Leña de Sarajevo, dos capítulos de la novela de Saïd Khatibi

Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán

 

Saïd Khatibi © Sonja Ravbar

IVANA

Me libré de la muerte y de la cárcel donde, pensé, pasaría una buena temporada. Me habían acusado de matar a un hombre y engrosar así la lista de asesinos nacionales. Pero me exoneraron. Tropecé e imaginé que nunca más sería capaz de ponerme en pie. La vida se me escapaba de entre las manos lentamente, y, temía, nunca realizaría mi sueño, ese que siempre he llevado conmigo como una madre sostiene a su primogénito recién nacido. Supuse que la guerra que había desfigurado el rostro de Sarajevo me arrastraría consigo, hasta convertirme en un trapo deshilachado e inservible. La imagen de mi hermana pequeña surgió de repente en mi mente y temí perder la razón y sumirme en la locura, tal y como le había pasado a ella; sin embargo, una mano oculta me agarró y me elevó hacia arriba, indicándome el camino. ¿Una mano inocente? ¿Esa mano a la que tanto me había resistido en el pasado? No sé quién me salvó sin pedir nada a cambio, pero sí puedo decir que yo y solamente yo soy la causa de todas mis desgracias.

Antes de llegar al momento preciso en que redacto estas líneas, me sentía como una burbuja flotando en el espacio; daba lo mismo que existiera o dejara de existir. Llegué al colmo de la desesperación, aquel día amargo en el que me di cuenta de que la regla tardaba demasiado en bajar. «¿Había traicionado Boris su promesa de no llevar nuestra relación más allá de los límites que habíamos acordado?», mascullaba. Sólo a él había entregado mi cuerpo, después de que me abandonara Goran. No menstruaba y eso me ponía muy nerviosa. Barajaba varias alternativas, cada cual más sombría. Una de ellas, acuciante, la de abandonar el país. Lo peor que le puede ocurrir a una mujer aquí es quedarse embarazada y tener hijos. Sólo los pájaros siguen reproduciéndose; hasta los perros y los gatos han menguado y se hace difícil verlos por las calles, al menos con la frecuencia de años anteriores. Los árboles y las flores de estación también han desaparecido. Por ejemplo, el romero, con sus flores blancas y violetas, que tanto recuerdo de mi niñez, o los matojos de claveles, con sus pétalos rosados. O los tiestos de geranios que adornaban los balcones… El color verde se está desvaneciendo, día a día.

La mañana de aquel día me la pasé entrando y saliendo del baño por ver si caía alguna gota. Pero no. Me veía con el vientre abultado y a mi madre reprendiéndome: «Eres una inconsciente sin seso». Me miré el rostro, pálido, en el espejo y me masajeé el cuello con la mano derecha, deseando que, en cualquier momento, apareciese la tan deseada mancha roja. No fui capaz de escribir otra palabra de más en la obra teatral que tanto estaba costándome acabar. Tampoco abrí ningún libro. El nerviosismo tensaba las venas y conductos capilares de mi cabeza, que parecía un bloque compacto de hielo puesto en manos de un niño transido por el frío. Las risas y lloros intermitentes de mi hermana me ponían más nerviosa aún. Desde la muerte de mi padre, cinco años atrás, alcanzado por las esquirlas de un obús, Ana, o Ançi, como la llamábamos, se hallaba sumida en un estado de profunda depresión. Lloraba y reía a la vez, sin solución de continuidad. Se le habían olvidado nuestros nombres, el mío y el de mi madre, o eso decía, aunque nos reconocía y era consciente de que formábamos parte de su familia. A veces nos abrazaba, sin motivo, y otras nos evitaba, también sin él. Algunos días se sentaba a la mesa con nosotras, pero no probaba bocado. Prefería que le lleváramos la comida a la habitación, en una bandeja. Cuando le preguntábamos algo no respondía. Y la cosa iba a peor cuando se hacía de noche. De nada servían los tranquilizantes ni los antidepresivos: no había forma de hacerla dormir. Se pasaba las noches en vela hablando de cosas incomprensibles, con personas que sólo ella era capaz de ver.

