Fatima Abdulhamid: Extracto de la novela El horizonte más alto

Fatima Abdulhamid y portada de la novela

Voy de camino hacia ti
Extracto de la novela El horizonte más alto
Traducción de María Luisa Prieto

Estoy justo detrás de ti… ahora estoy mirando la parte trasera de tu cabeza mientras lees estas palabras, así que ten paciencia y no te des la vuelta antes de que termine lo que te he venido a decir. Esta no es una historia inventada aunque te hable directamente con tu propia voz, ya que mi voz no sería agradable. Estarás seguro de eso cuando nos encontremos cara a cara, porque inevitablemente nos encontraremos, no importa cuánto tiempo pierdas lejos de mí… no mires el reloj, como si el tiempo te importara tanto, vives la mayor parte de él como de costumbre… y nunca has evitado la equivocación en aras de la razón, sencillamente porque la equivocación no ocupa tanto tiempo como la razón. No te preocupes por tu ser perecedero si te atrapo antes de que él te atrape… y tómatelo con calma, conmigo es menos complicado porque nadie en el cielo tiene un motivo para destruirte. Pero es el instinto terrenal el que te ha inculcado la creencia de que toda ganancia para unos es una pérdida para otros.

No tengas miedo… estar allí es diferente a estar aquí. Allí el ser no crece verticalmente como vosotros aquí sino que crece en sí mismo y para sí mismo, lejos de los demás. Y allí se extienden escaleras infinitamente largas, de abajo hacia arriba… del infierno al paraíso, y cada uno tiene su propia escalera. Uno puede empezar a subir desde la parte inferior de la escalera, otro desde el medio y un tercero desde la parte superior. El pie de alguno de ellos puede resbalar cada vez que suba uno o dos peldaños, para quedarse cerca del fondo. Algunos suben los peldaños rápidamente, en un ascenso sin fin. Así, nadie es como otro y nadie se vuelve hacia otro. Y mi trabajo eterno consiste en llevaros de aquí hacia allí.

¡Sí! Soy tu peor temor y el guardador del secreto de mi repentina visita a ti, y esto no les gustará a todos los que se preocupan por ti. Para que lo sepas, da lo mismo volver la cara hacia la pared en el momento de mi llegada o darle la espalda; de cualquier manera, no podrás alejarte de mí porque entonces tendré mayor poder sobre ti.

¿No dijisteis que el chorro del agua, cuando se abre el grifo, es imposible que retroceda? Aquí estoy, justo detrás de ti, así que ten paciencia y no te des la vuelta.

Bueno, todas las ideas comunes en la tierra sobre el momento en que comencé a ejercitar esta actividad son inexactas, además, el comienzo no te importa, lo único que tienes que comprender es que soy el toque final, el toque que recorre tu dolor crónico después de una larga lucha contra la enfermedad y te hace preguntarte: ¿adónde se ha ido todo ese dolor de repente? Soy el origen de tu instinto de miedo desde que eras un feto y te aseguro que olvidar mi existencia es una solución que no te salvará, pues de una manera que ningún ser creado puede comprender, todos los puestos superiores están determinados en el lecho del Creador y por desgracia mi trabajo es estar disponible para atraparte. Yo no desciendo de una familia de pura luz como el resto de los ángeles ni fui creado de fuego como los demonios… fui creado de luz y fuego, por eso se me confió esta tarea temible, la tarea de aligerar la tierra del peso de sus criaturas. Por tanto, merezco, por justicia, que no me angustiéis con todo este dolor mundano. Te salvaré de muchos tiranos y de algunos ricos aburridos con aviones privados, y salvaré a algunos de vosotros de una vida crónicamente enferma que los agota, y agota a quienes los rodean.

En todo caso, por muy malo que sea lo que os haya dicho, no es peor de lo que siempre habéis pensado de mí. Este es mi destino y el vuestro, y nadie puede quitarme del contexto de su historia, ni siquiera en el caso de Suleimán Ali al-Rayyes, que vivía en el número treinta y siete, encima del supermercado al-Masarat en el barrio de Baddar, a dos edificios del aparcamiento… a pesar de todo lo que sé sobre él, no me avergüenza en absoluto reconocer que allí me pareció diferente. Tan pronto como me acerqué a él y entré a la historia por la puerta trasera, la tierra giró en una nueva rotación que me hizo necesitar algo de tiempo para corregir esa trayectoria.

