La rosa de Maimuna, relato de Jokha Alharthi

 

Jokha Alharthi

 

Traducción de María Luz Comendador

 

En el momento de nacer, Maimuna no mostraba en su cuerpo arrugadito, recién salido del útero, nada de particular, excepto una marca insignificante en la planta del pie derecho. Sin embargo, su madre, que nada más dar a luz se puso a pensar en qué convenía hacer, sentenció con voz grave: “Algo raro tiene”. A los siete días, el padre de Maimuna mató un cordero para festejar el nacimiento, lo esquiló y dio de limosna el peso de su lana en plata. A Maimuna se le bo-rraron las arrugas, pero la marca siguió ahí.

Cuando pasó la cuarentena, dejaron de llegar vi-sitas, se plegaron las esteras y alfombras, y se recogieron las bandejas de dátiles y frutas, la madre de Maimuna comprendió qué era lo que la recién nacida tenía de raro: la forma de mirar.

Su madre la miró y remiró intentando recordar qué cara tenían sus hermanos cuando estaban en pañales: Jáled la tenía como de chicle; Mahmud, redonda y bonita como una luna llena. Suspiró al recordarlo y exclamó, como si aún lo tuviera en brazos: “Guárdeseme de las malas voluntades”. Suleimán nació lleno de granitos, como de alergia, y con ellos seguía el pobre. Hilal nació con la barbilla estirada, pero estaba muy guapo con aquellas pestañas tan largas. La madre no sabía qué pensar. A ninguno de sus bebés lo había visto nunca mirar de aquel modo, con aquella extraña mirada que no lograba comprender.

Por eso fue a preguntar a su vecina Om Abderrahmán, que fue incapaz de ver lo que le estaba contando. Lo único que dijo fue que la recién nacida era igualita que su Aisha y, para que se quedara más tranquila, le prometió ir a hablar con su hermano, el jeque Saud, y pedirle un talismán para la niña. A Maimuna le ataron el talismán al cuello con un cordón negro, y la madre tuvo buen cuidado de arroparla cuando estaban delante las vecinas para que ninguna se lo viera. Pero la niña siguió mirando raro, y el desconcierto de la madre era ya preocupación.

Maimuna crecía. La cara se le puso redonda, iba cogiendo color, manoteaba y daba pataditas y, de vez en cuando, soltaba algún balbuceo. Y sin embargo su madre, lejos de alegrarse por eso, seguía observando con inquietud la mirada de sus extraños ojos, que no cambiaba.

La casa era la cuarta por la derecha según se iba a la mezquita y quedaba enfrente de la tienda de Salim, de la barbería y la panadería artesana. Tenía una puerta de madera labrada que daba, como el resto de las casas, a un patio amplio y flanqueado de limoneros, membrillos y rosales silvestres. Tenía también una única palmera que se alzaba al fondo y se inclinaba hacia la acequia como si estuviera siempre bebiendo. La acequia tenía una cubierta y unos paneles laterales de madera que ocultaban de la vista a la madre cuando se bañaba, y que más tarde habrían de proteger también a su única hija, Maimuna. Aquellas tablas, por otra parte, servían de apoyo a la decrépita palmera, que llevaba años sin dar fruto.

En el baño que se dio para asearse justo después de nacer Maimuna, la madre tomó la decisión de que aquel sería su último parto. Fue echándose cubos de agua encima, uno tras otro, frotándose el cuerpo con una esponja vegetal áspera, con cuidado en los pechos para que no se le saliera la leche,  mientras intentaba olvidar el sufrimiento tan reciente con la idea de que aquella había sido la última vez. “Sí”, se dijo a sí misma, sería la última vez que las mujeres le dijeran aquello de “¿Qué? ¿Te supo rico?” Ya lo había probado varias veces, ya había visto “las estrellas al mediodía y las montañas de Masira”, tal y como, desde el primer embarazo, le habían anunciado que ocurriría a la hora de parir. Ya estaba bien. Por más que se sufra, una no se acostumbra al dolor, y hacer chistes sobre el mal trago con lo de si sabe rico no alivia lo más mínimo. Además, ya tenía la niña, como quería. Había cumplido ese sueño después de cuatro varones. ¿Qué más quería? “Ya ha estado bien. Ha sido una bendición, un regalo.” Se quedó dudando de si debía añadir “a Dios gracias” estando, como estaba, aseándose después del parto. Tal vez fuera más conveniente no mentar a Dios en una situación así. Retorció su larga melena, peinada con la raya al medio, para escurrirla. Es verdad que, después de cada parto, siempre se prometía que era el último, pero luego se le olvidaba, se arrepentía y tenía otro.