Me veía cercada en un lugar que más bien parecía una casa poblada por fantasmas, entre una madre taciturna, capaz de pasarse un día entero sin abrir los labios, y una hermana para quien los médicos no habían sabido hallar una cura, mientras mi único hermano seguía en Eslovenia—o eso creíamos, porque no habíamos vuelto a saber de él. Me convencí de la necesidad de terminar la obra de teatro, a la cual había dedicado ya demasiado tiempo, porque había decidido escribirla en inglés con la ayuda de Boris, y presentársela a una compañía dramatúrgica occidental que supiera reconocer mi talento. Así, pensaba, podría salir de este país donde no hacía otra cosa que odiarme a mí misma y a mis vecinos.

Me puse medio vaso de raki, para sosegar mi turbación. No soy una adicta pero sí me he acostumbrado a guardar una botella en el dormitorio, bajo la cama o dentro del armario, y me doy unos tragos de vez en cuando. Un vaso, o medio, cuando tenía dolor de cabeza o se me agriaba el carácter. No sabía qué sería de mí; yo sólo deseaba convertirme en escritora de teatro o actriz. Nada más. Una aspiración que en cualquier otro sitio no tendría por qué resultar complicada. Pero en un lugar tan poco normal como este parece una quimera. Buena parte de mi juventud me la pasé en la Academia de Artes e Interpretación, representando papeles pequeños. Luego comenzó la guerra y con ella el cierre del teatro en el que trabajaba. Un golpe terrible. Cuando los obuses y las balas de los francotiradores dejaron de caer sobre nosotros lo convirtieron en un orfanato; y, al cabo de un tiempo, se desmoronó y con él todas mis ilusiones. En su lugar levantaron un edificio nuevo, con locales comerciales a pie de calle y apartamentos en el primer y segundo piso.

Me pavoneaba delante de mis compañeras:

—Sarajevo ha dado a Emir Kusturica en el cine y a Ivana Juljiç en el teatro.

—Tú buscas fama, no un teatro —comentó una de ellas.

Desde entonces no hubo día que no discutiera con ella. Lo mismo con el resto de mis amigas: bastaba cualquier insinuación o los repentinos cambios de humor que tan frecuentes se volvieron. Cuando pasó la conmoción me di cuenta de que mis conocidos se habían dispersado y todo había cambiado, hasta la forma de hablar de la gente en la calle me resultaba extraña. Me pasé meses sin empleo ni ingresos para mantener una vida digna, hasta que encontré trabajo como camarera en el restaurante de un hotel de cuatro estrellas. Un trabajo temporal, me dije, no tardaré en regresar al teatro cuando el país se recupere; sin embargo, me quedé allí un año y medio, seis días por semana, atendiendo a clientes de diversa procedencia. Y el único día de libranza me lo pasaba en casa deseando volver al trabajo a causa de las risas y los lloros histéricos de mi hermana taladrándome la cabeza. Mejor la fatiga que permanecer en aquella casa de locos.

Mi madre no me prestaba atención, ni a mí ni a mi turbación, aun cuando llevaba padeciéndonos a ambas durante años. Sentía lástima de ella; sufría tanto como yo. Bastante había tenido con este país y su ración particular de miseria, desgracia y dolor. Nunca pude entender cómo accedió a penar la vida entera con alguien como mi padre, que le propinaba golpes en la cara y el vientre bajo, la pateaba en el trasero y la ponía de imbécil para arriba, a ella y a su familia, cuando estaba de mal café o simplemente, bebía unas copas de más. Yo, incapaz de defenderla o repeler las bofetadas y los puñetazos debido a mi corta estatura, me refugiaba en mis lágrimas y me escondía bajo la mesa de la cocina, a la espera de que terminase el ritual de violencia y escarnio y él se encerrase en su cuarto mascullando insultos. Entonces, corría a abrazarla. Nos abrazábamos y yo escuchaba sus hipidos y ella mis sollozos.

