Una bicicleta devuelve al camarada del viejo partido, Un relato del Hassan Abdel Mawgoud

Traducción de Álvaro Abella Villar

Hassan Abdel Mawgoud

Girándose lo menos posible, sus ojos recorrieron el lugar en todas las direcciones hasta estar completamente seguro de que no había miradas acechando. Mientras aguardaba a Mónica al principio de la calle Manial, se puso a pensar, con cierta sorna, en que tenía dos nombres y Mónica, en concreto, no conocía ninguno de los dos.
Solía plantearse esta cuestión de los dos nombres y con cuál le gustaría quedarse más tiempo. Todos los camaradas del Partido Comunista lo conocían por Tawfiq o por Taw, pero solo unos pocos sabían su verdadero nombre, Abdelmalak. Incluso el propio presidente del partido, en una ocasión, se olvidó de su nombre durante un debate y, siendo incapaz de recordarlo, terminó obligado a pedirle disculpas, sobre todo después de haberlo rebautizado como Abdelrasul.
Al principio no le gustaba el nombre de Tawfiq, pero las circunstancias de la vida contribuyeron a que terminara aceptándolo. Hacía años que nadie de su entorno le llamaba Abdelmalak, exceptuando a un grupo muy reducido de tenderos de su calle. No tenía padre, ni madre, ni amigos fuera de sus actividades en el partido y en la clandestinidad. Además, procuraba no mezclar a los compañeros con la amistad. Le caían bien sus camaradas, cierto, y daría su vida por ellos, pero no estaba seguro de que lo considerasen un amigo. Lo habían conocido –y él a ellos– en cuartuchos asfixiantes y ate-rradores, y su único amigo, el que lo reclutó para el partido, había fallecido hacía tiempo en un accidente de tráfico. ¡Siempre los accidentes de tráfico!
No le asustaba la muerte tanto como temía el olvido. No deseaba la fama tanto como que su nombre perdurase, aunque solo fuese en el recuerdo de una única persona.
Entonces llegó Mónica.
Generalmente la esperaba en un cruce que le permitía controlar todas las direcciones sin levantar sospechas. Las instrucciones del partido le obligaban a comprobar que el lugar era seguro, y a marcharse de inmediato ante la menor sospecha de que algo pudiese ir mal. Si se le insinuaba esta sensación, significaba que algo sucedía entre las sombras, y aunque a veces no tenía evidencias de que hubiese algún peligro, abandonaba el lugar al instante.
Mientras esperaba a Mónica, se entretenía apostando por qué calle llegaría, y normalmente acertaba. Tras esperarla decenas de veces, sus apuestas fueron evolucionando. Se dijo que aparecería vestida con falda negra y camisa a cuadros. Le resultaba curioso que nunca llevase pantalones, a pesar de que le proporcionarían mayor libertad de movimiento. Mónica odiaba los pantalones, Taw podía afirmarlo con certeza después de dos años viéndola con regularidad. Aunque acertaba con las faldas, nunca logró comprender su gusto en los co-lores y ni una sola vez consiguió adivinar el color de la falda que llevaría ese día, ni el de la blusa o la camisa, ni si se presentaría con blusa, camisa o vestido. Pero tenía una excusa, y es que Mónica nunca repetía una prenda que ya se hubiese puesto con anterioridad. Llegó a pensar que era dueña de una fábrica de faldas, camisas, blusas, vestidos y chaquetas. Tal vez fuese hija de gente acaudalada. Taw era consciente de que en el partido había camaradas ricos y camaradas pobres.
