, y tomar, y tomar hasta que la dejó vacía, en medio del asombro de sus amigas y por entre un enorme bigote blanco de espuma eructó con tal fuerza que el techo parecía que iba a volar. Entonces se rieron a carcajadas y ella dijo contenta: «Siento una gran energía, soy capaz de combatir con un toro, como si hubiese nacido de nuevo y siento el deseo de pegar a cada uno de los hombres de esta triste aldea», y añadió con desolación que «no tener hijos es mi única flaqueza». Eddo se levantó para ir rellenando la cacerola con más merysa, y le dijo simplemente: «Acuéstate con otro hombre».
Las otras dos exclamaron al mismo tiempo: «¿Qué dices, Eddo?»
Respondió: «Lo que habéis oído, prueba y nosotras te protegeremos» y le guiñó el ojo a Elga. «Son muchos los pretendientes que todavía esperan algo pequeño que no arruine la vida de nadie. Es solo una experiencia, para que te asegures de quién no es capaz de procrear si el rinoceronte o el ratón». Luego todas rieron maliciosamente.
No había pasado un año cuando Marta dio a luz a dos gemelos varones, que eran tan parecidos que amamantaba a uno de ellos durante todo el día creyendo que los había intercambiado. Cuando se dio cuenta de lo que pasaba ató un hilo rojo en la mano de uno y un hilo azul en la mano del otro. Su esposo se alegró del nacimiento de los gemelos que era el tercer nacimiento en un año y por ello sacrificó una res. Así se hincharon las venas de su esposo que se sentaba orgulloso en las reuniones de hombres cantando en voz alta y agitando la lanza contra el cielo y sentía que había recuperado su dignidad después de aquella desafortunada noche en la que su esposa enloqueció y le pegó hasta que murió y volvió a la vida gracias al esfuerzo de los curanderos de la aldea, que le ayudaron a despertar de la muerte como Jesucristo.
La gente se alegró con él y se olvidó de su pasada humillación como primer hombre a quien le pegaba una mujer en la aldea, él celebró durante días el nacimiento de sus gemelos, sin darse cuenta del secreto que había entre Eddo y sus amigas. Marta siguió dando a luz a numerosos hijos fuertes sin saber sus amigas quienes eran sus verdaderos padres y sin que ellas formaran parte de la organización de los encuentros. Todo se convirtió en algo muy especial para ella conservando a su esposo quien empezó a tratarla con respeto hasta que un día él anunció en la asamblea de hombres que quería casarse de nuevo ya que Marta había envejecido y no aguantaba las contracciones de los gemelos.
En menos de un año con la nueva esposa empezó a golpearla, a llamarla estéril y a reprocharle que había perdido su dinero en una tierra baldía, todo pasó así hasta que Marta se sentó con ella y le aconsejó. Concibió después de dos lunas y su marido guardó silencio, así fue enorgulleciéndose ante las asambleas de los hombres por sus numerosos hijos que cultivarían la tierra y cuidarían del ganado con lo que su familia perduraría por los siglos de los siglos.
Tuvieron lugar muchos asuntos secretos que Eddo ejecutaba con inteligencia demoníaca sin que nadie lo supiera, pues de cara a la gente era la pobre mujer cuya alma había sido consumida por la tristeza y la miseria que se había apoderado de su mente. Antes de morir, se lavó y se puso un vestido blanco que solía llevar los domingos y envió a Lucy para llamar a sus amigas a las que dijo que su hija estaba preparada para el matrimonio, que había tenido la regla, que no quería que nadie se interpusiera en su camino y que si alguien lo hacía le recordaran su voluntad y le dijeran a su esposo que la cuidara como a un huevo o le enviaría su ira. Entonces golpeó el vientre de su hija en el lugar del útero exactamente y arañó con fuerza la masa de la carne por debajo de su ombligo con todo el puño y dijo como si estuviera recitando un hechizo especial: cualquier ser dentro de ti se supone que se desarrollará hasta convertirse en un niño y si Dios estuviese cerca y supiese que conozco su camino le perdonaré si te hace parir a todos los hermanos que murieron, pero hace que no se te muera un hijo nunca, que no sufras con la maternidad y des a luz a hijos con los que llenarás la tierra y hasta tendrás que espantarlos como a las moscas por su gran número; y vivirás solo para ser madre y morirás por el alboroto de los pequeños.
