LA CALLE DE LOS CRISANTEMOS, un relato de la tunecina Rachida el-Charni

 

Traducción: ALVARO ABELLA VILLAR

 

Rachida el-Charni

Cuando lo vio acercarse en su dirección, silbando y tarareando, y cuando se detuvo ante ella para preguntarle muy educadamente si sabía cómo se llegaba a la calle de los Crisantemos, no se ima-ginó ni por un momento que aquel hombre aprovecharía un instante de distracción mientras pensaba para arrancarle el collar de oro y salir huyendo.
El hombre había aparecido por la misma acera por la que ella caminaba despreocupada y nada en su apariencia despertaba desconfianza o recelo. Al contrario, su aspecto elegante infundía respeto y confianza, y sugería una situación acomodada.
Ante el rápido movimiento de la mano del hombre, ella sintió como si le desencajasen el esternón. Por un instante se quedó paralizada de la sorpresa, pero rápidamente se recobró de la conmoción y se volvió hacia él, gritando con furia: «¡Mi collar! ¡Al ladrón!».
La rabia le infundió fuerzas y salió tras él sin dejar de soltar chillidos histéricos. La gente  asomó desde las tiendas, las casas y los talleres mecánicos que había a ambos lados de la calle, y permanecieron inmóviles contemplando la escena, pasmados.
Era más rápida de lo que el delincuente había imaginado, y en pocos segundos logró acercarse a él y entorpecerle el paso. El hombre no había contado con la posibilidad de que una mujer fuera capaz de perseguir a un ladrón con tanto empeño.
El hombre empezó a correr en zigzag. El sol asomó tras las nubes y brilló sobre sus cabezas. Cascadas de luz caían sobre el rostro sudado del ladrón, provocando destellos en el collar que agarraba entre sus dedos retorcidos. Del collar colgaba un pequeño marco de oro con la Torre de Babel en una cara y la Cúpula de la Roca en la otra. Durante toda su vida había perdido muchas veces joyas de su posesión sin entristecerse demasiado por ello ni preocuparse por el valor de lo perdido, pero en esta ocasión sentía como si de repente le hubiesen arrebatado el alma.
Se aproximó al ladrón apretando los dientes, estiró el brazo hacia él y sus dedos estuvieron a punto de alcanzarlo. El hombre se giró como una peonza y al instante, su pierna derecha se dobló y perdió el equilibrio, lo que permitió que ella lo agarrara de la camisa. Lo retuvo, impidiéndolo avanzar mientras su camisa se le-vantaba dejando al descubierto su espalda morena. El hombre intentó zafarse pero no lo consiguió.
La gente se arremolinó en torno a ellos como un enjambre de abejas, pero nadie dio un paso adelante para socorrerla. Estaban pasmados, como si la conciencia les hubiera abandonado. Ella soltó otra ola de gritos nerviosos, insistiendo en su súplica de ayuda: «¡Ladrón! ¡Devuélveme mi collar!».
De pronto, el hombre sacó un cuchillo de un bolsillo oculto en su pantalón y se giró hacia ella blandiéndolo ante su rostro. Sintió el sonido de los pies de la gente al retroceder, y a su alrededor se alzaron voces de advertencia:
—¡Retrocede! Va armado.
—No seas tonta. Te va a rajar la cara.
—Eres más débil. ¿Cómo te atreves?
—¡Qué mujer más terca!
Su rostro se embruteció, como si un genio colosal habitara en lo más profundo de aquella joven de apariencia tranquila. Era una mujer de gran valentía, y en ningún momento manifestó temor ni voluntad de desistir.
Un muchacho de uno de los talleres mecánicos avanzó para ayudarla, pero los hombres lo retuvieron diciéndole en un tono más cercano a la violencia que a la sensatez:
—¿Acaso quieres que te maten? Déjala que se las apañe, ella sola es la responsable de su terquedad.
El miedo de la gente le llegó al corazón y sus voces de reproche la hirieron. De nuevo sintió sus movimientos apartándose de ella como pajaritos.
—No sirve de nada resistirse. Tiene un arma peligrosa —repitieron algunos con un aberrante derrotismo.
Pero la pasividad de la gente acrecentó el empeño de la mujer. En su interior se desató una rabia ciega. Intentó proporcionar a sus uñas una fuerza equivalente a la del cuchillo que se blandía ante su cara, moviéndolas con destreza en torno al arma y buscando un hueco por el que llegar hasta el rostro del hombre, mientras mascullaba con determinación: «Aunque tenga todas las armas del mundo, no voy a dejar que se lleve mi collar».
De repente el hombre se abalanzó hacia ella. La miró por un instante frunciendo los labios y mostrando un rencor latente. Vio su rostro en tensión reflejado en las pupilas de los ojos ama-rillentos del hombre que repetía con rabia enseñando sus dientes blancos:
—¡Salvaje testaruda!
El hombre la sorprendió con unos fuertes puñetazos dirigidos a la sien y la cara. Perdió el equilibrio y su cuerpo cayó a los pies del ladrón. Los puñetazos continuaron y fue aflojando la mano que agarraba la camisa hasta que finalmente el hombre se liberó. El muy cerdo le propinó una violenta patada delante de todos los presentes que miraban con el rostro encogido de terror y paralizados por la cobardía. Luego la pateó con saña y salió corriendo.

