Adónde vas, perro fiel, Cuento de Huda Al-Naemi

Traducción de Ignacio Gutiérrez de Terán

 

Huda Al-Naemi

La playa que había elegido para pasar el verano era tranquila y cómoda. La arena, blanca y suave, la costa, desierta, el paisaje, sumido en el silencio más allá del cadencioso rugir de las olas, cuya espuma blanca, sin provecho aparente para nadie, se consumía fugaz en la orilla.
Además, estaba relativamente lejos del pueblo más cercano. Me había instalado en la única cabaña que había a pie del mar, un lugar de residencia temporal, para escribir mi nueva novela, que tanto se me estaba resistiendo. Las palabras me resultaban esquivas, dispersas como las olas blancas que rompían ante mí.

Me sentía afortunado por estar en ese lugar que nadie parecía conocer, lejos de las ondas magnéticas de los teléfonos o las antenas parabólicas, omnipresentes todas ellas en cualquier rincón, que tanto me habían impedido avanzar en el proyecto de mi nueva novela. Hacía seis meses que le había prometido al editor que me pondría con ella y a los tres ya me estaba pidiendo el borrador de los capítulos acabados. No me quedó otra que poner tierra de por medio alegando que tenía un compromiso familiar ineludible durante el verano entero. Frunció el ceño y salió diciendo que me podía olvidar de publicar la novela si no recibía el manuscrito completo al volver del verano.

La primera noche en el bungalow fue tranquila y agradable. Tenía todo lo necesario. Una tetera, utensilios de cocina, un horno de gas y una cama espaciosa frente a la ventana, más bien un ventanal, sin cortinas para ver en su plenitud el espectáculo de un mar plácido y quedo. Imposible ceder a la tristeza o la depresión. Me animé tanto que, pensé, sería capaz de escribir aquí todo lo que la ciudad me había negado.  Imposible concentrarme en la urbe: el ruido de las calles, el alboroto de los vecinos, la gente misma que tenía alrededor, incapaces de apreciar el valor de la escritura y del escritor. Una familia ignorante de mi mérito literario y de la suerte de tener a alguien con su sangre y apellidos que era, probablemente, el escritor más importante del país. No debían de ser conscientes porque resultaba imposible concentrarse con ellos alrededor. Yo necesitaba silencio y quietud para crear las obras de calidad que se esperaban de un autor como yo. Por eso me vine aquí, lejos de su bullicio. A este habitáculo, a este mar.

Un sol dorado se asomó a la playa. Preparé el rimero de cuartillas para iniciar la tarea, pero el dulce tañido del mar me incitó a dar un paseo por la orilla. Me quité las zapatillas y eché a andar descalzo. La arena suave y húmeda me transmitió una frescura peculiar, como el mordisco de una fruta recién arrancada de la rama del árbol que se derrite dentro de la boca con una explosión de dulzura y sabor. Así me sentía yo paseando por aquella playa que ninguna otra persona conocía.

Estuve caminando un buen rato, no sé cuánto, acariciando las palabras con las que habría de iniciar mi nueva novela, un título para enganchar al lector desde el primer momento porque, de lo contrario, lo perdería.

¿Adónde?

Me pregunté en voz alta. Una cuestión esencial, adónde quería llevar al lector, cómo hacerle comprender el porqué de la pregunta y la esencia de la respuesta. No podía haber mejor título. Pero cuando ya creía haber puesto la piedra fundacional de mi nueva obra vi algo en la arena. Las huellas de un perro, las señales de unas pezuñas bien hundidas cerca de la orilla. Sólo estaban las suyas, de nadie más. Un perro solitario camino de la aldea situada al sur, procedente quizás de la que estaba detrás de mí, hacia el norte. El bungalow que había alquilado se hallaba, precisamente, en la mitad de la ruta entre las dos aldeas. Las huellas caninas revelaban un paso lento, pero sin pausa, constante. Andaba, no corría ni trotaba. ¿Venía en efecto del norte? ¿Regresaría allí al caer la tarde?

Al llegar a la cabaña me hice un café. Aspiré el aroma y me puse a escribir las primeras líneas de “¿Adónde?” Pero las huellas del perro que el mar terminó borrando antes de volverme a la cabaña demandaban toda mi atención. No había oído nada por la noche, ni pasos ni ladridos, ni ruidos que pudieran delatar su presencia. ¿De dónde había salido? Me pasé el resto del día garabateando el título con letras gruesas, “¿Adónde?”, borrándolo y volviendo a garabatearlo, sin dejar de mirar hacia la ventana asomada al mar, esperando toparme con él a cada instante, o con alguien que estuviera buscando a su animal, diciéndome que si así fuera le indicaría de inmediato en qué dirección iban las huellas.

