EL TUMOR, comienzo de la novela  AL-WARAM de Ibrahim Al-Koni

Traducción de Salvador Peña Martín

 

Ibrahim al-Koni
  1. La prenda de honor

Asanái despertó después de la siesta y se encontró con que la prenda de honor, una suerte de coleto o túnica corta, en cuero, se había fundido con su propia piel. Recordó haberse dormido, sentado en el tapete y sin haberse desprendido de la magnífica túnica, y eso que siempre había puesto el mayor cuidado en quitársela, cada vez que el sopor parecía vencerlo o se aprestaba a dormir, y enrollarla con los mayores miramientos antes de depositarla en la talega correspondiente. Sacudía con la palma de la mano las partículas de polvo, o las retiraba de un soplido o incluso las lamía, antes de envolverla en una tela de seda. Nunca, jamás antes de ese día, le habían fallado las fuerzas hasta el punto de que el sueño lo venciese mientras llevaba aún puesta la prenda de honor.
¿Se debería aquello al sudor, que su cuerpo desprendía abundante, imparable, pegajoso, cuando dormía? Si la causa era el sudor, el remedio sería el agua. ¿Pero cómo iba a usar agua para liberar su cuerpo sin causarle daño a la fastuosa prenda de honor? Llamó a sus sirvientes con toda la potencia de su voz, no sin antes haber impetrado que cayeran varias maldiciones sobre la cabeza de aquel vástago de la felonía que las tribus llamaban sueño. Entró un gigante formidable, cabeza descubierta, cabello rizado, labios aplastados, grandes narices. Hizo una reverencia antes de balbucir: —¿Mi amo? —. Asanái lo regañó implacable:
—Te he dicho no sé cuántas veces que no hay más amo en este mundo que mi amo y tu amo, a quien debo mi bienestar y tú el tuyo: ¡el Guía! —.
El gigante musitó: —Perdón… —. Se detuvo un instante antes de añadir, en un susurro, la palabra «amo».
Asanái exclamó:—¡Tráeme agua! ¿No ves lo que ha hecho el asqueroso sudor con la prenda que me concedió mi amo, que es el tuyo? —.
El esclavo estaba ya por salir cuando Asanái lo detuvo.
—¿O puedes librarme tú, sin agua, de la prenda? ¡Vamos! ¡Ayúdame! —.
El hombretón volvió sobre sus pasos y se paró sobre la cabeza de su amo. Agarró el coleto por su parte superior, rematada con una rica piel de zorro, aunque todos tenían la certeza de que nada tenía que ver con la especie de los zorros. Tiró, pues, con fuerza de la piel hacia sí y Asanái lanzó un quejido de dolor. Gritó:
—¿Qué estás haciendo, desgraciado? ¿Me quieres arrancar un hombro? —. El gigante se acercó a su amo hasta casi tocarle la parte superior del brazo. Asanái le ordenó:
—¡Aléjate, miserable! ¿No ves que me voy a desmayar con el hedor de tus sobacos? —. El esclavo dio un paso atrás. Sus ojos enrojecidos dieron varias vueltas en sus órbitas antes de que musitara:
—No creo poder ayudar a mi amo —. Asanái lo miró con estupor.
—¿Qué estás diciendo, cenizo? —.
El esclavo lanzó un largo suspiro antes de erguirse y dijo:
—La túnica se le ha pegado a mi señor a la piel.
Asanái se observó los brazos. La valiosa prenda, en efecto, se le había adherido. Miró con atención y comprobó que el cuero se confundía con la piel de su antebrazo hasta la muñeca. Las maravillosas piezas de cuero cosidas y entreveradas de hilo de oro formaban ya parte de su epidermis y solo tenía desnudas las manos y los dedos. Se palpó el pecho y comprobó que también en esa parte de su cuerpo la túnica se había fundido con su piel. Trató de quitarse los botones de oro que le pendían desde el cuello hasta el ombligo y no pudo más que soltar un grito de dolor. Los botones le brotaban de la piel del vientre como si la magnífica prenda hubiera desaparecido en lo más hondo de sus carnes. No le quedaba otra que buscar el auxilio de los magos si quería deshacer los efectos de aquel maleficio.