Se ponía contento cuando la veía con faldas cortas que enseñaban casi toda la pierna, y cuando aparecía por la calle que él había apostado, se que-daba mirando sus piernas y su forma de andar. Luego se veía forzado a dirigir la vista a su preciosa cara para que ella no notase las miradas que dirigía a sus piernas desnudas. Aquellos le parecían los mejores momentos de su vida. Cada aparición de Mónica era una auténtica recompensa a sus misiones en la clandestinidad, y se preguntaba qué pasaría si un día se presentase otra muchacha en su lugar. En aquel momento fue consciente de que la amaba, y casualmente ese día ella sonrió de un modo distinto, como si hubiera comprendido lo que sucedía en su cabeza, o como si pudiera sentir su amor. Mientras contemplaba su boca sonriente, a Taw se le ocurrió que su nombre verdadero podría ser Nadia.
Nunca le había preguntado por su nombre real, igual que nadie preguntaba por el suyo. No estaba interesado en hurgar en los asuntos de los demás, aunque estaba convencido de que probablemente encontrase en ello un placer no menor al que le producía hojear los viejos papeles de su despacho. Guardaba una distancia prudencial con todo el mundo para preservar su paz interior. Miró una vez más en derredor y a continuación extendió la mano hacia Mónica con un «sobre».
Con frecuencia pensaba en la sencillez de esta tarea que siempre le encomendaban y se sentía molesto, pero dado su respeto a la disciplina de partido, apartaba rápido esta sensación de su mente. Con el paso del tiempo se estableció una relación unidireccional entre Mónica y él. Se entretenía imaginando que realizaban juntos misiones heroicas contra los alemanes, los soviéticos, los israelíes y la policía egipcia. Ellos siempre eran una pareja de fabulosos espías, pero su ima-ginación nunca se preocupaba por definir para quién trabajaban, aunque seguro que representaban al otro bando, el de la minoría, el de la gente noble que lucha contra el mal.
Todas sus historias imaginadas eran tristes y en ellas Mónica sufría muertes horribles, por disparos o bajo las violentas torturas de las fuerzas de seguridad, que le rompían los huesos de la mano, le arrancaban las uñas y le tiraban del pelo con tal virulencia que le desprendían mechones junto a trozos del cuero cabelludo. Él siempre terminaba llorando y se sentía culpable por haberla matado en un sinfín de ocasiones. Pero también pensaba, sin saber muy bien el motivo, que una mujer de esa belleza no había sido creada para vivir mucho. Tal vez una parte de él quería que muriese, tal vez una parte de él sabía que era una amenaza real, la única, a su vida de reclusión en su piso vacío, esa crisálida que se cerraría todavía más en torno a él cuando empezó a sufrir de glaucoma.
Sin embargo, a pesar de haberla matado incontables veces en su imaginación, aguardaba ansioso que el partido le encargase una nueva cita con ella. En una ocasión pensó que, si cancelaban esas misiones o se las encomendaban a otro, él se opondría, aunque tuviese que presentarse ante el mismísimo presidente del partido. Se negaría con rotundidad, por mucho respeto que tuviese a la je-rarquía. Y si el presidente se empeñaba en quitarle el encargo de citarse con Mónica para pasarle dinero, sería capaz de enfrentarse a él abiertamente. Incluso llegó a pensar seriamente que, si le obligaban a dejar de verla, abandonaría su actividad en la clandestinidad para el partido. Sin embargo, tras reflexionar un poco comprendió que era una persona necesitada de limpiarse las impurezas del dramatismo, como se filtra a veces una infusión de anís con un colador.
No había intentado hablar con ella ni una sola vez, quizá por temor a su reacción, o quizá para preservar la distancia prudencial que siempre quería para sí, hasta que, el primer día que la vio después de aquella sonrisa, se sorprendió a sí mismo diciéndole que la amaba. Ella volvió a sonreír de un modo que le pareció angelical y extremadamente benévolo. Sin embargo, Mónica no pronunció palabra y se alejó de él. Como todas las veces. Como una vez cualquiera.