Entonces arregló su vestido y dibujó una cruz poniendo la mano sobre su pecho y cerró los ojos suspirando profundamente con voz alegre como si conversara con alguien que la llamara del otro lado diciendo: «¡Paciencia, estoy llegando, loco!».
Así sucedió de manera tan sencilla y entre sus amigas quienes creyeron que era un efecto de sus alucinaciones que habían vuelto nuevamente, pero no respiró más, se secó su sonrisa en la comisura de sus labios y el brillo de su diente dorado destelló en su boca sonriente como una estrella lejana.
Murió cálidamente como murieron sus hijos y en plena salud; quien veía su cadáver la creía dormida y no muerta; no se quejó de nada como si la muerte fuese una  decisión de manera firme. Lucy sabía que su madre conocía el camino de Dios, pero ella iba a coger otro camino como indicaba el que hubiera llamado loco a alguien.
De Lucy se apoderó la maldición, la maldición del nombre Iguino y la de la maternidad.  La gente se reía de su nombre en secreto y también en voz alta. Los niños jugueteaban con ella, colocaban las manos en sus traseros cuando pasaba, los jóvenes apretaban sus narices con el dedo índice y el pulgar como si ella desprendiese un mal olor, luego se partían de risa. Se enfadaba y lloraba a veces pero en vano. No podía cambiar su nombre ya que eso suponía un problema de vida o muerte, prefería la muerte, pero le daba pena su madre por la tristeza que casi la enloqueció, se quedó así hasta que llegaron los misioneros y creyó en ellos como lo hizo su madre, pero con una intención totalmente dife-rente. Ella quería conseguir un nombre mejor que no recordara los váteres a la gente, que no les incitara a la risa o que no les hiciese sentir lo putrefacto, todo lo contrario a su madre cuya intención era conocer el camino de Dios para vengarse de él. Asistían siempre a la misa de los domingos, charlaban con la gente sobre el amor a Dios y hacían la señal de la cruz reverentemente antes de tomar las comidas.
A pesar de que su madre le puso ese nombre ho-rrible para hacer que la muerte la obvie, se exponía a las dificultades de una muerte segura. Una vez estaba gateando y llegó hasta el final de la carretera principal en el momento en que regresaba del establo un gran rebaño de vacas con unos cuernos imponentes. Pasaban sin pausa y en el centro estaba Iguino rodando como una fruta de palma de la palmera entre las rígidas pezuñas de las vacas. Cuando pasó el rebaño ahí estaba sentada chupando su pulgar y asfixiada por el polvo y el olor de estiércol cuyo vapor se levantaba por encima de ella.
Una vez su madre la encontró enredada en la gran tinaja de agua, con las piernas hacia arriba y el resto de su cuerpo sumergido en el agua. Aga-rrando sus pequeñas piernas la sacó con los ojos salidos, los pulmones llenos de agua y el vientre a punto de explotar. La lanzó horrorizada, como si sacudiera a un animal para que no le mordiera la mano, de manera que chocó contra el suelo y de su interior salió agua por todos sus orificios. Era como un globo agujereado por muchas partes y después de que saliese de ella toda el agua se levantó diciéndole a su madre: «¡Tengo mucha sed!».
De este modo, siguió la muerte luchando con su madre y hundiendo su corazón hasta la séptima tierra. Más adelante se regocijó de que su única hija sobreviviera a varias muertes, incluso tras haber cumplido su primer año. Eddo estaba cansada de su lucha contra la muerte, notaba su corazón a punto de pararse y tomó una decisión diciendo: ¡La tristeza permanente es mejor para ella que las alegrías breves que la inquietan preguntándose cuándo se van a acabar! Pasó de su hija y empezó a tratarla como si no estuviese, prefería el dolor y considerarla muerta.