Según el dicho: «Cuando estés a punto de levantar una piedra del suelo, debes prepararte para lo que encuentres debajo, y si no estás preparado para eso, no pienses desde el principio en levantarla». Aunque esta norma básica resulta familiar para muchos, algunos la ignoran. Eso le sucedió a Umm Suleimán, Sayyida Hamda, cuando recogió la piedra en cuestión y casó a su único y huérfano hijo, a la edad de trece años, con una chica once años mayor que él. Ella pensó que estaba lista para lo que encontraría debajo de esa piedra, pero sus parientes y vecinos la ridiculizaron, y sobre todo los padres de las jovencitas, los cuales se abstuvieron de emparentar con ella con una mirada de superioridad que le hizo aprender la ciencia de la certeza: que la corta edad de las chicas no habría sido motivo para impedir que su único hijo se casara con ellas si contara con prestigio o dinero. Ella quería preservar la dinastía acelerando la rueda del tiempo, pero solo cinco meses después de casar a su hijo con la hija de su tío materno, Nabila, se sentía completamente frustrada y tenía las fuerzas agotadas de repetir cada tarde sus intentos desesperados por traer de vuelta al recién casado que se escapaba de su mujer para jugar al fútbol con sus amigos… tiraba de él y lo agarraba de la oreja y del hombro, regañándolo con un tono de voz que hacía volverse a los que pasaban. Al principio, los seguían sus amigos más bajos, la mayoría compañeros de clase, pero el grupo aumentaba, a medida que se acercaba a su casa, con alumnos de todas las clases de la escuela, así como sus hermanos que todavía no iban a la escuela. Gritaban al unísono tras él: «Suleimán, Suleimán… se escapa de la casa conyugal». En cuanto llegaban, su madre inmediatamente lo empujaba hacia su dormitorio, que estaba en medio de la casa, separado de otra habitación, preparada para recibir a los nietos. Lo empujaba hacia el dormitorio, lanzándole a los oídos la acostumbrada frase: «Haz lo que hacen los hombres… ¿me entiendes?». Le repetía esa frase al oído mostrando una cara redonda y llena de arrugas. Se lo dijo de muchas maneras: enfadada, cariñosa o mezclada con incitadora malicia femenina, rematada con un guiño que Suleimán imitaba con otro guiño similar sin saber exactamente el motivo. Nadie dudaba de que ella había tocado todas las puertas, con aquella frase que a él le costaba entender: «Haz lo que hacen los hombres…». Y en las situaciones más desesperadas lo decía dándole palmaditas en la espalda y gimiendo con un llanto retenido en su pecho, balanceándose en su sitio, mientras Suleimán estaba sentado a la altura de dos escalones del suelo, con uno de los pies doblado cerca del pecho y el otro moviéndose en el suelo. Agarraba una piedrecita y la ponía entre dos dedos, luego la tiraba lejos, como hacía su madre con los granos de arroz negros antes de cocinarlo, y cuando gritaba enfadado, extendiendo el pie al lado de su esposa, para levantar juntos una repentina nube de polvo. Su madre cerró los ojos y le oyó decir, como si hubiera encontrado la solución mágica: «¡Haré lo que hacen los hombres si me dejas jugar al balón!».

Aunque había unos pocos que admiraban el coraje de Sayyida Hamda para formar su familia, el número de sus críticos era mayor. Las orejas de Suleimán se agrandaron de agarrarlas y tirar de ellas tan fuerte, y se alejaron notablemente de su cabeza… se convirtieron en orejas de murciélago, según diagnostican los médicos este fenómeno, y quizás eso indujo a la madre a dejar de llevarlo a la casa tirando de una de ellas y a contentarse con agarrarlo del cuello. Suleimán empezó a tener un fuerte hipo, incluso cuando estaba dormido, y su mujer no dejaba de escuchar esas patadas que casi le saltaban del pecho.

Nabila tardó un año y tres meses en comprender completamente lo que hacen los hombres con sus esposas cuando están a solas.

Suleimán heredó de su madre la ignorancia del peligro de lo que se esconde bajo las piedras. Por eso se despertó aterrorizado ese día, casi a las tres de la mañana, con marcas de la almohada en la mejilla. Se levantó de la cama, aquejado de un hipo que se curaría bebiendo agua, tiró de la colcha, la arrojó al suelo y salió de puntillas de su habitación, tratando de evitar el suelo frío. No sabía dónde sus dos nietos habían escondido sus pantuflas e ignoraba la dirección a la que iría, lejos del insomnio y lejos de la cama. Excepto los últimos nueve días, durante los cuales el tiempo había transcurrido tan pesado como si cruzara una barrera de cemento, Nabila no había estado fuera de su hogar tanto tiempo durante treinta y ocho años. De ahí que se encontrara atrapado en la cocina, sin saber por dónde empezaba la noche. Aunque las formas de aliviar el insomnio pasaron ante sus ojos en mensajes que había leído en la pantalla de su teléfono hacía años, ahora no recordaba ninguna. Por eso, parándose frente a la despensa, bajo una lámpara circular que colgaba del techo de su cocina, cuya luz se reflejaba sobre la mesa en forma de un plato de sombras, pensó para consolarse: «Los métodos para aliviar el insomnio son como los métodos para enriquecerse rápidamente, y solo pueden tener éxito en casos excepcionales».