Hizo, pues, venir a un mago, que acudió vestido de negro desde la coronilla hasta los talones. De elevada estatura, severo de expresión, enteco, cobrizo de piel, mirada vacía. El extraño se mostró, sumiso, ante él. Lo miró largo rato mientras lo circundaba, palpando los fragmentos de cuero cosidos que se le hundían en la carne. Apretó la velluda piel que le rodeaba el cuello, examinó cómo se le adentraba la túnica en el cuerpo. Suspiró luego y se sentó sobre sus propios muslos en el tapete, frente al damnificado. Asanái leyó su propia desgracia en los ojos del mago, incluso antes de que este pronunciara en son de lamento:
—Declaro que se trata de un tipo único de encantamiento —. Asanái escudriñó aquellos ojos vacíos, y hubo de dominar una desesperación avasalladora antes de preguntar:
—¿Qué puedo entender de semejante declaración? —. El vacío no se retiró de los ojos del mago. Y ahí seguía su cuerpo. Con indiferencia, dijo:
—El sentido de mis palabras es que no he tenido en los oasis experiencia de nada semejante —.
Asanái guardó silencio unos instantes, que aprovechó para mirar a su visitante, mientras se palpaba los fragmentos de cuero, convertidos ahora en parte de su piel. Preguntó: —¿Puede que se trate del maleficio de alguna criatura? —. El vacío en los ojos del mago desapareció para dar paso a la incertidumbre. Repuso con frialdad:
—Puedo asegurar que se trata de un maleficio, pero no si es obra de una criatura —.
Después de meditar largamente, el anfitrión preguntó sonriendo:
—¿Qué quieres decir? —. El mago no tardó en contestar.
—Que hay varias clases de maleficios y los obrados por criaturas son los más llevaderos —.  La curiosidad brilló en los ojos de Asanái:
—¿Qué estás diciendo? —. El mago se tomó su tiempo.
—Un maleficio del creador del universo es infinitamente peor que cualquier maleficio de una criatura —. Asanái guardó silencio. El mago quiso saber.
—¿Mi señor ha ofendido al Oculto? —.
Asanái recapacitó con interés y se inclinó para contestar:
—No recuerdo haber ofendido al Oculto a sabiendas. Sin embargo, todo aquel a quien el sino ha concedido responsabilidad sobre su pueblo acaba incurriendo en alguna culpa contra el Oculto, quiéralo así o no —. El mago musitó:
—Sí, eso es verdad. Con todo, convendría que mi señor recordara todas las ocasiones —.
Asanái lo miró implorando clemencia, como si esperase recibir un castigo. Susurró:
—No he cometido pecado alguno —. El sabio se mostró implacable.
—¡Todos cometemos pecados, a cada paso, y no uno solo! —.
El tutor del pueblo sonrió con pesar y dijo sin levantar la vista del tapete:
—Te digo que no recuerdo haber cometido ningún pecado contra el Cielo, como no sea que alegrar a las mujeres del oasis en el lecho sea una culpa merecedora de este terrible castigo —.
Pero el sabio no se dejó ablandar por la broma. El vacío volvió a adueñarse de sus ojos, mientras decía con su habitual jactancia: —Olvide mi señor lo de yacer con las mujeres y hábleme del amor —.
De los labios de Asanái se escapó una risotada. Exclamó:
—¡Cómo! ¿Yacer con las mujeres no es amar según los usos de los magos? —.
El otro replicó con frialdad:
—¡Desde luego que no! Para los sabios yacer con las mujeres no es amar —. Asanái lo miró con asombro y añadió:
—¡Ah, sí! Acabo de recordar que preferís llamar a esos actos concupiscencia —. El mago asintió: —¡Precisamente! ¿Ha amado alguna vez nuestro tutor? —.
Después de guardar silencio unos instantes, Asanái respondió sin alzar la voz, casi en un susurro:
—¡He amado, por supuesto que sí! He amado, más que nada en este mundo, la prenda de honor que el Guía concede.