Lucy era huérfana o nadie conocía a su padre, porque la maldición de la muerte de los hijos de su madre hizo que su abuelo devolviera las vacas al marido de su hija para divorciarse de ella e ir a buscar otra mujer para tener hijos que vivieran más. Su madre vivió sola y destrozada, se apoderó de ella una intensa tristeza cuando su marido la abandonó y devolvió la dote a su granero.
Al menos él pudo compensarse a sí mismo y ella, a su vez, se compensó con el aislamiento y el estigma de la locura corriendo por su sangre, la preocupación por la vida de sus hijos y su temerosa expectativa de que había llegado el momento de la muerte. En ese momento, les daba la vuelta en su cuna y los despertaba del sueño feliz, sin dejar de pensar que era la muerte quien la tenía acostumbrada a aquella permanente tristeza que la perseguía sin poder decírselo a nadie.
Solía alimentar a un loco que venía a ella todos los días como una especie de sacrificio para que se rompieran las alas de la muerte de sus pequeños y desde entonces, él se convirtió en el único a quien hablaba sin que él dijese una sola palabra. Comía su comida y desaparecía para vagar por las calles de la aldea recibiendo maldiciones de los adultos y burlas de los pequeños, sufriendo el breve diccionario de insultos vigente en la aldea que no iba más allá de la maldición del culo. Así este insulto pasó a ser para él y para los que eran como él, uno de los insultos más humillantes, más aún que maldecir el culo de las madres.
Cuando entró en la habitación para traerle su comida, él fue detrás de ella y se quedó de pie, en silencio, respirando con esfuerzo y rápidamente. Estaba callado, pero todo en él hablaba con ruido. Estiró su órgano como un palo enorme apuntando a algo entre sus piernas, tenía algo especial que hacía que todo en él fuese visible, hasta los pelos que le sobresalían por la cara y el cuerpo. Su mirada hacia ella era una especie de deseo y dolor ahogado como la mirada de un cabrón excitado, se rascó su vello y luego rascó su órgano que aguantaba y escapaba de entre sus dedos con uñas sucias. Su corazón latía y comenzó a gemir, tragó saliva con dificultad como si algo cálido se adentrara en ella ordenándole que se tumbase y abriera hasta el infinito todos sus poros para que él entrara.
Como hacen las demás criaturas, el olor era el único idioma, giró alrededor de ella oliéndola como lo hace un perro con su hembra, mientras ella también intentaba ignorar el olor de la podredumbre abrumadora para implementar olores frescos que recién se estaban secretando, un olor que aún no había sido podrido por el sol, un olor indicativo de significados que con el lenguaje es difícil de explicar, algo así como las flores cuando se colorean deseando la fertilización. El color era lenguaje y el olor también, un lenguaje de los que no tienen voz, un lenguaje que penetra en el alma de los seres indicando su estancia eterna y renovada. El sudor frío también era un lenguaje, los olores del deseo desenfrenado también son lenguaje… El lenguaje de la unidad con un ser cuya voz nunca has escuchado, pero ahora conoce todos sus movimientos. Él la quiere y ella también quiere ahora ser atravesada por su flecha, se echó rendida y se estiró como una llanura repleta de hierba húmeda, acogiendo a las criaturas de la tierra para que pacieran en ella. Extendió su mano hacia la llama del farol y agarró su alma ardiente con dos dedos, sumergió la habitación en la oscuridad, pero él brillaba de alguna manera y ella lo veía a pesar de la oscuridad como si fuera una luz de luna que salía por un tragaluz. Era como alguien que venía del mundo de los espíritus, o tal vez salían del agua envueltos en una luz oculta que se veía incluso en la oscuridad.
La fornicó violentamente, la aplastó y se corrió dentro de ella constantemente hasta que nadó en la espesa viscosidad como un huevo roto. Ella tenía sed, deseándolo cada vez más. Estaba callado excepto su respiración sucesiva como un novillo herido. Su llanto como un niño en su regazo cuando sale el esperma de la vida, denso y tibio, y ella debajo de él se quedó en silencio llorando con un grito colgando entre su corazón y su garganta como un trozo de carne que no había masticado bien. Hizo que su respiración apenas se filtrara bajo su peso y olor, en un momento sintió que ascendían del suelo como un moscón cubriendo a una mosca en el aire, y a veces sentía que ahondaba en las entrañas de la tierra a una velocidad vertiginosa, mareándola, entonces ella se aferraba a él y lo apretaba hacia ella.