Lo primero que te llama la atención en la cabeza de Suleimán son sus orejas, que parecen de murciélago, no de un ser humano, y quien las tenga así, será castigado, inevitablemente, con oír los sonidos más bajos y lejanos. Luego te fijas en su tez de color arcilla, con un ligero temblor en la mejilla izquierda, y en el dorso de una mano cubierto de abundante vello, con algunos pelos blancos, con la que enciende la placa, fingiendo ante sí mismo que sabe lo que está haciendo. Pero lo cierto es que su método de examinar pequeñas latas de color y tamaño similar buscando café no puede calificarse de hábil. Parece que abrió algunas latas más de una vez sin darse cuenta, además de que el agua hirviendo se desbordó sobre el fogón, lo cual lo enfadó y lo alarmó al mismo tiempo. Después de eso fue al balcón de la cocina que da a un callejón que la separa del edificio de enfrente y abrió la puerta de cristal para salir al balcón, donde la noche se esparcía lentamente como una espesa humareda negra. Miró hacia abajo un poco… lo cual es algo insignificante, solo una costumbre humana, después de abrir las puertas de los balcones y las ventanas. Cuando regresó a la cocina, no olía mucho a gas; sin embargo, se culpó por haberse alejado de la cafetera, y lo sorprendió la voz de su madre, presente para acechar sus errores y criticarlos como de costumbre. La oyó reprenderlo: «ver cómo se dan la vuelta los huevos en agua hirviendo no acelera su cocción… tienes que hacerlo mejor y alejarte un poco». Sacudió la oreja de manera poco educada, inapropiada en presencia de las voces de los muertos, luego se limpió algo húmedo que notó en la nuca y volvió a buscar café entre las latas similares. En ese momento, atravesó sus oídos una canción que le llegó desde la ventana situada frente al balcón de su cocina, a tres metros o menos de distancia. Oyó una jovial voz oriental que cantaba con un grupo rebosante de alegría: «Qué bonitas son estas canas/ destilan bondad y prestigio/ aunque seamos viejos/ tenemos el corazón de niños/ ¿quién ha dicho que la pasión es deshonor?». Las palabras estaban en plural, por lo que Suleimán sintió que a él también le atañía esta canción. El orejudo sonreía y estaba a punto de unirse al grupo con su voz ronca. Luego empezó a arreglarse el pelo, mirándose en la superficie de cristal de la placa y moviendo la cabeza al son del alegre ritmo… En ese momento recordó dónde ponía su esposa la lata de café: la guardaba en un rincón apartado para que el café no absorbiera los olores de las especias, como alguna vez había afirmado. La característica del recuerdo humano es impresionante, ya que el lugar estaba presente en su memoria por completo con un argumento para explicar la ocultación de la lata en la voz de Nabila, esa voz jactanciosa de sabelotodo como de costumbre: ella era la mayor, la más experta, como siempre había sido desde la noche de su boda. Se dirigió embelesado a la dirección que había recordado. Sonrió cuando el olor de la negrura escondida en el fondo de la lata llegó a su nariz y creyó que había llegado el momento de ser indulgente con Nabila. En realidad lo hizo volviendo a la dirección de donde salía la linda canción, en concreto después de haber puesto una cucharada de café en forma de pirámide en la cafetera. Entonces le sorprendió una mujer parada justo frente a él, con solo ese estrecho callejón separándolos. Sostenía un cuenco en el que batía algo muy lentamente mirando hacia él. El color mango, del que estaban pintadas las paredes de su cocina, creaba un fondo que hacía que la iluminación le pareciera más tenue que la de cualquier cocina que hubiera visto antes, o tal vez lo imaginó porque el volumen de la canción era más bajo que antes, y le pareció que la luz también se había suavizado. Sin duda ella tenía cuarenta años, aunque le parecía más joven. Tan pronto como lo vio mirándola, se retiró con la ligereza de una pluma, proyectando sombras claras del movimiento de su mano detrás de la cortina blanca y transparente de la cocina. Los ojos de él permanecieron pegados a lo que había detrás de la cortina, como si esperara que sacara para él un conejo de un sombrero negro para aplaudirla. Pudo precisar la forma de su figura completa, sus antebrazos blancos y su estatura semejante a un castillo. Buscó con afán algo que pudiera servir de tema de conversación. Al no lograrlo, se disculpó, sin saber de qué, pero lo consideró necesario, al menos por cortesía:

-Lo siento… lo siento.