Ya había hecho las abluciones rituales de purificación para terminar y salirse de la acequia cuando se quedó mirando los destellos del agua. Los rayos de sol se filtraban por la cubierta de la acequia y brillaban en la superficie. Aquel brillo le removió algo por dentro, fue como una punzada. De repente vio en él, con toda claridad, la cara de extrañeza y la confusión que había sentido desde que nació su hija. Agitó la cabeza, y el pelo recién escurrido volvió a soltarse: “Es la mirada. Esa niña mira raro. Sí. Esa niña no mira como el resto de los bebés”.

Se puso la ropa, que había dejado doblada en el pretil de piedra de la acequia, se perfumó con esencia de áloe índico detrás de las orejas y, según se dirigía a la sala que se abría al patio en un porche de arcadas árabes, escuchó, muy bajito, el llanto de la niña. Se adentró en el cuarto donde estaba la cuna de la pequeña y una cama para la madre, con los zapatos en el suelo. Ninguno de sus niños había llorado así, con tanta suavidad. Tenían un llanto chillón y persistente. La madre retiró la colcha de la cuna y se puso a darle el pecho. La pequeña abrió los ojos y sus miradas se cruzaron. Se estremeció, se le vinieron a la mente los destellos del agua y la extraña mirada que había descubierto en ella. En los ojos de la niña parecía habitar el secreto del agua de la acequia. Era como si sorbiera suavemente la leche en vez de mamar. Sintió que por la espalda le corrían gotas, y no estaba segura de si sudaba, en aquel día de invierno, o era su melena, que aún no se había secado del todo. Volvió a evocar las caras de sus hijos a la edad de Maimuna, cómo lloraban, cómo se aferraban al pecho para no soltarlo, cómo eran incapaces de fijar la vista en nada, y en cuando decidió pedir consejo a su vecina Om Abderrahmán.

Y sin embargo Maimuna, a pesar del consejo de la vecina, del talismán colgado al cuello con el cordón negro y de mamar poco, creció, y siguió con la misma mirada. No creció en cambio su voz fina que, por el contrario, fue haciéndose más tenue y vacilante día tras día, año tras año hasta que, cumplidos los seis, calló definitivamente, mientras que sus ojos siguieron agrandando aquella extraña mirada.

La madre, firme en la decisión que había tomado en el baño, dejó de tener hijos. De nada sirvió que el marido insistiera, ni que las vecinas la avisaran de que corría el riesgo de que él tomara una segunda esposa al ver que ella no estaba dispuesta a tener más que cinco, a que lo privara de aquella gracia de Dios cuando él apenas acababa de entrar en los cuarenta. Ella les respondía a todos: “Cinco está muy bien, gracias a Dios. Son una bendición del cielo. Tengo varones en los que apoyarme y una hija que me habrá de cuidar en la vejez. Dios me los proteja a todos.” El marido no se casó con ninguna más. Ella era su prima, le gustaba cómo olía, el calor de sus abrazos y sus risas al amanecer. Además, no le apetecía asumir la responsabilidad de dos hogares, y ella acabó por convencerlo con lo que decía sobre los hijos, aunque él nunca llegase a descubrir el secreto de la herida que ella escondía.