Se recobró rápidamente y se levantó para volver a perseguirlo, con el pelo revuelto, sangrando de la nariz y la ropa cubierta de polvo.
Corrió con todas sus fuerzas gritando de dolor: «¡Mi collar!». Para entonces el hombre ya había llegado hasta un compinche que lo aguardaba en una motocicleta en la esquina de la calle. Se montó apresurado tras él y la moto arrancó, abriéndose paso entre la multitud. En aquel momento comprobó  que todo estaba planeado y diseñado con antelación.
Se derrumbó de rodillas, sin fuerzas y per-diendo la entereza. Rompió a llorar con amargura y se adueñó de ella un temblor de vergüenza por vivir en aquella calle. La pasividad de aquellos vecinos era más dolorosa que el ataque de aquel extraño. En el culmen de su tristeza, se acordó de aquella muchacha violada por un grupo de jóvenes en una calle de El Cairo sin que ninguno de los viandantes se acercara a socorrerla. Sus corazones se cerraron de repente y se limitaron a contemplar la escena como si estuvieran viendo una entretenida y atractiva película.
Su imaginación voló al pasado, a una guerra intestina entre dos tribus árabes que duró cuarenta años debido al ataque a una camella. Sintió la humillación humana en su interior y suspiró apenada mientras en lo más profundo de su corazón algo se helaba. De repente sonó la llamada a la oración de mediodía y la voz del almuédano acompañó su sollozo interior, vertiendo paz en su espíritu con su voz pura.
La gente se arremolinó a su alrededor, consolándola pero evitando cruzar su mirada.
—Sentimos lo que ha pasado.
—No deberías ser tan temeraria y correr esos riesgos.
—¿Cómo te lanzas a tu muerte con esa determinación?
—Ya pasó el mal trago. Tendrás un collar mejor.
—Deberías guardarte tus posesiones y no mostrarlas nunca.
Con su orgullo herido, contempló los rostros de aquella gente. Sintió como si se hubiera le-vantado un muro de silencio entre ella y los vecinos. Se incorporó, cubierta por el polvo de la batalla. Le llegó una voz que decía con un odioso tono bajo:
—¡Debería darte vergüenza! Has sido el hazmerreír del barrio. ¡Qué triste!
Se giró buscando al dueño de esa voz. Mirando fijamente los rostros de la gente, exclamó:
—¡Cobardes! ¡Gallinas miedosas! ¿Desde cuándo resistirse te convierte en hazmerreír?
Lo dijo con amargura y dolor, como si la violencia brotara por su lengua dominando con ímpetu a los presentes.
Avanzó sola hacia la casa de sus padres, que estaba al final de aquella calle, mientras sentía  unas pesadas sospechas brotando en su mente.
Intentó caminar recta bajo el sol que, tras desprenderse del velo de nubes que lo cubría, comenzaba a lanzar sus llamas sobre las cabezas, insuflándoles su ciego rencor.

***

 

Rachida el-Charni nació en Túnez en 1967. Estudió derecho. Ha publicado dos colecciones de relato breve en árabe: La vida (1997) y El relincho de las preguntas (2000). Por ambas colecciones, ganó premios literarios árabes en Túnez y Sharjah. Acaba de terminar su primera novela. Rashida vive en Túnez, donde trabaja como inspectora de escuelas de primaria.

Álvaro Abella (Burgos, 1978) lleva más de una década dedicado a la traducción literaria y ha vertido al castellano cerca de 40 obras del árabe, el inglés y el francés, incluyendo autores de renombre como Naguib Mahfuz, Alaa Al-Aswany, Yasser Abdel Latif, Jeannette Winterson o Kathryn Stockett. Ha vivido en Palestina, Túnez y Egipto, donde ejerció de profesor en la Universidad de El Cairo. Actualmente es investigador y profesor de árabe en la Escuela de Traductores de Toledo.

 

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