Y lanzó una tremenda carcajada, que resonó de tal modo por toda la residencia que los sirvientes se vieron obligados a acudir presurosos. Asanái los despachó con un gesto de la mano antes de retirarse las lágrimas de los ojos con el dedo índice. Mientras esto hacía, pronunció el mago unas palabras que sonaron cual advertencia de sacerdotes:
—¡Uno se vuelve parte de aquello que ama! —. Asanái alzó la cabeza hacia el temible mago, y este repitió sus palabras, pero introduciendo cierta modificación.
—Uno se vuelve parte de lo que ama más de lo debido, lo quiera o no —.
Asanái lo contempló con detenimiento. Era un viejo con la piel cobriza, tan flaco que los huesos casi se le salían por cada extremo de su cuerpo; el blanco le invadía los ojos prestándoles la apariencia de los ojos de los ciegos, cuyas miradas creen tener fijas en sí sus interlocutores cuando, en realidad, ellos solo están al acecho de la nada. Y exclamó:
—¡No quiero darles a mis enemigos razones para que se alegren! —.
El mago clavó en él la mirada de sus dos globos oculares vacíos y musitó como quien revela un secreto:
—Si mi señor no quiere que sus enemigos se alegren de su desgracia, tendrá que  mostrarse generoso en lo que ofrezca —.
Asanái preguntó en un susurro de quien no quiere ser oído:
—¿Mostrarme generoso en lo que ofrezca? —. Una sonrisa afloró a los labios del mago, que le explicó:
—Solo podemos, señor mío, liberarnos ofreciendo en sacrificio al Oculto aquello que amamos más de lo debido —. Asanái dijo atropelladamente:
—¿Qué quieres decir? —. Pero el mago respondió a la pregunta formulando otra:
—¿No podría mi señor renunciar a la túnica?
Asanái repitió en tono de desaprobación: —¿Renunciar a la túnica? —.
El mago dijo con semblante frío:
—Es más fácil renunciar voluntariamente a nuestras propiedades que ver cómo nos despojan de ellas —. Una mirada de menosprecio se dibujó en los labios de Asanái mientras respondía: —¿Estoy oyendo a un mago o a un adivino?
—El mago puede tomar prestada la lengua del adivino tal como el adivino puede tomar la del mago, ya que ambos están formados de la misma arena del desierto,  mi señor.
—Afirman que ese intercambio de lenguas es siempre anuncio de males —. El mago guardó silencio unos instantes antes de sorprender a su interlocutor con esta pregunta:
—¿Ha amado mi señor la túnica más de lo debido? —.
Asanái dejó entrever una sonrisa astuta y respondió también con una pregunta:
—¿Acaso ha existido en este grandioso desierto una sola criatura que no ame la  túnica con toda su alma? —. El mago sonrió misteriosamente antes de expresarse:
—El peligro no está en amar el don, sino en amar el don más que al donador.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la desdicha consiste no en amar la túnica, sino en amarla más que a su dueño —. Asanái palideció y habló con la vehemencia de quien se defiende de una grave acusación:
—¡Pero nuestro amor por el don otorgado es solo expresión de nuestro agradecimiento a quien nos lo otorga!
—¡Agradecer un presente es una cosa, y el amor, otra muy distinta, mi señor!
—¿Cómo queréis los sabios que amemos a alguien sin mostrar nuestro amor por el don o la prenda de honor que nos concede? —. El rostro del mago se contrajo en una expresión tal de severidad que los pómulos se le marcaron con mayor prominencia y desnudez. En tono de reto dijo:
—A quien nos concede una merced se la agradecemos mostrando nuestro           desapego hacia la propia merced —.
Asanái, que no pudo reprimir esta vez la risa, se expresó con franqueza:
–¡Zarandajas! —. Pudo, por fin, dejar de reír y dijo sin miramiento alguno:
—­¿Qué quieres, que renuncie a la túnica en favor de uno de esos canallas que  llenan las calles de este oasis con su palabrería hueca, solo para expresarle a su alteza el Guía mi agradecimiento por el don que me ha hecho? —.
El mago se aferró a su argumento.
—Prescindir de lo más querido que la mano posee es el único modo de expresar el amor —.
Asanái lo miró fijamente con furia en los ojos y dijo en un estertor:
—Y tú, ¿amas al Guía? —. El mago repuso, no sin vergüenza.
—¡Por supuesto que sí!
