UNA VECINA DE TÚNEZ, Dos capítulos de la novela, de Habib...
Ahora la veo todos los días, varias veces. Se llama Zahra, pero la mayor parte de los habitantes del edifico le dicen «Madame Mansur». Otros la llaman «la sirvienta» o «la tunecina», del mismo modo que a Madame Rodrigues, la señora que viene cada tarde a sacar los contenedores de basura a la calle, la conocen por «la portuguesa», o al señor González, que vive en un apartamento del quinto piso, como «el español».
LA CALLE DE LOS CRISANTEMOS, un relato de la tunecina Rachida...
El hombre la sorprendió con unos fuertes puñetazos dirigidos a la sien y la cara. Perdió el equilibrio y su cuerpo cayó a los pies del ladrón. Los puñetazos continuaron y fue aflojando la mano que agarraba la camisa hasta que finalmente el hombre se liberó. El muy cerdo le propinó una violenta patada delante de todos los presentes que miraban con el rostro encogido de terror y paralizados por la cobardía. Luego la pateó con saña y salió corriendo.
Los espíritus de Eddo, primer capítulo de novela de la sudanesa...
Como cualquier otro ser vivo, Mama Lucy no sabía nada sobre el destino y no planeaba ni pensaba en esa generosidad maternal que la rodeó como una maldición.
La cuestión es que su madre la tuvo solo a ella o mejor dicho fue la única que sobrevivió de sus diez hermanos que fueron muriendo antes de cumplir su primer año. Como consecuencia, su madre vivió durante muchos años el dolor de la pérdida, un dolor que se iba renovando cada año con el cre-cimiento de un niño tan rápido como la mala hierba, para ser arrebatado por la muerte mientras dormía sin que se deteriorase su salud. Los enterraba como si estuviesen dormidos para que sus tumbas se mantuvieran templadas durante algunos días, mientras imaginaba que podía escuchar sus llantos, sus cuerpos cálidos, sus partes lánguidas, mas sus corazones no latían.
Una bicicleta devuelve al camarada del viejo partido, Un relato del...
Generalmente la esperaba en un cruce que le permitía controlar todas las direcciones sin levantar sospechas. Las instrucciones del partido le obligaban a comprobar que el lugar era seguro, y a marcharse de inmediato ante la menor sospecha de que algo pudiese ir mal. Si se le insinuaba esta sensación, significaba que algo sucedía entre las sombras, y aunque a veces no tenía evidencias de que hubiese algún peligro, abandonaba el lugar al instante.
UN SALTO DEL BALCÓN, relato de Walaa Fahad Al-Harbi
Con la mirada inocente, mis hijos me preguntaron, y yo, confundida, no sabía qué decirles, pero los calmé y dije que estábamos jugando al escondite con papá que pronto llegaría a casa. Cuando se les agotó la paciencia y no aguataron quedarse más tiempo en ese armario que les robaba la libertad de mover las manos y patear con sus pequeños pies, nos pusimos a contar. Contamos, y no supe si llegaríamos a cien o mil, o si pasaríamos más tiempo en aquel armario sin que nadie apareciera, llegando de ese modo a una cifra más allá de mi conocimiento y capacidad de continuar.
La rosa de Maimuna, relato de Jokha Alharthi
En el momento de nacer, Maimuna no mostraba en su cuerpo arrugadito, recién salido del útero, nada de particular, excepto una marca insignificante en la planta del pie derecho. Sin embargo, su madre, que nada más dar a luz se puso a pensar en qué convenía hacer, sentenció con voz grave: “Algo raro tiene”. A los siete días, el padre de Maimuna mató un cordero para festejar el nacimiento, lo esquiló y dio de limosna el peso de su lana en plata. A Maimuna se le bo-rraron las arrugas, pero la marca siguió ahí.
Leña de Sarajevo, dos capítulos de la novela de Saïd Khatibi
Me libré de la muerte y de la cárcel donde, pensé, pasaría una buena temporada. Me habían acusado de matar a un hombre y engrosar así la lista de asesinos nacionales. Pero me exoneraron. Tropecé e imaginé que nunca más sería capaz de ponerme en pie. La vida se me escapaba de entre las manos lentamente, y, temía, nunca realizaría mi sueño, ese que siempre he llevado conmigo como una madre sostiene a su primogénito recién nacido. Supuse que la guerra que había desfigurado el rostro de Sarajevo me arrastraría consigo, hasta convertirme en un trapo deshilachado e inservible. La imagen de mi hermana pequeña surgió de repente en mi mente y temí perder la razón y sumirme en la locura, tal y como le había pasado a ella; sin embargo, una mano oculta me agarró y me elevó hacia arriba, indicándome el camino.
Quiero amar esta noche, cuento de la escritora marroquí Latifa Labsir
Me acomodo muy cerca de la ventana y me abrigo con el chaquetón marrón que, aunque al ponérmelo siento dolor, no quiero dejar de usar. Cada vez que la soledad me atenaza, recuerdo cómo los dedos de la anciana lo tejían con extraña parsimonia, como si prolongara el tiempo de mis frecuentes visitas para preguntar por él. Probablemente, ella no sabía que yo también deseaba retardar su confección para seguir visitándola por la noche y tomar el té pesado que preparaba su marido, mientras escuchaba bellas canciones antiguas que me acunaban el corazón de un modo especial.
AL AMPARO DE LA LUNA, un cuento de Ibtisam Azem
A medianoche, la luna llena pende del cielo, sujeta por hilos a las estrellas de alrededor. El viento arrecia y amaina jugando en el espacio libre entre el satélite y los astros. Tumbado en la estera, las manos bajo la cabeza, Nadim piensa que puede tomar la luna si extiende el brazo por completo. Traslada la mirada hasta dar con los cipreses que cercan el huerto; parecen enormes junto a los diminutos almendros. Es la primera noche que pasan a la intemperie. La calma del lugar no revela el miedo sufrido en los enfrentamientos que han tenido lugar de día en su aldea. La abandonaron y se refugiaron en el huerto de un pueblo cercano. Marcharon atemorizados llevando a la espalda la grave preocupación del día. Una vez en la finca, ninguno tuvo la fuerza de seguir soportando esa carga: se tumbaron a descansar para que el suelo sostuviera sus cuerpos por unas pocas horas.
Perdido en La Meca, Primer capítulo de la novela, Los planos...
Tenía la mirada extraviada y los ojos suspendidos sobre los cientos de miles de cabezas que se apiñaban en el lugar. El mundo es un círculo que gira. Heme aquí, heme aquí. Susurraba. Miró hacia la derecha y percibió una nuca. Faisal la precedía por unos pasos y, entre todas las cabezas dolientes, afeitadas, calvas, cubiertas, negras, grises, blancas, sudorosas, lo podía ver. Miró hacia la izquierda y vio la sagrada Caaba, con las cortinas recogidas y las piedras alineadas en la base, cubierta por un tejido blanco que terminaba en el negro revestimiento bordado en oro. Sintió el sudor de una mano pequeña en la suya, la miró, y el pequeño apuró el paso para seguirla. Ese era Mishari. ¿Te has cansado? Y lo negó con la cabeza. Su paso se hizo más lento al acercarse a la esquina derecha. El lugar estaba abarrotado. Alzó la mano derecha hacia la Caaba, que se erguía en el corazón del mundo. Dios es más Grande. Agarraba al niño con la izquierda. Un grupo de asiáticos que caminaban cogidos de la mano chocó contra ellos. Se soltaron sus manos.