Sus citas con Mónica tenían lugar prácticamente en todo El Cairo. Mónica lo agotaba. Para verla, se veía obligado a montar el tranvía de Heliópolis hasta la estación de Ramsés, y desde ahí caminar a pie hasta lo más profundo del barrio de Sakakini. En ocasiones iba en autobús, microbús o taxi hasta El Cairo Antiguo; otras veces hasta los suburbios de Helwan o Maadi; a lo más recóndito de los ba-rrios de Guiza, Wust el-Balad o Roda el-Farag; en ocasiones hasta los confines más orientales de El Cairo o los más occidentales; hasta el extremo norte de la ciudad o hasta el extremo sur. Por ese motivo, el partido decidió proporcionarle una bicicleta.
Un día se pusieron en contacto con él para informarle de que la próxima cita sería en una mansión de Garden City propiedad de un conocido cardió-logo. Era la primera vez que veía a aquel hombre, con un enorme puro en la boca, al lado del presidente del partido y otros dos camaradas a los que conocía bien. El presidente señaló la bicicleta y comenzó a soltar un discurso sobre un personaje llamado Joseph Rosenthal, un joyero judío que prestó un gran servicio al partido en sus inicios. Taw no entendía adónde quería llegar el presidente exactamente. Se le ocurrió que tal vez buscaba relacionar al joyero con el médico, por los fondos y donaciones que ambos hacían a la causa. Eso pensó, aunque no sabía nada del joyero, ni del médico, y aunque el presidente tampoco lo mencionase expresamente. De todos modos, el discurso terminó sin que Tawfiq sacara ningún provecho. Uno de los camaradas presentes se acercó a él con un papel y le pidió que lo firmara. Comprendió que le estaban dejando la bicicleta en préstamo para que la devolviera algún día. El presidente dijo que querían facilitar sus misiones, sobre todo cuando debía trasladarse a lugares a los que no llegaba el transporte público. Taw sintió gratitud hacia él, pues todo apuntaba a que la idea había sido suya.
Los días siguientes todo transcurrió bien. Recuperó la sonrisa de Mónica y sintió tal grado de confianza que dio un paso más y le pidió una cita en una cafetería del centro de la ciudad. Se dirigía a ella pensando en aquella pareja de camaradas que estaban casados y no descubrieron que pertenecían al mismo partido hasta que la policía los detuvo en Suez y los interrogaron juntos.
Acudió a la siguiente cita con la bicicleta. Se pasó todo el trayecto pensando en cómo reaccionaría Mónica. Era cierto que la última vez le había sonreído, pero también que le había dejado y se había ido sin decir nada. Esta vez tenía que decir algo. No bastaba con sonreír. Es más, no debía sonreír. Pensó en obligarla de algún modo a hablar. Tenía derecho a que le respondiese, aunque fuera para decirle que no, que era un camarada del partido y nada más; o que estaba casada; o que era monja y vivía en un convento. Pero Mónica no dijo nada de eso. Llegó, apareció a lo lejos como siempre, con un vestido blanco con florecitas azules oscuras. No hizo falta que Tawfiq dijera nada. Fue ella quien dijo:
–Yo también te quiero.
No le entregó el sobre. Ni ella se lo pidió. Saltándose todas las medidas de seguridad y todas las indicaciones y reglas del partido, se montó delante de él en la bicicleta y partieron surcando la brisa de septiembre por la Corniche de Maadi.
Mónica le contó que estaba enamorada de él desde el primer instante en que lo vio, y que lo tenía todo planeado: no hablarían de su relación delante de los camaradas del partido, pues existía la posibilidad de que los enviasen a misiones separadas, tal vez, o tal vez no. Mónica quería seguir con sus citas en la calle, y cuando se lo contó, Taw confesó que se moriría si dejaran de hacerlo. De modo que seguirían siendo leales al partido y cumplirían con sus misiones. Él saldría de casa para recoger y entregar dinero, y ella saldría de la misma casa para recibir ese dinero. Acordaron no hablar nunca de cuestiones relacionadas con el partido, cada uno permanecería fiel a su célula y a sus indicaciones. Acordaron que Taw solamente contaría que se había casado a sus vecinos, y que les diría que su esposa vendría a vivir con él en unos días. Además, les venía bien el hecho de que ella fuera hija única y sus padres, acuciados por una larga lista de enfermedades crónicas y graves, avanzasen con paso apresurado hacia la muerte. Mónica encontró dos testigos después de que él certificase su conversión, y en el acta de matrimonio Tawfiq vio por primera vez su nombre. No se llamaba Nadia, sino Hanaa.