—¿Y renunciarías a tu hijo para expresar tu amor?
El mago guardó silencio unos instantes, cerró los ojos, cubiertos por los velos del vacío, y dijo sin abrirlos:
—Los hijos no son un botín que la mano pueda poseer, y por ese motivo no considero que tengamos derecho a sacrificarlos para expresar amor —.
Asanái soltó un resoplido de alivio, dio rienda suelta a su convicción de haber vencido con una exclamación de euforia:
—¡Ves! —. Pero en este punto el mago lo detuvo con un gesto.
—¡Y, a pesar de eso, no escatimaría ni a mis propios hijos si estuviera seguro de  que su alteza el Guía necesita esa ofrenda sacrificial!
—¡Más despacio! ¿Qué quieres decir con eso de que pudiera el Guía necesitar esa ofrenda sacrificial? —. El mago vaciló antes de explicarse.
—He dicho que daría sin límite si estuviera del todo seguro…
—¿Y qué significa aquí «estar del todo seguro»? —.
Tras un momento de silencio, el mago murmuró:
—Solo la seguridad, la certeza, mi señor, puede justificar la renuncia a los hijos, únicos seres que no han venido a este desierto para que los sacrifiquemos, sino para que ellos nos sacrifiquen a nosotros —.
Asanái se perdió unos instantes en sus ensoñaciones y luego dijo:
—Nunca pensé que el Guía pudiera tener necesidad de mi amor. Pero, si tuviera la seguridad… —.
Aquí se interrumpió, y exhaló cuanto aire pudo mientras hablaba el mago.
—No hemos de amar al Guía porque él nos ame, no; eso sería una mera transacción como las de los mercados. Le debemos amor porque amarlo es una obligación que pesa sobre nosotros —. Asanái musitó, como si no estuviera allí.
—Eso nunca lo he negado, del mismo modo que nunca he sabido cómo expresarle mi gratitud.
—La gratitud es una muestra de admiración ante una merced recibida, pero jamás ha sido amor —.
El silencio se enseñoreó de todo hasta que Asanái dio un brinco, como si acabara de encontrar un tesoro:
—¡Muy bien! ¿Quieres la verdad? La verdad es yo nunca he tenido la seguridad de que esta prenda de honor concedida por el Guía fuera desde el primer momento una muestra de amor —.
El mago guardó un instante silencio; bajó tanto la cabeza, para mirar hacia el suelo, que el extremo de su toca rozó el tapete, y dijo:
—La prenda de honor no es más que una túnica, un ropón vacío que ha de llenar quien la recibe y no quien la otorga —. Asanái se inclinó hacia él para preguntarle:
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la túnica no es más que una vestimenta confeccionada con piezas de cuero, de modo que, en su origen, no es ni buena ni mala. Lo importante es lo que hacemos valiéndonos del poder que nos confiere —.
Asanái dijo apartando el rostro:
—En el ejercicio del poder no he hecho más que lo debido —. El mago susurró lanzándole a hurtadillas una mirada de duda.
—¡Eso es lo que mi señor dice! —. Asanái lo miró, colérico y le ordenó:
—¡Habla a las claras! —. El sabio vaciló. Sin levantar la mirada del suelo, dijo:
—Hablaré solo si mi señor me concede el amán, de modo que no tema yo
por mi vida —. Asanái lo miró con curiosidad y preguntó:
—¿Y desde cuándo les piden los magos en este desierto el amán a los tutores del pueblo?
—¡Mi señor olvida que nos hallamos en un oasis y no en el desierto!
—¿Acaso el oasis no forma parte de este desierto?
—No, mi señor, desde luego que no. El oasis es una parte desgajada del desierto desde el momento, ya lejano, en que se convirtió en un oasis rodeado de murallas —. El tutor del pueblo Asanái exclamó jactancioso:
—¡Las murallas! ¡Las murallas! ¡No sé por qué las lenguas han hecho de las murallas una maldición, como si fuesen montañas de pedernal en vez de simples construcciones de adobe!
—El que las murallas se levantaran con adobes no las libera de ser un pecado por ser, como son, fortificaciones —. El tutor Asanái no daba crédito.