—No puede durar mucho—me decía para tratar de tranquilizarme—, volverá a ser el de antes.

Pero no le dio tiempo. La muerte se le adelantó.

Mi padre trabajó de muchas cosas antes de comprarse una tahona en el sector occidental de la ciudad y amasar unos ahorros considerables que en lugar de invertir en la familia, dilapidó en sus dos grandes vicios: el juego y el alcohol. Mi madre nunca le echó en cara sus infidelidades; y yo no alcanzo a recordar un solo día que entrase en casa con una sonrisa en la boca o un regalo para ella. Al contrario, siempre huraño e irritado. Tampoco recuerdo haberlo visto pegar a mi hermano, mayor que yo, o a mi hermana pequeña, a la cual, cosa extraña, tenía mucho cariño. A veces se la llevaba a la zona de Baščaršija, en el centro de la ciudad, le compraba ropas nuevas y luego le llenaba el bolsillo de monedas.

Mi madre se me antojaba una esfinge enigmática resignada a su suerte. Ni se oponía ni se resistía ni protestaba. Iba todos los domingos a practicar el rito semanal de la misa y, de vuelta en casa, se refugiaba en su rito diario de silencio y resignación. Soportó con estoicismo los desprecios de aquel hombre convertido en su némesis y rival hasta el día de su muerte. No derramó una sola lágrima, pero sintió una aflicción terrible por su marcha. Aun hoy en día dice a los vecinos o las mujeres que se encuentra en la calle o en la iglesia que se siente sola sin él y que ojalá ella hubiera muerto antes. En ocasiones se acerca al cementerio, para encender una vela y consolarse leyendo el nombre escrito en la lápida, o se pasa horas enteras mirando su retrato, en el salón, con esos bigotes espesos y el gesto adusto. La tahona que le dejó en herencia la vendió para ayudar a mi hermano y su proyecto de emigrar a Eslovenia. Les habría ido mejor a ambos si en lugar de venderla la hubieran puesto en alquiler. Sé muy bien que a la taciturna de mi madre nunca se le escapaba lo que nos rondaba por la cabeza, a mi hermana y a mí, pero prefería guardárselo. Aquel silencio era su forma de querernos, en lugar de los reproches y los consuelos. Mi padre tenía un carácter enérgico, músculos prominentes y una voz estentórea, pero mi madre siempre fue más fuerte, con su coherencia vital y su forma particular de amar y cuidar a sus hijos. Su corazón parecía una esponja capaz de absorber, lentamente, todos los rencores del mundo. Me irritaba, cierto, que nunca me preguntara cómo estaba ni si me gustaba el trabajo en el restaurante del hotel o me sentía feliz. Solo me hacía preguntas banales del tipo «¿Qué tal has comido?», «¿Has dormido bien?» o «¿Te echo algo a lavar?». Al volver del trabajo, me saludaba con un lacónico «zdravo», hola, y acto seguido volvía a refugiarse en su mutismo. Sin duda, le preocupaba más el estado de mi hermana, Ançi, que el mío. Ya se sabe, los hijos pequeños suelen contar con la mayor cuota de aprecio y cariño en el corazón de las madres.

Todas estas ideas y recuerdos me rondaban por la cabeza a la espera de que unas gotas de sangre corrieran por mis muslos. Me acordé de cierta ocasión en que las dos, mi madre y mi hermana, me propusieron salir a dar una vuelta, a tomar un café o un plato de goulasch con verduras o carne de vaca o cordero, en un restaurante de Başçarşiia. No me atraía la idea de pasarme por ahí y encontrarme con alguna de mis antiguas amigas, muchas de las cuales trabajaban o salían a pasear por esa zona. Una vez a punto estuve de abofetear a Alexandra, una vieja compañera de estudios. Yo no estaba de muy buen talante después de un día de trabajo agotador y ella iba con su esposo, un suizo de pelo rubio, diez años mayor que ella, y el hijo recién nacido de ambos. Estábamos frente a una joyería. Hice esfuerzos por sonreírle y le di un beso a la pequeña. Pero ella me lo preguntó, con perfidia.