Ahora ella tenía la anchura de un huracán por lo que sería capaz de tragarlo entero, luego se calmaba y deseaba que se levantara por encima de ella, pero él continuaba hasta entrar en un torbellino de moscas que se elevaban en las alturas, y luego descienden al suelo y se abren como un agujero enorme capaz de tragar a un hombre en su útero sin esfuerzo y volver a parirlo de nuevo. Ella sintió una enorme alegría. Por primera vez sintió que la muerte estaba cerca de ellos, parada, indefensa, sin poder hacer nada, detenida, incapaz frente a dos personas que luchan por la vida muchas veces hasta la muerte. Lo sintió extenderse dentro de ella como una raíz espinosa con todas sus ramificaciones, aferrándose a ella y ella pegándose a él, como la relación de la tierra con el árbol.
No supo cuánto tiempo continuaron en ese ciclo de muerte y vida, pero en algún momento en el que la tranquilidad la golpeó, como si hubiera vaciado toda su energía con los arroyos de agua de vida que salían de él, comenzó a retirarse de  ella como el retiro del alma del cuerpo, lentamente. Un retiro que no era como la muerte sino como un nuevo nacimiento, lento, delicioso y en silencio que hace de la rendición un descanso eterno. Fue cayendo poco a poco como si temiera que algo de él se cortará dentro de ella, se transformó ese órgano rígido que la enfrentaba audazmente en algo blando como los intestinos, exhausto y encogido en una piel gruesa como un animal pequeño preparándose para la siesta.
Salió y se puso en cuclillas afuera esperando su comida, volviendo con facilidad a la hora de inicio como si nada hubiera pasado o como si no hubiera pasado el tiempo. Algo así como si hubiera entrado en un sueño y salido de él en pocos segundos, y cuando ella tardó y no llegaba con la comida, él salió de su casa en silencio, vagando por las calles de la aldea en la oscuridad mientras escuchaba el sonido amortiguado de sus vómitos.
Él nunca regresó de ese día. Ese incidente la ató al suelo durante dos días vomitando el olor del loco, y no volvió a verlo frente a su casa, desnudo, pidiendo comida. El loco dejó de existir. Ella seguía sus noticias gracias a las habladurías del pueblo, corría el rumor de que se había ahogado en el río. El agua había arrastrado su cuerpo hacia donde terminaban las cosas detrás del pueblo, y algunos decían que regresó al lugar donde nadie había puesto un pie en el bosque y se convirtió en un ser invisible, como sucedió con muchos que se ocultaron detrás de los densos montículos según unas conjeturas que se creían en el pueblo para evitar caer en el torbellino de los chismes.
Su aldea era como cualquier otra pequeña aldea y todo en ella era limitado y con dimensiones conocidas que no tenían extensión para casi nada. Solamente la extensión al bosque. Aparte de eso, se debía establecer un límite hasta que el sol saliera por detrás de este bosque y durmiera detrás de la montaña. La lluvia caía del cielo, se juntaba en el río y descendía para rodar por detrás de la montaña. Todo lo que desaparecía, desaparecía detrás de la montaña porque la montaña era su límite y lo que había detrás era desconocido y difícil de explicar, por eso tenían una montaña como refe-rente de todo. La incertidumbre les perturbaba, pues los sucesos no se quedan flotando sin fin.
El loco desapareció y ella quedó embarazada de Iguino, quien al final se convirtió en Lucy… Nadie preguntó por el origen de la niña. Quizás sea un recuerdo de su esposo que se olvidó en su vientre después de que la abandonara por otra mujer que no tiene maldición y la muerte no estaba atada a su puerta para secuestrar a sus hijos.