—¿Has dicho pecado? —El mago guardó silencio unos instantes, antes de atreverse a responder:
—Sí, eso he dicho. Las fortificaciones son un pecado, mi señor.
—¡Asombroso!
—Y, de no ser por ese pecado, el don no habría llevado a mi señor a la perdición, empujándolo por ese camino que está en todas las bocas—. Asanái, que seguía sentado, se revolvió. Miró a su huésped como si lo viera por vez primera, y dijo entrecortándose: —¿Qué camino es ese? —.
El mago le lanzó una mirada, tan vacía como no lo había estado durante toda la conversación, y dijo:
—Doy por supuesto que mi señor me ha concedido su amán —.
El silencio se adueñó de todo. Asanái, luego, volvió a tomar la palabra:
—¡Sí, desde luego! Te concedo mi amán a condición de que no me hables con la lengua del vulgo o de mis enemigos —.
El mago se recogió sobre sí mismo como un erizo, y se frotó las manos porque no sabía qué hacer con ellas; dejó oír un gemido antes de hablar:
—Lo cierto es que no sé por dónde empezar —. Asanái no pronunció palabra, quizá para no incurrir en palabrería vana o acaso por afán de captar bien la profecía del sabio. Este dijo:
—No es menester recordarle a nuestro señor la naturaleza perversa del don, pues su maleficio es bien conocido en el desierto, ni que le reitere que el desprendimiento y la renuncia son las armas que con mayor provecho utilizaron nuestros antepasados para dar al traste con esos efectos indeseados —.
Como Asanái guardara silencio, el mago continuó:
—Los anacoretas lo tienen comparado con la pasión, que nos pierde si la satisfacemos, pero nos protege si la reprimimos. Me pregunto, pues, ¿qué ha hecho mi señor con ese tesoro? —.
Asanái siguió mirando a su interlocutor con desconfiada curiosidad, como si el mago se hubiera transformado de repente en un ser quimérico salido del territorio ignoto de alguna leyenda. El mago continuó:
—¡Mi señor se ha apropiado de la túnica y se ha servido de ella de la peor manera posible, en lugar de destinarla al mejor de los usos! —. El tutor del pueblo se sacudió, empalidecido y dominado por un temblor intenso de la mejilla derecha. Al parecer, el mago distinguió el mal en su rostro, pues tartamudeó:
—¿Puedo seguir contando con el amán de mi señor? —.
Asanái rugió:
—No te he concedido el amán para que viertas en mis oídos la charlatanería del vulgo y las lucubraciones de mis enemigos. ¡Así que ten cuidado! —.
Y se levantó, impetuoso y temblando. El mago se puso asimismo en pie, y parados quedaron ambos, en una prolongada confrontación. El mago retrocedió para marcharse, pero el dueño de la prenda de honor lo siguió:
—¡Eres un iluso, si de verdad esperas que acepte tu recomendación de desprenderme de lo que mi mano posee! —.
Se tiró con fuerza del extremo inferior de la túnica para disimular su agitación, pero, con el semblante demudado, soltó un grito de dolor.

 

  1. La buena nueva

Cuando supo que le habían dado muerte al mago, se preguntó, en la soledad del atardecer, si no habría sido un error ocultarle al infeliz lo relativo al enviado.
Se alejó figurándose, cual si soñara, cómo tuvo que debatirse el mago entre los esbirros que envió tras él, haciendo denodados esfuerzos por respirar mientras agonizaba de aquel modo atroz. ¿Qué argumento desarrollaría aquel fantasma, si pudiera abandonar su eterno letargo por una sola vez, y Asanái le hablara del enviado que lo visitó hacía largo tiempo, de parte de su alteza el Guía? El taimado, sin duda, hallaría un pretexto aún mejor para reforzar sus recomendaciones de que había de renunciar, para hablarle de sacrificios y del amor que convierte al amante en parte inextricable del objeto amado.