Y ella nunca la reveló, aunque era bien profunda. En el baño de aquel día, ella había pensado que terminaría por olvidar su decisión, que, como siempre, al final se le olvidarían los dolores del parto, y al cabo de un año o dos volvería a llenar la casa con un par de niños más, o tal vez tres. Pero entonces llegó lo del misterio de la mirada de la recién nacida, chispeante como el sol en la acequia, intensa como la hondura del agua. Ella siempre había deseado tener una niña. Era un deseo que tenía buen cuidado de ocultar a su primo, con el que compartió siempre la alegría de concebir un varón tras otro. Se sentía afortunada de ser la envidia del vecindario, de estar rodeada de leones que bastarían para protegerla de las vueltas que pudiera dar la vida. Y mientras tanto, la ilusión de tener una niña iba creciendo en su interior cada vez que se bañaba en la acequia, al mismo tiempo que se juraba que aquella era la última vez. Aquel deseo la hacía avergonzarse de su juramento. No podía dejar de pensar que algo le faltaba. ¿Qué va a hacer una mujer sin una hija que se le parezca, a la que hacerle las trenzas, de la que sentirse orgullosa? ¿Iban acaso a bañarla sus hijos cuando fuera anciana y ya no se valiera por sí misma? ¿Podría reírse de las vecinas con ellos, cocer el pan y preparar el arroz? ¿Iban ellos a llorar con ella cuando se les muriese una oveja o enfermara su esposo? Había que tener una niña, una niña que se le pareciera. Y sin embargo Maimuna, morena, alta y silenciosa, estaba lejos de parecerse a ella. Creció larga como una lanza que habría de traspasar sin piedad los sueños de su madre. La primera vez que le pegó y le gritó: “¿No lo ves? Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué me miras así? ¿Eres tonta o qué?”, el brillo de la acequia se retiró de los ojos de Maimuna. Fue como si su mirada se encerrara, hermética, en un cajón. En él habría de mantenerlos hundidos y, en presencia de su madre, ya apenas volvería a abrirlos.

El padre se contentaba con decir: “Maimuna es diferente”. Los hermanos intentaban implicarla en sus juegos, algo brutos, pero ella no respondía más que cuando jugaban a dar vueltas. El que más rápido girara sin caerse ganaba. Maimuna no era la más rápida, pero nunca se caía. A los hermanos les daba igual que estuviera callada. La llevaban a la escuela, donde ya en primero suspendió; y a la tienda de Salem, de la que solo le gustaba un tipo de golosinas, una especie de pirulí de colores que Abderrahmán, el hijo de los vecinos solía comprarle cuando la veía sentada a la puerta.

En verano, sus hermanos la llevaban a las huertas y cogían para ella dátiles frescos, le daban mango con sal o echaban limón a un plátano y se lo ponían en la boca. O bien la sentaban en algún tronco de palmera caído a que los mirara mientras ellos hacían concursos de matar ranas. A veces le frotaban la marca de nacimiento, para ver si se le quitaba, o la tiraban a una acequia, y luego la columpiaban entre dos, cogiéndola por los pies y las manos, mientras pregonaban: “Caza del día, ¿alguien compra? Pescado fresco, ¿alguien compra?”. Al final volvían a casa con ella a cuestas, y su chilaba, colgada del cuello de Mahmud para secarse, ondeaba como una bandera.

Pero cuando, diez años después, ocurrió lo que ocurrió, a los hermanos de Maimuna se les olvidaron todos aquellos juegos. A Mahmud se le caía la cara de vergüenza; a Suleimán le salió un sar-pullido; los aullidos de Hilal resonaron por toda la casa; y Jaled dejó a su mujer en pleno paritorio al enterarse de la noticia.

Tenía nueve años cuando la primera rosa se coló en casa. Estaba de pie junto a la palmera, mirando hacia un punto en lo alto, distraída, ajena a Hilal, que había cazado con un tirachinas tres pájaros y los estaba asando para ella. El padre debía de haber terminado la oración primera de la tarde.

“¿Qué? ¿Viendo a ver si nos llega la inspiración del cielo? ¿Viene ya el ángel Gabriel?”, gritó su madre en tono sarcástico. Todo estaba muy tranquilo, había cesado ya el rumor de las conversaciones en la puerta de la barbería y el ruido de los niños rompiendo botellines de Pepsi delante de la tienda de Salem, los hermanos fingían estar muy concentrados en los deberes porque el padre estaba a punto de volver de la mezquita, después de lo cual se tomaría el café y estiraría las piernas a la sombra del membrillo. Fue en ese momento, justo al terminar de gritar aquello la madre, cuando se coló la rosa. Una flor fragante, de color fucsia, que rodó suavemente por la tapia del patio hasta llegar al suelo intacta, como si la hubieran colocado suavemente a los pies de Maimuna.