En ningún momento Taw se preocupó por las evidentes diferencias entre ambos que no tardó en descubrir. La familia de ella poseía una gran mansión de dos plantas en Zamalek, y Mónica tenía ropa suficiente para no repetir atuendo hasta el final de su vida, aunque se cambiase dos o tres veces al día. Cuando se mudó a vivir con él tuvo que hacer cinco maletas enormes, y le dijo que para traer el resto de su ropa tendría que vaciarlas y volverlas a llenar otras diez veces por lo menos. Ella había estudiado Medicina, mientras que él era licenciado en Letras. Mónica no miraba el dinero, como le comentó en una ocasión, mientras que él se veía obligado a estirar al máximo los escasos ahorros que le había dejado su padre en una cartilla, y comía solo dos veces al día para reducir gastos. No sabía qué habría sido de él si sus padres no le hubieran dejado el piso tras fallecer.
Antes de que la tocara, Mónica le confesó que no era virgen. Había tenido un romance con un compañero de universidad con el que se acostó una sola vez en su casa y que luego la dejó cuando terminaron la carrera. Tendría que habérselo contado antes de casarse, pero ¿iba él a cambiar de opinión? Taw sacudió la cabeza respondiendo que no mientras se lo decía.
Mónica todavía no le había hablado de cómo entró en el partido ni de quién la reclutó. Taw percibía que era una persona muy sencilla, pero todavía no le había preguntado por el modo en que se repartirían los gastos del hogar, ni por qué le había dicho que se enamoró de él desde el primer instante. Se sentía halagado cada vez que recordaba esa frase y decidió dejar que se lo contara cuando ella quisiese. No había prisa, sobre todo ahora que sus destinos acababan de unirse y no iban a separarse el uno del otro.
El partido les encomendó una misión cinco días después de su boda. El plan consistía en que ella debía ir a Helwan y desde allí al centro de la ciudad, mientras que él tenía que dirigirse a Heliópolis y luego encontrarse con ella. Por la mañana, mientras mantenían una conversación sobre temas intranscendentes, Taw rompió una de sus estrictas prohibiciones respecto a hablar del trabajo en casa. Mirando su vestido azul estampado de flores blancas, decidió contarle la historia del discurso del presidente el día que le entregaron la bicicleta. Le confesó que todavía no sabía por qué había hablado de Joseph Rosenthal y Mónica le respondió que era uno de los fundadores del partido. Ligeramente sorprendido, la siguió con la mirada mientras desaparecía tras la puerta del piso.
Disponía de un poco de tiempo antes de empezar su periplo por la ciudad para ir al encuentro de Mónica. Sabía a qué dedicarlo: a colgar por la casa las fotografías que ella había traído, las fotos de Hanaa. Fue colocándolas de habitación en habitación y sintió que el espíritu de Mónica se había impregnado en las imágenes hasta el punto de que emanaba de ellas una plácida luz blanquecina que iluminaba todos los rincones del apartamento.