Al principio pensó en cortarle la lengua para borrar toda consecuencia, pero recordó que el mago no era un ser como los del oasis, y a un mago no se le impide divulgar un secreto como a las demás criaturas. Ordenó, por ello, a sus esbirros que lo siguieran y lo estrangularan antes de que pusiera en movimiento aquel músculo execrable que nadie en el desierto utilizaba mejor que allí. ¡Si había llegado a planear arrancarles la lengua a todos los moradores del oasis sin excepción! Aquel maldito músculo era, en efecto, el origen del caos, la razón de todas las desgracias. Pero ahora, desaparecido el mago, y, antes que él, el esclavo gigantón, quedaba para siempre enterrado el secreto de que se había fundido con la prenda de honor, y él podía dedicarse a reflexionar sobre lo ocurrido. Era preciso averiguar si se hallaba en una verdadera situación comprometida, y, en ese caso, si convenía adoptar medidas para que no fuera a mayores.
Nunca olvidaría la primera visita del enviado. Ni tampoco, mientras viviera, la última. La primera vez el enviado llegó a él con la penumbra del alba, y la última se acogió a su hospitalidad envuelto en las sombras del atardecer. En la primera ocasión acababa Asanái de despertar él de un sueño sofocado por las pesadillas y se encontró ante un espectro con de un turbante blanco, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, a su cabecera. Estaba durmiendo al raso, extramuros, pues la ley le había expropiado la casa, para satisfacer sus deudas, y despojado hasta de sus enseres. Aquello no era casi nada comparado con lo que había sufrido hacía algún tiempo. Apostó, en tiempos de holgura material, cuanto poseía en la confianza de hacerse con pingües ganancias. Pero la caravana procedente de la espesura cayó en manos de salteadores, y no tuvo más remedio que vender a la compañera de su vida subastándola en el zoco, por voluntad de la propia joven, para poder liberarse de sus cargas. De ese modo venía él a confirmar la ancestral recomendación según la cual quien confía todo su capital a mercaderes pone su cuello en manos de Wantahit, el maestro de la seducción de cuyas tropelías han hablado las generaciones. Más adelante trató de borrar su vergüenza recuperando a su compañera, pero el infame que la compró se encastilló, prendado de ella, y decidió convertirla en su favorita. Cegado por la ira, Asanái planeó la primera bajeza verdadera de su vida: le pagó una suma considerable a un asesino que, a escondidas, le dispensó al infame una ponzoña letal en la comida de un banquete. Pero la retribución que nos tomamos de nuestros enemigos con nuestras propias manos no ha sido nunca justicia. En derecho consuetudinario se considera venganza, y la venganza es otro pecado cuyo precio pagamos antes o después. Y así fue, lo pagó cosechando pérdidas en todos los negocios en los que se embarcó después de aquella terrible acción. A la postre se vio obligado no solo a dormir en los callejones del oasis, sino a pasar la noche al raso, en el desierto, fuera de los límites del oasis.
Aquel día, al alba, el enviado del Guía lo salvó de la desesperación con una buena nueva. Le comunicó con voz débil, casi en un susurro, que el Guía lo había elegido a él, entre todos, para que fuese su lugarteniente en el oasis. Dicho lo cual, quedó en silencio. Asanái no podía creerlo. Se incorporó y se frotó los ojos. Despertar de su sueño y el espectro se desvanecería como se desvanecen todos los espectros. Pero nada de eso: vio al espectro con mayor claridad. Se había tornado aún más blanco entre las dos luces del alba. No pudo sino preguntar:
—¿Tiene sentido que el Guía me haya elegido a mí precisamente? —.
El espectro respondió con la voz de la sakina, como si salmodiara una oración:
—La sabiduría del Guía es inescrutable y su misericordia no conoce límite.
—¡Pero los habitantes del oasis me tienen por la más vil de las personas!
—El Guía no estaría por encima del desierto si viera, ni por un momento, las cosas como las ve la gente.
En la penumbra del alba Asanái buscó las pupilas del enviado con el deseo de leer en ellas alguna profecía, y preguntó:
—¿Puede que haya algún error?
El enviado respondió con convicción:
—¡No hay error alguno!
—Pero mi trayectoria… —. El enviado lo interrumpió.
—El Guía está al tanto de tu trayectoria, y, en la ley del Guía, el dolor es siempre testimonio de autenticidad.
—Por supuesto. No voy a preciarme de haber sufrido, pero también he cometido graves faltas contra la Ley.
—¿Quién de nosotros no ha incurrido en faltas contra la Ley?