Estas eran algunas de las conjeturas con las que el pueblo silenciaba las habladurías y conversaciones sobre lo que no beneficiaba a la gente, pero ella sabía en el fondo de su corazón que era hija de ese loco, y que la concibió en una noche y con un coito que casi la ahoga con el esperma de su virilidad.
Debido a su locura, se contó la historia de que un día se perdió en el bosque hasta que llegó a un lugar donde ningún ser humano había pisado antes, habitado por criaturas invisibles y ninguna criatura había muerto en él, y quien lo pisara no debía matar a ningún ser vivo en ese lugar.
A menudo llamaba a las personas por sus nombres y el eco resonaba en el lugar. Pero a todos se les advirtió que no se giraran ni respondieran a la llamada, cualesquiera que fueran las razones. Si llegaran a hacerlo seguirían perdiéndose, girando y girando en un círculo vicioso que comenzaba en un lugar y terminaba en él sin importar que caminara en todas las direcciones y se haría cada vez más pequeño hasta que desaparecerían en el aire y se convertirían en uno de ellos. Se dijo que Olio, —este es el nombre que tomó tras encontrarlo la gente después de varios días de desorientación—, había dado vueltas y vueltas tras haber respondido a la llamada, a pesar de conocer las advertencias, al oír la voz de la llamada que sonaba como la voz de un amigo familiar. Estuvo perdido durante días, y el pueblo fue alertado por el sonido de los tambores. Después de haber desaparecido durante todo un día, los poderosos del pueblo estaban armados con lanzas y flechas y se movilizaron para buscarlo. Cuando lo encontraron, desviaba la mirada y no les quería decir nada bajo ningún concepto sobre el mundo de los seres invisibles que llamaban a las personas por sus nombres.
Él hablaba solo, sin voz, señalando con el dedo al aire y sonriendo a veces, pero Eddo tenía una explicación secreta para el asunto ya que pensaba que había ido a los antepasados y había escuchado cosas terribles que sucedieron antes y otras que pasarán en el futuro. Había quedado mudo por el horror de las cosas. Los antepasados todavía lo seguían mencionando de vez en cuando.
Se acercó a él para averiguar ¡qué había de eso en particular! Esa fue la razón por la que ella lo alimentó para que le revelara el secreto de la muerte de sus hijos y el destino de su futuro, pero él permaneció en silencio hasta que desapareció, dejándola con un feto en su útero mientras nadaba por la viscosidad como un huevo roto. Era uno de los signos de la descripción cuando alguien quería llegar a su aldea, por lo que se llamó la aldea de Machnun (el loco) y el nombre continuó hasta el día de hoy.
Lucy creció en brazos de la gente del pueblo, después de que su madre se encogiera para proteger su corazón de los dolores y la abandonara delicadamente. La amamantó Elga para devolverse el favor entre ellas y aprendió a caminar junto a los niños que jugaban en la calle. Dormía donde el sueño la vencía. A su madre nunca la extrañaba y se preparaba para no llorar cuando muriera. Pero en el colmo de la negligencia de su madre, Lucy se convirtió en el centro de atención de todo el pueblo. Todos la llamaban, todos jugaban con ella, todos le regalaban la mejor ropa, la comida y el amor que tenían, por eso creció sin necesidad de nada. Nunca tuvo hambre. Nunca caminaba desnuda como muchos niños que solo se vestían en las festividades, nunca lloraba.
En su adolescencia, ella solía ayudar a todas las mujeres del pueblo, considerándolas como sus madres, a traer agua del río para llenar los cubos y cacerolas, a cocinar para otros y quedarse con los hijos de cada una hasta que venían de las fincas y la poda. Su espalda siempre estaba cargada de niños de los que ni siquiera conocía sus nombres ni los nombres de sus madres. Era como un árbol o una estaca en la que la gente ataba a sus animales para satisfacer sus otras necesidades. Sus madres los ataban a su espalda con una tela resistente de la que colgaban cuerdas de sus cuatro esquinas. Ella ataba a cualquier niño a su espalda y las cuatro cuerdas se juntaban en su pecho para formar un lazo fuerte y compacto que manejaba durante el día.