El día en que estalló el escándalo, todos estaban muy atareados. La madre se había pasado el día entero con Om Abderrahmán, de pie ante el asador de carne, guisando arroz, metiendo prisa a las vecinas para que cortaran los tomates, picaran cebolla y tostaran las almendras con las pasas.  Om Abderrahmán y ella habían desenrollado las esteras rojas nuevas, colocado en fila los perfumadores y fumigado con incienso la casa entera. Al caer la tarde, volvió a casa con apenas tiempo para meterse en la acequia, ponerse el vestido bordado, los brazaletes de oro y el recargado collar que heredó de su madre.

La rosa había caído al suelo. Maimuna estiró li-geramente la pierna derecha, y la marca de la planta de su pie rozó apenas uno de los pétalos. Sus trenzas se balancearon al inclinarse a mirarla; y cuando el pétalo le rozó la marca, los destellos del agua de la acequia se asomaron por un instante a sus ojos.  Dio un trago de agua fresca y alzó la cabeza sin agacharse a recogerla, sólo se quedó mirándola.

Dos días después, volvió a colarse una rosa. Maimuna no se movía del patio. No paraba de mirar a la pared. Su padre no había vuelto aún de la mezquita, y su madre estaba preparando el café. La rosa rodó suave tapia abajo. Sus delicados bordes fueron tocando ladrillo a ladrillo mientras caía. Dos o tres pétalos se soltaron y aterrizó, boca abajo, a pocos pasos de Maimuna. Maimuna recogió la rosa por el rabito verde y se la acercó a los ojos. El delicado tallo se quebró entre sus dedos, pero la rosa amarilla seguía luciendo, espléndida.

Al cabo de una semana, Maimuna se acercó silenciosa hasta el rosal. Uno de sus hermanos había estado regando las plantas, la tierra estaba aún húmeda. Maimuna cortó la rosa más grande y, con los dedos cruzados, hizo un cestillo con sus palmas para guardarla, fue hacia la palmera que se apo-yaba en la cubierta de la acequia y se quedó allí parada. El aire de enero le calaba la ropa, y su madre le gritó, subiendo las escaleras del sitio en que limpiaban los dátiles: “Entra a ponerte un jersey, Maimuna, que hace frío. Anda, ven”. Maimuna ni se inmutó, esperó, y al instante una rosa se deslizó desde lo alto de la tapia de los vecinos. Maimuna alzó los brazos enseguida para echar la suya. Se quedó un momento mirando sus manos vacías y luego recogió la rosa que le había caído al lado, en la acequia. Se hundía en el agua y algunos de sus pétalos se los estaba llevando la corriente.

De vuelta a casa, el padre condujo a Maimuna, que tenía los ojos cerrados, desde el pretil de piedra de la acequia hasta la sala, donde la madre le puso el jersey de lana. La niña abrió los ojos entonces y la miró. La madre suspiró y le puso un dátil en la boca. Esa noche, mientras Maimuna dormía, su madre le acarició el pelo y, recordando aquella mirada suya sin igual, exclamó: “Pobre niña mía, qué poca suerte has tenido… Y con todo, doy gracias a Dios.”

Después de comprobar que podía verse el collar de oro bajo el velo de gasa, la madre metió sus pies decorados con henna en las chinelas de flores doradas y salieron hacia la boda.

Los hijos ya habían dado quehacer al barbero del barrio el día antes. Después se habían encargado de llevar al novio a la barbería de la ciudad para que le perfilara bien el bigote, limpiando el vello sobrante con hilos tensos. A los clientes como Abderrahmán, que iba a casarse y acudía rodeado de compañeros, había que darle un baño de vapor, lavarle el pelo con champú y aplicarle un bálsamo, en medio de bromas y chistes picantes en los que participaba hasta el barbero. Luego, con mucho alboroto y silbidos, habían llevado a Abderrahmán de vuelta al pueblo para que terminara de arreglarse allí.