Asanái guardó silencio, sin querer rebajarse a confesar su crimen; pero el nudo que se le hizo en la garganta pasó a sus ojos bajo la forma de lágrimas y dijo con la voz ahogada por el llanto:
—Segué una vida valiéndome de un asesino a quien pagué, y el único consuelo que me queda es que no se trataba de un alma inocente.
—¡El arrepentimiento es el talismán más efectivo para lavar las culpas!
Asanái, sin poder superar su dolor ni reprimir las lágrimas, se quejó.
—¿Podría aspirar al perdón del Guía?
—Si no contaras con el perdón del Guía, no estaría yo sentado ante ti, enviado por su alteza para darte la manda que te permitirá hacerte con su heredad.
Él contuvo las lágrimas y dijo:
—Temo que este don despierte la envidia de mis rivales —.
El enviado lo tranquilizó:
—Los rivales se someterán, pues saben que la voluntad del Guía no admite réplica.
—Puede que se sometan quienes lo reconocen, pero de ningún modo los renegados.
—Olvídate de los renegados; un doloroso tormento los aguarda.
—No creen más que lo que ven y no reconocen más que lo que ganan.
El yermo se mostró a los ojos por efecto de las brasas del amanecer, y la luz naciente trazó una silueta en el horizonte. El mensajero dijo:
—No ven porque no quieren ver, pues la capacidad de ver exige un sacrificio que ellos no están dispuestos a hacer —.
Asanái estuvo un tiempo contemplándolo a la luz naciente del día. Luego preguntó:
—¿Quiere decir con eso mi señor que uno puede realmente ver al Guía? —. El enviado guardó silencio unos instantes. Luego volvió a hablar con la voz de quien salmodia oraciones:
—¿Acaso no lo han visto los anacoretas por haber sabido dar la espalda a esa herejía que llamáis comercio y refugiarse de las estepas de Hamada del Oeste huyendo de vuestros paraísos? —. Azuzado de nuevo por sus presentimientos, Asanái expresó sus dudas sin dar rienda suelta a las lágrimas:
—No sé, mi señor enviado, cómo van a tomarse los demás el tenerme por encima de ellos —. El enviado volvió a tranquilizarlo con su salmodia:
—La prenda de honor te protegerá como protegió a quienes te precedieron —.
De la manga de su manto sacó el mensajero una talega de cuero donde guardaba el don mágico que las almas, generación tras generación, habían deseado más que nada en el mundo, y la acarició con sus finos cual si acunara a un recién nacido. Pero no sacó el tesoro de su receptáculo. Asanái miró el envoltorio con ansiedad, pero añadió, haciendo por no llorar:
—Mi señor piensa bien de ellos porque no conoce su bajeza y maldad. No podría garantizar que mi señor se librara de su hostilidad si supieran de este encuentro.
El enviado sonrió benévolo y entonó su salmodia:
—De su bajeza sé yo lo que tú no conoces, y soy consciente de que me expongo a que me maten como hicieron con muchos enviados antes de mí y harán con otros muchos que vendrán después —.
Asanái murmuró, tratando aún de discernir la prenda de honor, que seguía guardada en su talega:
—Si se han atrevido incluso a verter la sangre de los enviados, ¿qué va a impedirles acabar con un simple ser a quien, además de ver en él un rival, consideran despreciable —.
El enviado sonrió, palpó la talega y salmodió con su voz melodiosa:
—Si no consigues mantenerlos a raya, siempre puedes recurrir al hierro —.  Asanái, en aquel momento, se sorprendió mucho: —¿El hierro?
—¡Claro que sí! El hierro. ¿No afirman que vuestra estirpe ha sido la primera en extraer de la tierra ese metal inicuo? —. Asanái exclamó con júbilo:
—¡Es cierto! Cuentan que mis antepasados fueron los descubridores del hierro, y no solo eso, sino que también inventaron las armas, forjándolas de ese metal, para herir a sus enemigos.
–¿Ves? Quien no consigue adecuar la Ley aprende a dominar el hierro. Es una norma antigua que llegó a los oasis de este desierto —. Tras vacilar un instante, Asanái preguntó dubitativo:
—¿Y herir con hierro no suscita suspicacias en nuestro amo el Guía? —. El enviado contestó de inmediato:
—El castigo del hierro es el justo pago al que se hacen acreedores los criminales, y darles su merecido vale tanto como la vida en las leyes consuetudinarias —.