La llamaban «la niñera». El niño lloraba, orinaba, se cagaba y dormía sobre su espalda hasta que llegaba su madre y los lavaba juntos y la cambiaba, ya que tenía ropa en cada casa, un lugar designado para dormir en cada hogar y cosas en cada lugar, por lo que no tenía dudas para elegir donde dormía, se bañaba o comía. Su madre decía en secreto: «Debe haber heredado la locura de su padre».
A pesar del disgusto del significado de su nombre, ella lo convirtió en lo más hermoso que se puede llamar a una persona. Algunas mujeres incluso bendijeron su nombre, y se lo pusieron a sus hijas, incluso a las que son mayores que ella, para que se volvieran obedientes, enérgicas y pacientes como ella, sin quejarse nunca. Y para que se volvieran también hermosas. El nombre creció, hasta que las niñas fueron alumnas de la escuela y cuando alguien llamaba Iguino, todo el pueblo respondía con una voz fuerte «yoonq», es decir, sí… Esto asustaba a los pájaros que huían de sus nidos en los tejados de las cabañas y de las copas de los árboles.
A veces ninguna de ellas respondía, pensando que eran a las otras a las que estaban llamando. En ese momento, añadir el nombre de la madre al nombre de su hija se convirtió en un requisito previo después del nombre Iguino para distinguirse entre ellas y ella siguió siendo la Iguino original sin el nombre de una madre que la acompañara.
En cuanto a su madre, no salió de su habitación. Desde que el loco la dejó, ella resistió los mareos y los vómitos, así pasó unos días difíciles de fiebre y embarazo en los que experimentó todo tipo de antojos. El loco le pasó el germen del descuido, por lo que se desatendió a sí misma y a su hogar. Se vistió con harapos, descuidó pavimentar su habitación con arcilla negra y la pared fue carcomida desde dentro por la humedad y los pequeños insectos. Aparecieron varias grietas en las paredes por donde se colaban lagartos y la luz. Nuevamente el olor del pequeño cadáver salió de la habitación.
A veces se sentaba en el umbral de la puerta hasta que se ponía el sol y se volvía por las noches como si estuviera atrayendo a alguien para que se acercara tras ella y la llevara a espacios de amor, placer, muerte y de tener hijos. No estaba loca, pero amaba la locura. Su locura silenciosa se apoderó de su corazón, su mente y su alma, y se hundió en la nada.
Sus dos amigas solían turnarse para visitarla de vez en cuando y explicaban que su dolor se reno-vaba, pues la madre que perdía a un hijo, se entristecía por él toda la vida, se quedaba con va-rios hijos a los que se les había dado un nombre.  Era muy difícil que un niño muriera después de llevar un nombre que se quedaba pegado al corazón para siempre.
Ya no les hablaba ni les sugería soluciones maliciosas, por lo que creían que estaba realmente loca y que debían dejarla en su mundo. Los locos amaban la soledad y no les gustaba que sus mundos fueran invadidos por racionales, molestos y desordenados. Solo le limpiaban la habitación y le llevaban agua y comida. Se mantenía ocupada con sus propios asuntos a la vez que mantenía la distancia del control diario. También observaba a todos a través de las grietas de las paredes. A su hija también la vigilaba y la envolvía con un aura de protección lejana.
La madre la protegía de la atención excesiva de la gente de la que ella disfrutaba, de sus amores y sus preocupaciones.
Meditaba profundamente sobre las acciones de esta hija maldita como su padre y en secreto se regocijaba de haber dado a luz de nuevo de una forma diferente para llamar la atención. Estaba negociando la muerte al no acercarse a ella. Tal vez estaba trayendo la muerte a sus hijos como una bruja perdida que no sabía que la estaba matando con amor.
Ella permaneció en su soledad, mientras las hierbas crecían salvajemente en su patio, bloqueando la puerta y ocultando la habitación a la vista, ahogando las pequeñas tumbas en el verdor. De vez en cuando, algún vecino voluntario las cortaba para que no atrajeran mosquitos, serpientes, hienas y alimañas.