—Ivana, ¿cuándo te vamos a ver vestida de novia?

Una pregunta con muy mala intención, pensé. ¿Qué le importará a ella? Le respondí con la misma moneda:

—Cuando yo sí encuentre al hombre adecuado.

Esperaba que me dijera alguna inconveniencia más para poder propinarle un sopapo y poner coto a su curiosidad, pero no dijo nada. Entendió la indirecta y siguió su camino. Por fortuna, el marido no domina nuestro idioma y, por tanto, no captó el sentido de la conversación. Después de desposarla, la había metido en la asociación benéfica en la que trabajaba. Se dedicaban a repartir chocolatinas, cómics y camisetas de equipos de fútbol. Antes trabajaba en una guardería; no había logrado colocarse en su especialidad, la escenografía.

Pensamientos dispersos que se disipaban al momento, porque aquel día de desesperación lo único en que pensaba era en una delgada línea roja brotando de allá abajo y devolviéndome la serenidad necesaria para retomar mi obra de teatro, la historia de una enfermera joven que fracasa en el amor y se lanza a un viaje por las seis repúblicas de la República de Yugoslavia durante la Segunda Guerra Mundial. Allí contribuye a cuidar a las víctimas de seis batallas, cada una en una ciudad distinta, para volver, al final de la obra, a su pueblo natal. Vuelve, sí, pero lo encuentra en ruinas y descubre que seis de los heridos a los que había atendido seguían sus pasos para protegerla sin que ella se diera cuenta. Se dejaron ver en el pueblo y le ofrecieron ayuda para rehacerlo. No se me da muy bien escribir en inglés. Lo poco que sabía me bastaba para apañármelas con los clientes extranjeros del restaurante del hotel. Por eso pedí ayuda a Boris, por ser periodista y escritor de cierta fama en la ciudad y dominar el inglés. Me echó una mano para escribir las primeras escenas y corregir mis errores. Yo, a cambio, le daba una o dos veces por semana una sesión de placer transitorio, en un dormitorio de alquiler, que ahora proliferaban como cucarachas por toda la ciudad. No podía llevarlo a casa estando mi madre y mi hermana allí y él tampoco podía hacerlo con la suya, donde vivía con su esposa e hija.

Al alba del día siguiente apareció la tan ansiada sangre y con ella un renovado afán de viajar. Aún no lo sabía, pero acababa de entrar en una nueva etapa completamente distinta a cuanto había vivido hasta entonces.

 

Ojos de Djinn

En esta ciudad temerosa y presa del temblor las desgracias sobrevienen de golpe. Emergen desde el fondo de sus madrigueras y caen sobre nuestras cabezas con estrépito. La embajada se negó a concederme el visado para entrar en Eslovenia y al día siguiente, me desperté sin trabajo ni ingresos, desmadejado, perdido, desesperado, sin saber adónde ir.

Debieron de tomar la decisión después de la entrevista que le hice a un político de la oposición residente en Londres. No se lo comunicaron al jefe de redacción ni al director de edición, sino a la imprenta, cuyo responsable nos informó de que el Ministerio de Comunicación había requisado todas las copias. Nadie nos dio explicaciones. A fuerza de conjeturas llegamos a la conclusión de que la entrevista tenía la culpa. «Me limito a cumplir órdenes», se excusaba el de la imprenta.

—Me he quedado sin trabajo—le conté a Malika.

—Yo te contrato, de guardaespaldas. Te pago por meses—respondió en son de burla.

