Saturday, March 25, 2023

El cadáver, un relato de la iraquí Salima Salih

Cuando Amín al-Qásimi y su hermano entraron en el hospital militar, un vigilante los paró en la recepción del edificio, con un manojo de llaves. Les pidió que aguardasen. Después, abrió la puerta de hierro que había en el lateral derecho de la entrada. Desde donde estaban podían ver la sala rectangular, atestada, según les pareció, de cadáveres alineados en dos hileras en paralelo a la pared. La luz que se desprendía de los ventanucos cercanos al techo y se reflejaba sobre la pared de enfrente, iluminaba toda la estancia y permitía distinguir los cadáveres. Parecían manchas luminosas sobre el negro suelo.

AL AMPARO DE LA LUNA, un cuento de Ibtisam Azem

A medianoche, la luna llena pende del cielo, sujeta por hilos a las estrellas de alrededor. El viento arrecia y amaina jugando en el espacio libre entre el satélite y los astros. Tumbado en la estera, las manos bajo la cabeza, Nadim piensa que puede tomar la luna si extiende el brazo por completo. Traslada la mirada hasta dar con los cipreses que cercan el huerto; parecen enormes junto a los diminutos almendros. Es la primera noche que pasan a la intemperie. La calma del lugar no revela el miedo sufrido en los enfrentamientos que han tenido lugar de día en su aldea. La abandonaron y se refugiaron en el huerto de un pueblo cercano. Marcharon atemorizados llevando a la espalda la grave preocupación del día. Una vez en la finca, ninguno tuvo la fuerza de seguir soportando esa carga: se tumbaron a descansar para que el suelo sostuviera sus cuerpos por unas pocas horas.

UNA VECINA DE TÚNEZ, Dos capítulos de la novela, de Habib...

Ahora la veo todos los días, varias veces. Se llama Zahra, pero la mayor parte de los habitantes del edifico le dicen «Madame Mansur». Otros la llaman «la sirvienta» o «la tunecina», del mismo modo que a Madame Rodrigues, la señora que viene cada tarde a sacar los contenedores de basura a la calle, la conocen por «la portuguesa», o al señor González, que vive en un apartamento del quinto piso, como «el español».

LA CALLE DE LOS CRISANTEMOS, un relato de la tunecina Rachida...

El hombre la sorprendió con unos fuertes puñetazos dirigidos a la sien y la cara. Perdió el equilibrio y su cuerpo cayó a los pies del ladrón. Los puñetazos continuaron y fue aflojando la mano que agarraba la camisa hasta que finalmente el hombre se liberó. El muy cerdo le propinó una violenta patada delante de todos los presentes que miraban con el rostro encogido de terror y paralizados por la cobardía. Luego la pateó con saña y salió corriendo.

Caída libre, fragmento de la novela, de Abeer Esber

Aquella mañana de un día caluroso, maté a mi padre. Aunque a primera vista parezca un delirio freudiano, eso fue lo que sucedió después de una riña escandalosa junto al cementerio. Subíamos las escaleras de casa tras volver de una consulta médica que nos había ocupado toda la mañana del miércoles.

DÍAS EN EL PARAÍSO, Primer capítulo de la novela de Ghalya...

Londres, cuatro de la mañana. La noche es fría, pero no llueve, típica noche invernal londinense. La oscuridad se extiende por todo el lugar, solo la disipa la débil luz proveniente de las farolas. Ya no hay tráfico, todo lo que se movía había entrado en un profundo coma: las tiendas y los restaurantes, hasta los autobuses y trenes se sosegaron a tan altas horas de la madrugada y detuvieron su habitual circulación, siempre veloz. Las calles quedaron desiertas, incluso daban la impresión de haber crecido y ensanchado. Londres parecía una ciudad fantasma.

El guardia del cementerio de la Commonwealth, relato de Sofiene Rajab

Si contemplas detenidamente el mapa de Túnez, verás que encarna la imagen de una mujer de pie asomándose al Mediterráneo desde su balcón con los pies hundidos en la arena del desierto del Sahara. Si te fijas bien en su pecho, podrás visualizar una pieza que brilla a la luz del sol mientras vibra en ese collar que el país luce en el cuello. No se trata por supuesto de una condecoración, porque quien se la colocó fue sólo un colono.

La rosa de Maimuna, relato de Jokha Alharthi

En el momento de nacer, Maimuna no mostraba en su cuerpo arrugadito, recién salido del útero, nada de particular, excepto una marca insignificante en la planta del pie derecho. Sin embargo, su madre, que nada más dar a luz se puso a pensar en qué convenía hacer, sentenció con voz grave: “Algo raro tiene”. A los siete días, el padre de Maimuna mató un cordero para festejar el nacimiento, lo esquiló y dio de limosna el peso de su lana en plata. A Maimuna se le bo-rraron las arrugas, pero la marca siguió ahí.

Quiero amar esta noche, cuento de la escritora marroquí Latifa Labsir

Me acomodo muy cerca de la ventana y me abrigo con el chaquetón marrón que, aunque al ponérmelo siento dolor, no quiero dejar de usar. Cada vez que la soledad me atenaza, recuerdo cómo los dedos de la anciana lo tejían con extraña parsimonia, como si prolongara el tiempo de mis frecuentes visitas para preguntar por él. Probablemente, ella no sabía que yo también deseaba retardar su confección para seguir visitándola por la noche y tomar el té pesado que preparaba su marido, mientras escuchaba bellas canciones antiguas que me acunaban el corazón de un modo especial.

Los espíritus de Eddo, primer capítulo de novela de la sudanesa...

Como cualquier otro ser vivo, Mama Lucy no sabía nada sobre el destino y no planeaba ni pensaba en esa generosidad maternal que la rodeó como una maldición. La cuestión es que su madre la tuvo solo a ella o mejor dicho fue la única que sobrevivió de sus diez hermanos que fueron muriendo antes de cumplir su primer año. Como consecuencia, su madre vivió durante muchos años el dolor de la pérdida, un dolor que se iba renovando cada año con el cre-cimiento de un niño tan rápido como la mala hierba, para ser arrebatado por la muerte mientras dormía sin que se deteriorase su salud. Los enterraba como si estuviesen dormidos para que sus tumbas se mantuvieran templadas durante algunos días, mientras imaginaba que podía escuchar sus llantos, sus cuerpos cálidos, sus partes lánguidas, mas sus corazones no latían.