Mientras acechaba detrás de las grietas, escuchó gritos y lamentos. Luego vio gente corriendo rápidamente frente a su único ojo que lo miraba todo. Iguino se había caído de la copa del árbol y se había golpeado en el cuello. Miró hacia arriba como cualquier loco de verdad creyendo que el accidente había sido provocado por algo y empezó a hablarle a la imaginación de un ser que solo ella veía: «¿No acordamos que te alejases de ella?». Ella se refería a la muerte, que se convirtió en un enemigo con la forma de un amigo que susurraba, estaba de acuerdo con él y le reprochaba.
Abrió la puerta y corrió como una flecha si-guiendo a su corazón, el cual saltó, rodando frente a ella en la dirección del accidente, adelantando a todos como si fuera un corredor profesional con su cuerpo alto y esbelto. La encontró tirada allí como una papayuela enferma con las extremidades torcidas y la cara vuelta hacia el ocaso, gimiendo como un toro.
Su mente volvió a ella, era consciente de todo. Las desgracias, a medida que avanzaban las mentes, ella también las devolvía. Les advirtió que nadie se le acercara. Que respetaran su maternidad con la niña, ya que debería ser la más cercana cuando muera. Luego se arrodilló sobre ella llamándola por primera vez «Mi hija … Iguino» con una voz que llevaba toda la ternura de la maternidad dañada por los muertos como una promesa, como si estuviera desafiando a la muerte y fuera ella quien pensaba que estaba acostumbrada a la pérdida. Susurró muy cerca de su corazón: «Cuando te toque y te pregunte si aquí está el dolor, solo parpadea».
Así, comenzó a enderezarse de su condición e Iguino parpadeó mucho en algunos de sus toques, por lo que estaba advirtiendo, hasta que todas sus extremidades volvieran a su posición normal, donde una persona debe morir de manera digna.
Tenía una fractura en la mano y otra en la pierna, el cuello torcido. El rostro lleno de heridas por las ramas y moratones y le faltaban dos dientes de la mandíbula superior. La llevaron a su casa sobre unas maderas entrecruzadas, como a un animal recién cazado, y luego los echó a todos. Fue golpeada por una actividad y una presencia mental repentinas. Amasó arcilla negra y la puso alrededor de la mano y la pierna rota de su hija. Enderezó su cabeza y puso barro a su alrededor, inmovilizándola como una pared. Nada se movía en ella excepto sus ojos y el resto del barro pavimentaba la habitación desde el interior para cerrar las grietas que desprendían el olor del cadáver y evitar la entrada de reptiles. Quitó los trapos con los que había tapado el tragaluz hasta que entró el sol. Luego se dirigió al río para lavarse los harapos y convertirse en una persona digna de cuidar a una hija enferma.
Lo dejó así hasta que se secó por completo. Durante días Iguino estuvo dolorida por la rigidez del barro que se secaba y la madre la veía curarse pacientemente. Por las noches dormía cerca de ella como si estuviera durmiendo cerca de una tumba, conteniéndola y contándole sus viejas historias:
«La historia del sultán que se convirtió en humo y voló con su esposa a su espalda después de que la gente del pueblo descubriera que estaba matando a sus hijos para comerse sus hígados. Y la historia del conejo inteligente (Onqi) que manejaba las travesuras mientras inspiraba a todos a desha-cerse de sus madres y escondía a su madre sobre lo alto de una palmera y solía llevarle comida y agua en secreto, hasta que esto se descubrió y el resto de los conejos se deshicieron de su madre sin su conocimiento. La buscó sin encontrarla y mientras estaba sentado en la Asamblea calentándose con el fuego de las ramas que ardían y lanzaban un humo espeso, se puso triste y se puso a llorar y después le preguntaron «¿qué te pasa Onqi?», él respondió que el humo le entraba en los ojos. Mientras, todos sonreían en secreto a la vez que se vengaban de él y saboreaban la sensación de perder a una madre».