No me gustó el retintín; me parecía fuera de lugar. Yo, hecho polvo y ella riéndose, como una chiquilla juguetona. Pero no había maldad en sus palabras, solo el deseo de quitarle hierro al asunto y levantarme la moral. Y, además, no puedo decir que no me hubiera prevenido. El día que le conté que me habían encargado un reportaje en la aldea de Sidi Lebg me dijo, con semblante serio: «Te la vas a jugar a cambio de poca cosa. Nada bueno puede salir de eso». En aquel momento sus palabras me disgustaron, pero con el tiempo comprendí que tenía razón. Eso y otras tantas cosas me hacían sentir algo extraño hacia ella. Por un lado, percibía en ella el aroma de la maternidad, tan sugerente para alguien como yo que acababa de perder a su madre, la hachcha Fátima, a la cual seguía muy apegado. Un cáncer se la había llevado por delante. Estuvo días enteros sin comer, rehén de las náuseas. Traté de recuperar aquel olor en mis tías maternas, sin éxito. Tampoco lo encontré en ninguna otra de las mujeres que conocería después. A excepción de Malika, cuya calidez era como un faro guiándome hacia la presencia original de la mujer maternal.

Alto, de piel clara y con rasgos serenos y curvilíneos me asemejaba a Malika, hasta el punto de que algunos me confundían con su hermano menor. Malika tenía algunas arrugas, breves, en la frente, pero seguía siendo joven. Y no, nunca podría pasar por su guardaespaldas.

—¿Por qué no vas a otro periódico?

—Cada vez recaudan menos en publicidad y no hay dinero para contratar a más gente.

El año en que mi madre murió, recién licenciado en periodismo, entré a trabajar en el periódico «al-Hurriyya». Estuve tres meses en la sección de reportajes, substituyendo a una redactora de unos treinta años que había pedido una baja por maternidad y luego había renunciado al puesto para irse a vivir con su esposo y su hijo recién nacido a una ciudad de la costa este del país. Todos los días recibía docenas de faxes y llamadas telefónicas de corresponsales jóvenes con informes sobre asuntos muy normales por no decir insustanciales. Noticias a dos páginas en torno a una campaña para asfaltar las calles del centro en esta ciudad o reforestar aquella comarca, las peripecias de un ciudadano que buscaba un medicamento imposible de encontrar o el gesto de un acaudalado contribuyente que había donado una generosa cantidad para la construcción de una mezquita; el hallazgo de una necrópolis cristiana soterrada en tal sitio, las correrías de una jauría de perros vagabundos que se escondían detrás de una escuela y atemorizaban a los alumnos . . . Temas variados y variopintos, tan banales como anodinos, que yo debía leer y recomponer para luego darles un título y enviar a la edición del día siguiente. A los tres meses, el jefe de redacción me trasladó a la sección de cultura, donde conocí a Fathi. No tardamos en intimar; él fue quien hizo nacer en mí la afición por los libros y la escritura. Por aquel entonces cubría algunos eventos en el exterior, reportajes a pie de calle, o escribía reseñas sobre los libros, en árabe y francés, que llegaban la redacción. Fathi y yo hablábamos largo y tendido sobre tramas y autores. Sin embargo, al año y los cuatro meses de estar ahí, el director decidió suprimir la separata de cultura y estrenar en su lugar una página dedicada a pasatiempos y crucigramas, reconvertida, durante el mes de ramadán, en una de recetas culinarias. A Fathi y a mí nos mandaron a la sección de política, donde me vi escribiendo todo el rato sobre muertos y atentados, el horror diario y las inefables declaraciones de los responsables políticos, con sus rostros rollizos y sus bigotes poblados. Acabé aprendiéndome los nombres de todos ellos, si bien jamás tuve oportunidad de trabar conocimiento directo con ninguno. De tiempo en tiempo me encargaban ir al escenario de un nuevo derramamiento de sangre, en Argel o los alrededores.

—Eres el único soltero de la plantilla. El más indicado, por tanto, para hacerlo—me dijo una vez el jefe de redacción.