Se detuvo a comprobar que no había peligro y a esperarla con la misma pasión de antaño. Apostó, en el cruce de las calles Sherif y Adly, a que Mónica llegaría por la calle Fuad I. Aguardaba la aparición de su vestido azul y suspiraba por ver su rostro acercándose en la distancia. En cierto modo anhelaba verla de lejos, en lugar de a unos centímetros de él. Aparecería, le entregaría el sobre y se contentaría con recibir una sonrisa y la contraseña habitual: «Conciencia». Taw se preguntó por qué había elegido esa palabra el partido. ¿Alguien había querido recordarle su conciencia, sobre todo teniendo en cuenta que transportaba dinero? Tal vez alguien en el partido dudaba de su compromiso o se burlaba de él. Sintió un enfado tremendo. Le sorprendió esa ira, pues en su trabajo era natural que fuesen precavidos. En ese momento pasó a su lado una ambulancia a toda velocidad y se dio cuenta de que la gente se arremolinaba en la calle Adly, de donde provenía un griterío.
El vestido azul asomó trémulo por debajo de las hojas de periódico antes de que la ambulancia se la llevara. Mónica se había ido para siempre sin despedirse de él.
Así pasó, como siempre pasan las cosas. Absolutamente destrozado, devolvió el sobre al despacho del presidente y dijo que Mónica no había recogido el dinero. Quería anunciar su decisión de abandonar el partido, pero algo misterioso se lo impidió.
Después de aquello intentaron contactar con él, pero no abrió a ninguna de las personas que se presentaron a su puerta. El propio presidente acudió en una ocasión, y tras llamar repetidas veces dijo en voz alta que sabía que estaba detrás de la puerta ‒lo cual era cierto‒ y que no abrirle era una descortesía. Sus palabras tuvieron un leve eco en la conciencia de Taw, sintió que era su obligación abrir la puerta, pero algo enigmático lo mantenía clavado donde estaba.
Enfermó de glaucoma y aquello le resultó más doloroso incluso que la muerte de Mónica. Ya no era capaz de ver con claridad sus fotos, pues su vista se había debilitado en extremo. Todos los días cogía una fotografía concreta de ella ‒una en la que aparecía sonriente‒, la colocaba entre la Virgen María y San Jorge matando al dragón, y se sentaba a llorar imaginando que las lágrimas azules que soltaba formaban a sus pies algo parecido a un lago.
Durante los veinte años siguientes Taw no recibió a nadie exceptuando a los médicos, a los tenderos de su calle, y después, a los hijos de estos. Dejó de plantearse la cuestión de su verdadero nombre. Se acordaba del partido sobre todo cuando le llegaban algunas noticias. Se enteró de que el presidente y muchos de sus conocidos habían muerto o llenaban las cárceles, y algunos de los que salían habían fundado partidos legales. La cuestión del olvido dejó de preocuparle tras el fallecimiento de Mónica, pues había sido la única persona que podría recordarlo para siempre. Le perdió el miedo a la muerte y al olvido. Se lo imaginaba como algo ajeno y lejano relacionado con los demás, pero descubrió que también era muy cercano a nosotros. El olvido es aterrador cuando decide atacarnos, corta nuestras relaciones con el mundo antes incluso de que el mundo decida olvidarnos. El alzhéimer se apoderó de sus neuronas y las fue reventando una tras otra, como granos de maíz convirtiéndose en palomitas. Le asustaba ser olvidado por los demás, pero ahora había iniciado la operación inversa y era él quien los olvidaba a ellos. Por eso decidió empezar a apuntarlo todo en un cuaderno del que apenas se separaba. Mónica lo había abandonado pero sus imágenes seguían colgadas en las paredes y en los cuatro habitáculos de su corazón, y temía que lo abandonaran para siempre cuando los ejércitos del alzhéimer lo invadieran hasta ocupar todos sus poros. Por suerte, hasta este instante no había olvidado nada de ella, se acordaba constantemente de su sonrisa cuando recogía los sobres tras aquella palabra convenida que siempre odió: «conciencia».