Pero ni el perro ni su dueño aparecieron y yo, al final, lo único que escribí fue una palabra. La pregunta fundamental.

Cuando ya decaía la tarde salí de nuevo a indagar en la arena. No había ninguna huella. A la mañana siguiente, hundí los pies desnudos en la arena húmeda para experimentar esa plácida sensación de frescor húmedo, una sensación placentera que sólo podía competir con el placer del primer café del día al resguardo de una madrugada que despunta. Me acerqué a las olas y el frescor del agua en los tobillos generó un suave escalofrío que me recorrió el cuerpo de arriba abajo. Sentía que aquella descarga haría que las palabras brotasen como un manantial desde el cerebro y formaran un caudal de frases y párrafos. Sí, me decía, hoy va a fluir, hoy voy a llenar varias hojas.

Pero, a lo largo de la mañana, volvieron a aparecer las huellas del perro. Con la misma nitidez y persistencia de la jornada anterior. Pasos firmes, confiados, armónicos, el mismo tamaño, idéntico espacio entre una y otra, una vez más en dirección hacia la aldea meridional, procedentes de la septentrional. Esta vez seguí los trazos en la arena, sin detenerme, hasta llegar a los confines de la aldea. El sol había alcanzado ya su punto álgido en el cielo. Justo allí, comprobé que la marea había borrado las señales y no pude saber qué dirección había tomado. Tampoco me decidí a adentrarme en el pueblo y preguntarle a alguien si había visto un perro que se había paseado por allí el día anterior y había hecho lo propio hoy. ¿Dónde se habrá metido?

Me acordé entonces de mi novela y regresé al bungalow. Las hojas estaban desparramadas por encima de la mesa, pero ni me molesté en colocarlas: estaba cansado de andar por la orilla tras las huellas del perro invisible y silencioso que surcaba la playa sin emitir sonidos ni ladrar, sin acercarse siquiera a mi cabaña. Me sentía fatigado y decidí irme pronto a dormir para retomar la escritura al día siguiente.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en el perro y me levanté temprano para buscar más huellas. Allí estaban, dirigiéndose de nuevo hacia la aldea del sur, en el mismo sitio e idéntica trayectoria que los días anteriores, la forma, el tamaño, la profundidad de la marca, todo indicaba que se trataba del mismo perro. Algunos trazos los había borrado el agua, pero volvían a aparecer pasados unos metros. También como el día anterior, se detenían justo a la entrada de la aldea.

A partir de la noche siguiente dormí apostado ante la ventana del bungalow, sin apartar los ojos de la orilla por si veía pasar a aquel animal furtivo de paso firme. Lo mismo por las mañanas, apoyado en el quicio, hasta que dominado por tan tensa vigilancia y el pensamiento obsesivo en las huellas, me tumbaba un rato en la cama y me dejaba vencer por el sueño. Cuando despertaba unas horas después, me acercaba, nervioso, a la orilla y allí estaban de nuevo. ¿Cómo? Procedentes una vez más del norte, dirigiéndose hacia el sur, el patrón consabido, el guion de siempre. Daba la impresión de que el animal venía hasta aquí volando, bajaba al suelo para surcar un tramo a pie sobre una ruta invisible, y luego volvía a emprender el vuelo al llegar a la aldea sureña, lejos de aquellas olas coronadas de espuma que se descomponían en la orilla con la misma vaporosidad con la que se me fueron a mí los días de verano sin rellenar un solo folio de mi pobre novela.

Al cabo decidí visitar la aldea del sur, para preguntar a los inquilinos de la cabaña más cercana al lugar donde dejaban de verse las huellas. A lo mejor ellos estaban en condiciones de resolver el enigma del perro solitario que no tenía dueño ni acompañante, pero parecía tener muy claro siempre adónde, desde dónde y por dónde tenía que caminar.

El aldeano a quien pregunté por el perro errante sin amo suspiró y me invitó a un vaso de té que, a decir verdad, me estaba apeteciendo mucho en aquellos momentos. Luego me contó la historia del animal. Pertenecía a un viejo pescador que había muerto un par de meses antes. Lo enterraron en el cementerio del pueblo y el perro se quedó plantado ante la tumba sin moverse ni ladrar ni responder a nadie que lo llamara por su nombre o de cualquier otro modo. El pescador tenía un hijo, joven, que vivía en el pueblo del norte y venía por las tardes con su coche a rezar ante la tumba de su padre. Después se llevaba al can a su casa y le ponía comida y bebida mientras le hablaba tal y como hacía el hombre. Pero en cuanto se iba a dormir, el perro se levantaba y salía de la casa, en dirección al sur, a través de la playa, cruzando por donde la cabaña, hasta llegar a la aldea y tumbarse a dormir sobre la lápida.