Los demás estaban casados y tenían hijos a quien cuidar. Pero yo también tenía a alguien a mi cargo: a mí mismo. Cierto que había perdido a mi madre y que mi padre, aquejado de alzhéimer, se alejaba más y más de mí, pero eso no significaba que mi existencia careciera de valor y debiera ponerla en peligro para ir a entrevistar a gente que no conocía de nada. Una cosa era simpatizar con su tragedia y otra jugarme el cuello para escribir una pieza llena de entusiasmo y empatía. Poco les habría de importar, además, si me mataban o dejaban de hacerlo cubriendo el suceso.

—Pues lo hecho, hecho está—me decía Malika a modo de consuelo.

Me quedé mirándola, fijamente. Los ojos, azules, tirando a marrón, un color extraño, me decía, como si un djinn le hubiese lanzado un conjuro en el vientre de su madre. A lo mejor ella misma era un genio, una especie de mujer fatal, no sé. Bajé la mirada hasta sus labios, que lubricaba constantemente con la lengua, esperando que sonriese para dejarme ver los dientes, tan blancos. Pero se resistía.

—Si aceptas ser mi guardaespaldas—prosiguió, en tono burlón—, te doy un salario y te busco una buena esposa.

Fui a la nevera a por una botella de agua y al volver le pregunté:

—No piensas visitar a tu familia?

—No tengo ninguna intención. Tendría que soportar un interrogatorio sobre mi vida privada. Huriyya fue a verlos y me contó que mi tía quiere casarme con uno de sus hijos. ¡Imagina!

—¿Y por qué no?

—No soy de ese tipo de personas que se casan con sus primos.

—Pues si sigues negándote te quedarás soltera toda la vida.

Guardó silencio. Se me quedó mirando de hito en hito unos instantes y luego volvió a hablar.

—Y a ti, ¿qué más te da? Ni que fueras una al-cahueta—añadió, mascullando entre dientes. Se le habían tensado las facciones y los ojos le brillaban con un destello fulgurante como de cerezas maduras.

—¿Has vuelto a recibir amenazas de los «espantapájaros»?— le pregunté. Así es como llamábamos en nuestra jerga particular a los islamistas radicales.

Yo ya conocía la respuesta—no, no habían vuelto a mandarle nada—, pero sólo quería rebajar la tensión.

—Aun así, ¿quién me asegura que no volverán a hacerlo?

Un día enviaron a una compañera en el periódico al-Hurr un trozo de paño blanco en forma de mortaja y una pastilla de jabón, con una nota que decía: «Si volvéis, volveremos». Al ver aquello me pregunté si no me amenazarían a mí también. ¿Qué haría entonces? No encontré respuesta y me pasé un día entero sumido en un mar de cavilaciones, rezando a Dios, en mi fuero interno, para que me librara de algo así.

Malika y yo nos recluíamos en un rincón de su pequeño dormitorio, aseado y ordenado como conviene a una lectora fiel de John Steinbeck, Anaïs Nin y Ernest Hemingway. Todo estaba limpio y en el lugar correspondiente, la cortina de la ventana, las mantas, la cama, las dos sillas de madera, el escritorio de reducidas dimensiones, con los rimeros bien dispuestos de las novelas escritas por sus novelistas estadounidenses favoritos. Nos sentábamos enfrente el uno de la otra y no decíamos nada. Un silencio únicamente roto por la voz de Cheb Khaled procedente del radiocassette. Una de sus canciones clásicas. La escuchábamos con fruición. El mundo parecía quedarse en suspenso.

«Si veis a mi amada cepillarse el pelo, cubridme con él.

Si la veis llorar, regadme con sus lágrimas.

Si la encontráis muerta, enterradme con ella».

Malika cerraba los ojos y apoyaba la cabeza sobre la mano izquierda. Se levantaba de la silla y se sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en la cama. Se recolocaba un mechón suelto detrás de la oreja y suspiraba como si estuviera a punto de decir algo. Pero al momento desistía; mejor dejar hablar a Cheb Khaled.