Lo dijo dos veces, pegado al balcón de la cocina, de forma que a quien lo viera de lejos, le parecería que iba a tirarse al estrecho callejón que los separaba. Habría estado a punto de convencerse de que esa mujer, inmóvil en su sitio, no tenía sentimientos que pudieran ser heridos, si no hubiera sido porque su café se había derramado distrayéndolo. Se volvió desconcertado hacia la cafetera. Pensó un poco en la placa que había cerrado los ojos dos veces en menos de una hora. Se le ocurrió que Nabila habría iniciado una guerra en la casa por ese desorden en su cocina, si lo hubiera visto. Después de eso, volvió al balcón para completar sus disculpas, probablemente con un tercer «lo siento», pero la luz de la cocina, el canto y la dama escondida se habían extinguido, desapareciendo como un sueño; la ventana cerrada fue la única realidad que permaneció.

Los carruseles son, según una estadística mundial, los lugares más seguros, ya que no se ha registrado una sola muerte entre los que montan en caballitos de madera que los hace girar en círculos al ritmo de la música. Por ello, quien me tema, debe quedarse en ese lugar. Sin embargo, Nabila bint Hassan, esposa de Suleimán e hija del tío de su madre, que tenía sesenta y dos años, aquella tarde que la visité, no se fijó en el carrusel de caballitos cuando paseaba por el parque con sus zapatillas deportivas con dibujos de adolescentes. Su mente estaba preocupada por el día anterior, cuando no se tomó en serio a su hijo menor, Qusay. Él le pidió sentidas disculpas por haber olvidado felicitarlos a ella y a su padre por su trigésimo octavo aniversario de boda, y ella se contentó con decirle literalmente, con una voz que parecía de disgusto:

-Está bien hijo… estás disculpado. Nadie quiere perderse la oportunidad de felicitar a sus padres en una ocasión feliz. Sé perfectamente que se te ha olvidado, además, todavía nos quedan muchos años para estar juntos, así que no lo sientas y no te tortures así.

Y mientras Qusay seguía justificándose, y su sentimiento de culpa aumentaba, ella no trató de aliviarle la situación, por ejemplo diciéndole que era el único de la familia que no dejaba de recordar esta ocasión todos los años. Se trata, probablemente, de una vieja costumbre de muchas madres, consistente en culpar más al hijo inocente que al resto de sus hermanos para aumentar su obediencia y su afecto. Incluso ya no recordaba aquel día en que se casó con un niño de trece años que pasó la mayor parte de su primera noche con ella llorando a su lado. ¿Y a quién le gustaría recordar algo así? Pero el último del racimo insistía en celebrar todas las ocasiones cuyas fechas tenía programadas en su cabeza. Ella lo escuchaba, pensando en el tiempo que perdía escuchando todas esas justificaciones, que podría ser más útil si lo empleara para interactuar con sus amigas en los diferentes grupos de chat de su teléfono, cada uno de los cuales ella misma supervisaba.

En ese momento, era necesario poner fin a esa monotonía familiar. Visité con urgencia a Nabila en el paseo, a solo diez metros del seguro carrusel de caballitos. No es en absoluto una coincidencia que esta visita fuera en el momento que Qusay la llamó, el día antes de su muerte. Pero ¿quién de nosotros engaña, en vuestra opinión, yo, o la frágil burbuja de esperanza que alimenta la ilusión de inmortalidad en vosotros? Solo os preocupáis por el resultado que traigo al final y no prestáis atención a las consecuencias de las falsas ilusiones, como es el caso de ese momento en que Nabila le dijo a su hijo, al otro lado del teléfono: «Aún nos quedan muchos años por delante en los que estaremos juntos».

Hora de la muerte: 6:18

Publicado por Dar Masciliana
ediciónes, UAE, 2022

Fatima Abdulhamid es una escritora saudí. Nació en Yeda en 1982. Se graduó en psicología y trabajó como profesora, antes de hacerlo como psicóloga. Ha publicado una colección de cuentos titulada «Como un avión de papel» (2010), y tres novelas: «El borde de la plata» (2013), «F de femenino» (2016) y «El horizonte más lejano» (2022). Por esta última novela, en febrero de 2023 obtuvo el Premio Internacional de Ficción Árabe, uno de los premios literarios más prestigiosos del mundo árabe, concedido por el Departamento de Cultura y Turismo de Abu Dhabi, Emiratos Árabes Unidos.

María Luisa Prieto es licenciada y doctora en Filología Árabe por la Universidad Autónoma de Madrid, con premio extraordinario de licenciatura y de doctorado. En la actualidad es profesora titular de Lengua y Literatura árabes en la Universidad Complutense de Madrid. Ha realizado numerosas investigaciones dentro del campo de la literatura árabe contemporánea y ha publicado más de treinta obras literarias traducidas del árabe, la mayoría de ellas del premio Nobel Naguib Mahfuz, y también de otros autores como Mahmoud Darwish, Nizar Qabbani, Adonis, Jabra Ibrahim Jabra, Gassán Kanafani o Hanan al-Shaykh.

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