Cierta ocasión, a propósito de esa palabra, Taw se angustió al ver unos papeles relacionados con la bicicleta que le había entregado el partido. Se le ocurrió que los camaradas podrían acusarlo de haberla robado. ¿Quién sabía? Sentía que no estaba bien pensar así, pero no podía apartar la bicicleta de su cabeza. El viejo Taw jamás tuvo miedo a la muerte en su juventud, pero una idea lo aterraba: perder la conciencia algún día. En Mónica había encontrado un reflejo de sí mismo. Si la «conciencia» fuera una moneda, ellos serían sus dos caras. Sin embargo, el partido nunca dejó de hacerle dudar de sí mismo. De lo contrario, ¿por qué habían elegido la palabra «conciencia» como contraseña?
Taw no recordaba exactamente dónde estaba la bicicleta, pero tras buscar la encontró en una habitación que llevaba años cerrada, una estancia cubierta por espesas capas de polvo y reservada para las cosas que no quería ver más. Tenía que devolver esa bicicleta, era lo único que le vinculaba al partido. Pero descubrió que no era la conciencia lo que le impulsaba a devolverla. Recordó con dificultad que el partido ya no existía en la actualidad, y que el camarada que le había dado el papel para que firmara la entrega en custodia había llegado a ser presidente del partido estalinista. No conocía o, para ser más exactos, no recordaba a nadie más que a él. Se puso a limpiar la bicicleta pensando en llevarla a la sede del partido, pero se dijo que no era necesario complicarse tanto, nadie iba a comentar que las llantas estaban sucias, si es que lo estaban. Lo importante era que en general parecía en buen estado.
Solicitó al empleado de recepción que le dejaran ver al presidente del partido para devolverle algo que tenía en custodia, señalando la bicicleta. El hombre estalló en carcajadas de tal modo que irritó en extremo a Taw. El empleado tendría que haber explicado el motivo de su estruendosa risa, pero en lugar de eso decidió ignorarle y trasladar el pro-blema a la secretaria del presidente. Taw pidió con mucha educación a la hermosa mujer que le dejara ver al dirigente y, sin saber muy bien por qué, pronunció el nombre precedido de la palabra «camarada». La mujer se rio y Taw no comprendió el motivo de sus risas. Solo había pronunciado dos palabras, «camarada» y el nombre. De pronto, por razones que como de costumbre desconocía, recordó la historia de la gente de la caverna en el Corán e intentó apartarla cuanto antes de su mente concentrándose en los labios de la muchacha que se movían sin parar. Por lo que parecía, estaba repitiendo la frase:
—¡Le digo que el señor presidente está en una conferencia en Ucrania hasta finales de esta semana!— A lo que añadió:—¿Qué desea?
¿Se lo contaba? Tal vez le entrase la risa como al empleado de recepción. Seguro que aquel hombre se había burlado de él, y quizá la mujer hiciese lo mismo. A pesar de ello, le dijo sin pensárselo que el Partido Comunista le había entregado en custodia esa bicicleta y que quería devolverla. La mujer se sorprendió y sonrió, puede que burlona, como creía Taw. Le respondió que ese partido ya no existía.
‒¡Desde hace casi un cuarto de siglo! ‒añadió.
Vale, ¿qué quería que dijese él? Eso ya lo sabía. La mujer tendría que encontrar una solución, llevarlo ante el vicepresidente o algún cargo responsable. Sin embargo, la secretaria dijo que podía encargarse ella misma del asunto, si así lo quería. Taw se lo pensó un poco y asintió con la cabeza. La mujer hizo venir a un fotógrafo y dijo que tomarían una foto para el presidente. Él podía volver en otra ocasión. Le dejó con el fotógrafo y regresó al poco tiempo en compañía de dos jóvenes a los que presentó como reporteros del periódico del partido. Taw respondió a sus saludos con un gesto de la cabeza, intentando reconocer, entre la neblina que oscurecía su visión, cuál de los dos era más alto. Con una insistencia que le resultó extraña, le preguntaron por su historia, por el Partido Comunista, por el préstamo de la bicicleta y por qué había permanecido oculto todo este tiempo. A Taw le costaba recordar, y sentía que no podía responder a esas preguntas, pues sinceramente no sabía por qué había dejado el partido ni encontró nada que decir acerca de lo que había estado haciendo todos estos años que no resultase patético. Se cuidó mientras hablaba de no mencionar para nada a Mónica, y a pesar de la simpleza de lo que decía, a pesar de que eran retazos sueltos, los periodistas compusieron una larga historia que publicaron con una foto de él y la bicicleta.