Expiré un suspiro cálido que no se rebajó con la frescura del agua marina en los pies. Pregunté al aldeano por el perro, si podía ir a verlo. Llevaba varios días sin hallar rastro de sus pasos en la arena; seguro que la marea lo había borrado antes de que pudiera ir en su busca. Él movió la cabeza en señal de abatimiento y me informó de que no volvería a ver las huellas nunca más porque el perro había muerto sobre la tumba del pescador hacía dos días. El hijo recogió su cuerpo, lo enterró y después lloró sobre sus restos con el mismo pesar con el que llorara a su padre. Los dos pueblos también lloraron la partida del pescador y su perro. Una historia triste como nunca habrá otra igual.

Volví a la choza arrastrando los pies, vencido por el abatimiento. Recogí las hojas de una novela que nunca llegué ni llegaré a escribir. Ya no había huellas en la arena ni un camino que seguir rumbo al sur. Lamentaba no haber llegado a conocer aquel ser que había mostrado a las gentes de las dos aldeas una fidelidad y un amor que ningún humano sería capaz de albergar. Guardé las cuartillas y decidí regresar adonde mi gente. No tenía tiempo que perder, debía estar con ellos el mayor tiempo posible, antes de que cualquiera de nosotros emprendiera el viaje final. Sí, por mucho decía que me molestaran sus injerencias y contratiempos, era mi gente. No debía irritarme que no fueran capaces de desentrañar los secretos de una nueva novela que algún día, quien sabe, escribiré con el título de “¿Adónde vas, perro fiel?”.

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Huda Al-Naemi, scritora catarí, doctora en Física Médica, ha trabajado durante años en el ámbito científico antes de dedicarse por completo a la literatura. Obtuvo el premio nacional de Qatar en Ciencias Médicas Asistenciales (2018). Precoz tanto en su producción literaria como periodística, su primera colección de cuentos “al-Mikhala”, (“El pincel de antimonio”) vio la luz en 1997. Le siguió “Untha” (“Mujer”), 1998 y “Abatil” (“Engaños”), 2000. Dos años después publicaría “Ayn tara” (Ojo que ve”), recopilación de artículos aparecidos en diversos periódicos cataríes y árabes. En 2010 editó una nueva antología de relatos breves, “Hala tushbihuna” (“Algo que se nos parece”), a la que siguió en 2012 una obra de teatro para niños, “al-Naba´ al-dhahabi” (“La fuente de oro”). Ha formado parte de un buen número de comisiones técnicas y jurados dependientes del ministerio de Cultura de Catar. sobre todo para la concesión de premios a la labor teatral. En la esfera internacional, fue miembro del jurado del Premio de Novela Árabe, los conocidos como Booker Árabes, en su edición de 2012, así como el de Katara, asimismo para la novela escrita en árabe, del año 2018.
En 2021 publicó una nueva colección de cuentos, “Qumut” (“Pañales”), ambientada en las tiendas de artículos y ropa para bebés en los setenta y ochenta del siglo pasado. Entres sus obras más recientes hallamos una autobiografía novelada, “Hina yabuhu al-najil” (“Cuando las palmeras se sinceran”), 2023 y su novela “Zaafarana”, 2024.
La última muestra de su quehacer literario la tenemos en la colección “Huda wa Kalila” (“Huda y Kalila), publicado por la Editorial de la Universidad Hamad ben Jalifa, Doha, en 2025, de donde hemos extraído los relatos breves que presentamos en este nuevo número de Banipal.

Ignacio Gutiérrez de Terán Gómez-Benita, arabista español nacido en Madrid en 1967, profesor de lengua, literatura e historia contemporánea árabe en la Universidad Autónoma de Madrid, desde 1998. Es autor de numerosos libros y artículos sobre la situación política y cultural del mundo árabe. En el ámbito de la traducción, ha vertido al español textos, en prosa y poesía, de autores contemporáneos, como Muhammad al-Magut, Ibrahim al-Kuni, Bahaa Táhir, Alia Mamduh, Murid al-Barguthi o Abdel Hadi Saadoun. También ha traducido a autores clásicos, entre ellos a al-Yáhiz, al-Tifashi o al-Nafzawi. Tiene traducciones del español al árabe, Los Viajes de Ali Bey a Marruecos, entre otras.

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