Días después, Iguino empezó a hablar con su madre y fue muy amable con ella. Ella le contaba cómo se cayó y se reía mientras comían sopa de tortuga y pescado. La madre supo que comenzaba a sanar y el dolor la abandonó. Reírse del dolor es señal de cerrar las heridas, por lo tanto, nada más que las cicatrices y la alegría de contar historias. Luego, poco a poco, su risa se hizo más fuerte y después de unos días, ella le quitó el barro, debido a que Iguino sentía una picazón intensa en dife-rentes partes de su cuerpo porque las termitas habían construido sus casas sobre ellas y comenzaron a almacenar granos y poner miles de huevos diminutos y brillantes.
Ella la apoyó para volver a caminar y desde ese día no se separaron hasta que los misioneros blancos vinieron a bautizarla y le cambiaron el nombre de Iguino por Lucy, y con ella, cada niña llamada Iguino, automáticamente, cambió su nombre a Lucy, pero Eddo se negó a cambiar su nombre diciéndole al sacerdote: «Llevo el nombre de nuestra bisabuela y temo que se pierda. Como sabes, no tengo hijos y el apellido desaparecerá y, esto, seguramente no dejara satisfecho ni al mismísimo Dios».
Pero ella justificó a su hija en una noche lluviosa y muy húmeda: «Solo temo que el Señor no me reconozca cuando lo encuentre. En ese momento, no podría preguntarle sobre mis hijos a quienes la muerte alimentó». Pero al final, accedió a bautizarse y aceptar el nombre eclesiástico adjunto a su nombre original, por lo que se convirtió en María Eddo y a partir de ese día, todos mantuvieron sus nombres agregados a nuevos nombres, como anillo en el dedo. Todos los nombres representaban la dualidad, Marta Isay y Rebeca Elga, excepto el nombre Lucy Iguino que significaba un nombre donde cualquier Lucy era Iguino. Mucho después, la gente abandonó el nombre de Iguino después de que su dueña emigrara con su esposo a la gran ciudad. El nombre de Lucy permaneció allí como el nombre de una santa, pero las abuelas cuando se les preguntaba a una de ellas su nombre y decía «Lucy», ellas respondían: «Bueno, Iguino, ve a traerme un poco de agua», ignorando por completo el nombre de Lucy.

 

Título: Arwah Eddo (Los espíritus de Eddo)
Autor: Stella Gaitano
Refiqui Ediciones,
Año de publicación 2018
ISBN: 9789776597334

Stella Gaitano (Jartum, Sudán, 1979-) hizo la carrera de farmacia en la Universidad de Jartum. Su familia proviene de Sudán del Sur. Comenzó a escribir relatos en la escuela primaria, y uno de los primeros, «Buhaira bihajm shajarat al-papaya» [Un lago del tamaño de una papaya], fue inspirado por su abuela. En la colección de relatos Zuhur Dhabila [Flores marchitas] (2014), Gaitano examina los destinos de las personas que huyeron del conflicto en Sudán del Sur, Darfur y las montañas de Nuba, y que hoy viven en campos de refugiados cerca de Jartum. Al-Awda [El regreso] (2014), su otra colección de relatos, examina el regreso de sursudaneses a su nuevo país con grandes expectativas y también grandes decepciones. Su novela más reciente, Arwah Eddo [Los espíritus de Eddo], se publicó en 2018 y fue traducida al inglés en 2020 (Daedalus Books). Vive y trabaja en Jartum.

Pilar Garrido Clemente (Plasencia, 1976) es doctora en Filología Árabe por la Universidad de Salamanca, es profesora titular del Área de Estudios Árabes e Islámicos de la Facultad de Letras de la Universidad de Murcia, donde investiga e imparte clases desde 2007. Con anterioridad ha sido también docente en la Universidad Federal de Juiz de Fora (Brasil), en la Universidad de Yarmuk (Irbid, Jordania), Muhammad V de Rabat y Sevilla. Como arabista especializada en islamología y en lengua árabe, ha impartido conferencias, cursos y seminarios en universidades y centros de múltiples países: Alemania, Yemen, Brasil, EE. UU., Inglaterra, Francia, El Líbano, Jordania, Turquía, Bulgaria, Marruecos, Argelia, etc., y ha dirigido varios congresos internacionales.

 

 

 

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