Khaled Hachch Ibrahim, ese era su nombre completo. Uno de nuestros grandes símbolos culturales, el alfa y omega de todas las cosas. Nuestra memoria colectiva. Ese oranés de piel morena sabía expresar nuestra esencia, hablar de nosotros, a lo mejor no era su propósito, pero yo al menos, cuando lo escuchaba, sentía que me estaba describiendo a mí, mucho mejor de lo que yo mismo podría sería capaz. En estos días de sangre la voz de la gente sonaba a llanto y lamento; la de Khaled, no. Él sólo sabía cantar sobre el amor y el ansia de libertad. «El negro», así lo llamaban sus paisanos de Orán, tenía un don especial para llegar al corazón de quien lo escuchaba. Una vez lo vi en televisión cantando, de pie como un soldado dócil, frente a un micrófono, con los ojos cerrados, sonriendo de oreja a oreja, con sus bigotes descuidados que no se parecían en nada a los del resto de mis paisanos. En cierta ocasión leí a un escritor que «un hombre que se afeita el bigote es lo más parecido a una mujer con bigote». Algo parecido da a entender un dicho popular nuestro: «Un varón sin mostacho vale menos que una mujer». O sea, ¿yo no soy un hombre completamente viril? Si me dejase bigote, ¿Malika me diría que me desea? Nunca me hizo ningún comentario sobre mi aspecto ni por qué me afeitaba o dejaba de hacerlo, pero Khaled le gustaba y él lucía un bigote espeso y varonil. Por eso, quién sabe, me ponía sus canciones, para hacerme llegar un mensaje que ella era incapaz de expresar.

«No me hace falta la gente, siempre estaré bien, si Dios quiere.

Cuanto peor hablen de mí, mejor limpiarán mis pecados.

Mi destino ya está escrito y bastante tengo con lo mío.

Para qué preocuparme de las cosas de los demás y sus chismes.

No aguanto a la gente ruin ni sus miserias.

Sólo quiero estar a bien conmigo mismo y con Dios».

Khaled seguía cantando y Malika se pasaba la mano derecha por la melena, teñida de negro, como la de Isabelle Adjani en la película Verano asesino. ¿Se lo habrá teñido por mí? ¿Para llamar mi atención? Nunca hice un comentario del tipo qué guapa estás o qué bien te queda. No soy nada romántico; y no tengo nada que hacer con las mujeres románticas.

Seguí escrutándola, mojándome los labios con la lengua, igual que ella, escuchando música en el transistor. Las letras de Khaled se elevaban a un cielo mucho más clemente que esta tierra donde nos ha tocado vivir. Pero ella apartaba la vista de mí. No sabía cómo obrar. ¿La abrazo, sin más? ¿Quito la música y hablo con ella? Me senté en el suelo, a su lado, la estreché por la cintura y aguardé el momento propicio para lanzarme sobre sus labios.

Malika nunca compraba cintas ni discos; no le gustaba entrar las tiendas, por miedo a suscitar falsas impresiones, como decía. Tampoco entraba en los baños públicos, en el horario para mujeres de los viernes, ni iba a la peluquería. Prefería llamar a una amiga, que venía a su casa y le arreglaba el pelo y se lo teñía. Grababa las canciones de la radio, en las emisiones especiales de los jueves, viernes y lunes, canciones antiguas, otras más recientes. Por la noche bailaba con los vivos y durante el día rezaba por los muertos.

Cuando Huriyya entró en casa nos pusimos de pie, como un resorte. Malika apagó el aparto de música y yo me arrepentí de haber dejado pasar la oportunidad de tontear con ella. Salimos de la habitación y le dimos la bienvenida. Huriyya se apartó el velo para dejar libre su cabellera teñida de rubio, con rizos parecidos a las crines de un caballo, como el pelo de Steffie Graf. Me dio un beso en la mejilla y me dispuse a salir. Malika trató de convencerme para que me quedase a cenar con ellas, pero rehusé. Debía volver a mi piso, argüí.