Mahmud se lo pensó un instante antes de sacar el móvil para enviar un mensaje a la hija de los vecinos, Aisha: “Después de ellos, vamos nosotros”. Aisha se había puesto sus mejores galas. Todos intentaban presumir delante de los vecinos, que no tardarían en hacerles una visita para pedir la mano de la chica, en cuanto Mahmud terminara los estudios ese año y revelara sus intenciones a la familia. Aisha se había maquillado, se había pintado la raya en los ojos, y no paraba de dar vueltas a cómo responder al mensaje de Mahmud. El móvil mismo era un regalo que él le había hecho dos semanas atrás, y ella lo tenía escondido en el armario, entre la ropa, siempre en silencio por miedo a que lo descubriera su madre o su padre -no lo quisiera Dios- o su hermano Abderrahmán, que era muy celoso del honor de la familia.

En la casa del novio, la última de la calle, la madre de Abderrahmán y la madre de la novia discutían acaloradamente. La hija de Salem, el dueño del comercio, era la más guapa y fina del pueblo. Las mujeres intentaban calmar los ánimos y convencer a la madre del novio de que, hoy en día, era normal que la novia saliera hasta medianoche. La madre de Abderrahmán dijo a su vecina, dándole una palmada en la espalda: “Ayúdame con las bandejas, anda”, para añadir luego en un susurro: “Bien empezamos. Las hermanas se la han llevado a Mascate, como si no hubiera aquí quien pudiera arreglarla. Su madre anda por ahí hablando de mí, que tiene la lengua muy larga. ¿Y qué voy a decirle yo al padre de mi hijo cuando llegue con los invitados a la boda, que la novia está por ahí y todavía no ha llegado…? Que se lo cuente Aisha…. Eso, que se encargue ella. ¿Y Aisha? ¿Dónde se habrá metido? ¿Igual ha ido a buscar a Maimuna?” A la madre ni se le había ocurrido. De hecho, si no iban a buscarla para que viniera a ver la boda, lo más probable es que se quedara sentada en su cuarto, como hacía últimamente. Poco a poco iba convirtiéndose en una criatura a la que ni se veía ni se escuchaba.

Una vez firmada el acta de matrimonio, los hombres esperaron en la mezquita, terminaron de tomar el café y los dulces y se pusieron a charlar en grupos. De cuando en cuando Abderrahmán echaba miradas al reloj y al teléfono en espera de un mensaje de su hermana Aisha para avisar de que había llegado la novia. Pero el mensaje de su hermana estaba llegando a otro sitio. La pantalla del móvil de Mahmud se iluminó con un mensaje. Con el pretexto de servirse otro café, se puso en pie y tomó aliento antes de leerlo: “Desde la primera rosa que se coló por la tapia del patio en respuesta a la mía, supe que un día nos casaríamos”. Mahmud negó con la cabeza: ¿Una rosa? ¿Qué era eso de las rosas! ¿Quién le habría mandado una rosa por la tapia? ¡Qué fantasías románticas se le ocurrían a Aisha! ¡Ay, las chicas! Y ¿ahora él qué tenía que hacer? ¿Llevarle una rosa o qué? Apenas podía creer que hubieran terminado por hablar después de tantas miraditas y sonrisas a escondidas, ni que ella aceptara el móvil que le regaló. ¡Qué raras eran las chicas! ¡Rosas! De acuerdo, señorita Aisha, las chicas guapas bien merecen rosas.

Cuando llegó la novia y la sentaron en el sitial de gala, Aisha avisó a su hermano para que hiciera pasar al cortejo de los hombres, que acompañaron a Abderrahman y lo sentaron junto a la novia. Fue en ese instante cuando estallaron los cánticos y todos se pusieron a bailar y esparcir jazmines sobre los recién casados. Al gesto de Abderrahmán, la hermana del novio anunció a los invitados que las bandejas con la cena estaban listas. Aisha tomó del brazo a su hermano. A la novia la llevó su hermana, mientras la madre abría el camino hacia el dormitorio lanzando albórbolas. Al ir a abrir la puerta, notó que la manilla estaba rota, e hizo por ocultarla con su cuerpo girándose hacia las parientes de la novia para que no lo notaran. En esa postura, abrió la puerta empujándola con la espalda.