Una semana después de aquello el presidente lo recibió con los brazos abiertos. Taw lo miró. Algo había cambiado en la esencia de aquel hombre. Tal vez fueran sus rasgos. No tenía que ver con su avanzada edad, sino con ese exceso de grasa que invadía su rostro y su cuerpo, una grasa que inflaba su reluciente traje negro. El glaucoma de sus ojos no le impedía ver al viejo camarada hablándole con gran entusiasmo, alegría y hospitalidad, antes de conducirlo a su despacho. Taw descubrió en aquel momento que traía consigo la bicicleta. El presidente se dirigió apresurado hacia su enorme escritorio y cogió el periódico. Lo dobló por la mitad y señaló en la parte superior la foto de Taw, la que le había sacado el fotógrafo del partido. El presidente le contó que había necesitado más de una hora para redactar el titular. A continuación, se lo leyó en voz alta, entusiasmado:
‒La bicicleta devuelve al camarada Tawfiq al Partido Comunista.
En ese momento la secretaria aplaudió y Taw se dio cuenta de su presencia. A continuación, el pre-sidente señaló la bicicleta y dijo que, no solo la devolvería, sino que la iba a colocar en el recibidor de la sede como símbolo del nuevo partido y sus principios. Taw parecía distraído y tras un largo silencio dijo que tenía otra deuda con el partido, además de la bicicleta. Una información, un dato que en el partido todavía no conocían sobre él y sobre Mónica.
‒¿Mónica? ‒preguntó el presidente.
Taw no respondió. ¿Cómo se podía haber ¿Cómo pudo olvidar a Mónica? ¿Cómo no había guardado en el recuerdo su hermosura, su nobleza, su fidelidad a la causa? ¡Si había muerto por el partido! Se levantó y abandonó el despacho. Abandonó el partido. Salió a la calle, al centro de la ciudad, con la bicicleta, e intentó aspirar la mayor cantidad posible del aire fresco que soplaba hacia él.

 

Relato perteneciente a la colección Hurub Fatina [Guerras seductoras] publicada por Kotob Khan (2018) y ganadora del
premio Yusuf Idris de relato corto 2020.

 

Hassan Abdel Mawgoud (Naj’ Hamadi, 1976-) es un escritor y periodista egipcio que ha publicado tres colecciones de relatos y dos novelas. Su primera novela, ‘Ain al-Qut [El ojo del gato], fue premiada con el Premio Sawiris de Cultura en 2005 y ha sido traducida al alemán. Huroub Fatina [Guerras seductoras] (Editorial Al-Kotob Khan, Cairo), obtuvo el Premio Yusuf Idris en 2020. En el campo periodístico, recibió el Premio de Periodismo de Dubai en 2003 por su serie de reportajes titulada Relatos de los monjes del valle de Natrón.

Álvaro Abella Villar (Burgos, 1978) lleva más de una década dedicado a la traducción literaria y ha vertido al castellano cerca de 40 obras del árabe, el inglés y el francés, incluyendo autores de renombre como Naguib Mahfuz, Alaa Al-Aswany, Yasser Abdel Latif, Jeannette Winterson o Kathryn Stockett. Ha vivido en Palestina, Túnez y Egipto, donde ejerció de profesor en la Universidad de El Cairo. Actualmente es investigador y profesor de árabe en la Escuela de Traductores de Toledo.

 

 

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