—Imagina—le dije—que los espantapájaros se presentan por la noche y me encuentran aquí contigo, sin certificados de parentesco ni nada parecido—añadí, susurrando con sorna.

—Al menos me aseguraré de que nos matan a los dos a la vez y no me estás engañando con otra mujer.

De vuelta a casa, me topé con mis libros, abiertos y desperdigados por toda la casa, desparramados por entre la ropa y los enseres, igualmente esparcidos por doquier. Contemplé el panorama con aprensión. Ya no era el de antes. Me había convertido en un ser fracasado, devorado por su propio destino. Ni siquiera había conseguido el visado para salir del país. Sin arte ni beneficio. Un periodista en paro. Y que me echaran de aquella vivienda era sólo una cuestión de tiempo. Ya no me alcanzaba para pagar el alquiler.

Me deprimí tanto que se me quitaron las ganas de comer. Faruq me llamó para preguntarme cómo estaba. Cuando le conté que la embajada había rechazado una vez más mi solicitud me animó a intentarlo. Una vez más. Quise decírselo, no tengo trabajo, el periódico ya no se publica, pero me abstuve. Aprovecharía la oportunidad para soltarme una de sus regañinas; ni a él ni a mi padre les gustó jamás la idea de verme trabajando de periodista. A mi tío Si Ahmad, tampoco, o esa impresión me dio. Las tías Zulayja, Saadiya y Sharifa no hicieron ningún comentario. Ni tenían criterio ni interés en meterse en los asuntos del hijo de su hermana. Al acabar la universidad, mi tío me propuso irme al desierto, a trabajar en una empresa petrolífera, por mediación de un amigo suyo que trabajaba allí. Como lo rechacé, Faruq y él tacharon mi decisión de ilógica y a mí de no saber mirar por mi propio interés. Cosas parecidas si no idénticas a lo que con toda probabilidad diría si se enterase de lo del periódico. El disco rayado de siempre, yo no sé y él sí lo que de verdad me conviene, etc. Faruq me trata a veces como si yo fuera un niño pequeño. O su hijo, aun cuando apenas nos llevamos cinco años de diferencia. Intenta en todo momento imponer su tutela sobre mí, algo parecido a un monitor de boyscouts a quien todo el mundo acaba aborreciendo por su rígida inflexibilidad.

—Volveré a pedir el visado.

Se lo dije, sin demasiada convicción, y colgué.

Busqué una emisora en la radio mientras espantaba, con la otra mano, el enjambre de moscas, inmunes, o eso parecía, al insecticida. El locutor peroraba sobre el Widad de Tremecén, que había ganado la copa de la República de fútbol. Luego cambié de cadena y me pasé a una en francés, donde alguien hablaba del Congreso de Soummam de 1956. Un hecho decisivo y trascendental en la historia del país y la lucha de Liberación nacional. «Aquel congreso representó la brújula que cambió el curso de Argelia», afirmaba la voz triunfante. Pues ojalá los mártires de la revolución contra los franceses pudieran volver aquí, hoy en día, para ver adónde nos ha llevado esta brújula. Di vueltas al dial y topé con una cadena marroquí. Emitía canciones árabes orientales. Me tumbé en la cama, como un perro exhausto, apestando a sudor, y entorné los ojos. Por mi mente desfilaban los rostros, cetrinos y tensos, de mis compañeros de trabajo. Se disgustaron, mucho, al escuchar la noticia de que habían confiscado el periódico. Me resolví a ir al día siguiente a uno de los cafés populares de la Plaza de los Mártires y hacer lo que me había aconsejado Fathi, buscar a un «comisionista» y negociar con él un visado falsificado. La única manera de salir de un país falso como este era acometer una falsificación en toda regla.

 

Hatab Sarajevo (Leña de Sarajevo) de Said Khatibi Publicaciones Difaf, Beirut 2018 327pp. ISBN139786140216891

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