Abderrahmán fue el primero en soltar el grito de alarma. Al oírlo, Maimuna abrió los ojos de par en par y clavó en él su mirada. Al segundo grito, estuvo a punto de caerse, lo paró el armario que había detrás. Más y más gritos. A Abderrahmán apenas se le veía, casi oculto entre los cuerpos de los que se agolpaban intentando entrar en el dormitorio. Maimuna volvió a cerrar los ojos y se acurrucó en la cama, sin más vestido que una ligera combinación que apenas le cubría los muslos. Su madre dejó caer el cuchillo de pelar fruta que tenía en la mano y acudió corriendo y chillando “¡Maimuna!”. Y fue entonces cuando vio el cuerpo semidesnudo de su hija retorciéndose sobre el lecho nupcial, manchando la colcha de babas, desga-rrando las almohadas con sus uñas. La madre chillaba, intentando detenerla, pero ella se resistía con fiereza y estiraba los brazos para arañarle los ojos. La madre se hizo a un lado. Om Abderrahmán y Aisha lo intentaron tras ella, pero en cuanto alguien se acercaba, Maimuna le arañaba la cara y les mordía las manos furiosa. La sangre se mezclaba con el barro seco con que sus pies habían manchado la cama. De su boca salían trozos de hojas de un libro que había arrancado y mordido. Cuando alguien intentaba detenerla, se aferraba a los barrotes, y la cama traqueteaba. La madre se desmayó. Y las mujeres corrieron a pedir ayuda a los hombres, que se agolpaban a la puerta, pero no podían entrar porque la chica estaba desnuda.

Abderrahmán seguía aún conmocionado cuando comprendió de qué libro eran aquellas hojas que Maimuna había estado masticando. Lo sabía. El mismo se lo había regalado dos años atrás, cuando ella cumplió los quince, porque parecía fascinada por las rosas silvestres. Se le ocurrió que le haría ilusión tener aquel libro con ilustraciones de distintos tipos de flores. Siempre estaba callada y sonriente cuando la veía en la puerta de casa, nunca rechazó las golosinas que él le regalaba a veces. Y jamás la había escuchado -cuando Aisha la traía a casa- gritar o jadear de aquella manera. No, aquello era otra criatura. ¿Estaría poseída por un demonio o un genio? “Traed a alguien que recite el Corán. Salid de aquí, salid todos de la habitación, fuera”, gritó a las mujeres aterradas.

Cuando su hermano Mahmud se abalanzó a la habitación, ella estaba aferrada a la cama de pies y manos, con el pecho apretado sobre las almohadas hechas jirones. Su torso subía y bajaba, agitándose como en una danza, empapada en sudor y babas. Los estertores no eran ya más que un jadeo exte-nuado. Mahmud la arrancó de la cama con toda su fuerza, la arropó bien con el mantón que le ofreció una de las mujeres, se la echó a cuestas como si fuera un trapo, y abriéndose paso entre la muchedumbre, se la llevó a casa cargándola sobre su cuello mojado.

 

 

Jokha Alharthi (1978) es una escritora omaní. Doctora en Literatura Árabe Clásica por la Universidad de Edimburgo. Actualmente es profesora de Literatura Árabe en la Universidad de Sultan Qaboos. Ha publicado varios cuentos y novelas como Sueños (Manamat); Las señoras de la luna (Sayyidat al-Qamar) entre otras.  Alharthi es galardonada con el Premio Sultan Qaboos de Cultura, Arte y Literatura por su novela El naranjo amargo (Narinyah) en 2016. Su novela Las señoras de la luna fue nominada para el Premio Sheikh Zayed del Libro en 2011, (Publicado tanto en catalán como en inglés con el título Cuerpos celestes)y en 2019 ganó el Man Booker International Prize por la misma novela.

 

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