Reinó el silencio. Por el yermo comenzaban a moverse algunos seres. El oasis abrió sus puertas y salieron pastores con sus ganados buscando los pastos del sur. Se mezclaron balidos de chivos con los de cabras adultas, y del otro lado se dejaron ver rebaños de camellos.
Por poniente asomó una caravana que venía hacia el oasis. Asanái volvió a dirigirse a su ilustre visitante:
—Uno de los más sagaces del oasis sostiene que la prenda del Guía es una merced que solo se consigue a cambio de un gran sacrificio, y que dicho sacrificio ha sido siempre la depravación —.  El enviado mostró su extrañeza.
—¡La depravación!
—Sí. Dice que el poder ha sido siempre el destino de los depravados porque ellos son la única nación que no rehúsa cometer las peores iniquidades —. El enviado no contestó enseguida.
 —La prenda de honor no es más que una vestimenta, un recipiente vacío. Quien la lleva es, para la prenda, como la yema para la cáscara del huevo, o como el agua para la vasija. Si la cosa fuera como pretende ese a quien tildas de sagaz, no suspirarían los sabios por hacerse con ella, ni los grandes del desierto harían lo que fuera para obtenerla, por las buenas o, de no ser así posible, espada en mano —. Asanái se mostró, por fin, conforme.
—Mi señor dice verdad. Según la historia que va de boca en boca, el arrogante Asmantás fue el último en conseguirla en el territorio de este oasis. Después de él la estuvieron aguardando grandes y pequeños, pero la espera se prolongó más de lo debido y, así que desesperaron, murieron muchos de ellos de aflicción y        melancolía.
—Así fue. Muchos murieron también de aflicción en otros oasis cuando se frustraron sus anhelos de conseguirla. Es cierto. La prenda de honor es el sueño de los tiempos, y no solo porque procure el bienestar mundano, sino por su arcano, en el que unos ven seguridad y otros llaman poder.
—Mi señor dice verdad. Procurar la seguridad es una virtud de la prenda que no tiene precio… —.  Pero el mensajero advirtió en tono amenazador:  —La túnica resguarda a los  buenos del mal, pero a los malos los fortifica contra el bien. ¡Así que ten cuidado! —.
Aquel día se preguntó Asanái por lo que habría de verdad en aquellas palabras enigmáticas. De cualquier modo, el mensajero no tardó en añadir:
—La túnica puede constituir el mayor de los males si está en poder de quien desea ahitar la sed de provecho o satisfacer el hambre de venganza. Por el contrario, es garantía de dicha si quien la utiliza pretende honrar las leyes y rechazar la futilidad de los fútiles —.
Y puso broche a estas palabras con un susurro, como si se entregara a la recitación de una plegaria protectora. Se levantó luego, tomó de la mano a Asanái y lo condujo a la explanada del mercado. Allí se juntaban vendedores, curiosos y desocupados para cubrir sus necesidades, darle salida a alguna mercancía, hartar los ojos ávidos de visiones, llenar los oídos de voces, poner a hablar las lenguas o distraer los cuerpos para alejar al fantasma de la muerte.
En medio de la plaza se fue congregando el gentío, que comenzó a acudir en copiosas hileras en cuanto se supo que había llegado el mensajero del Guía con la eterna prenda de honor. Primero, se oyó el griterío, luego siguieron las carreras de cuantos salieron a porfía hacia el mercado, como expulsados por calles, callejones y casas. El mensajero se alzó por encima de los congregados para leerles en voz alta el mandato del Guía. Se lo dictó luego al pregonero y este recorrió barrios, calles y callejones, comunicando la obligación de que los presentes transmitieran, como proclama que era, el tenor del mensaje a los ausentes. Al mismo tiempo se alzaban voces de protesta. Fueron, en efecto, muchas las lenguas que blasfemaron contra el Guía a causa de su elección, que calificaron de necia, insensata, injusta, ciega, además de otros calificativos denigrantes. Por lo que respecta a Asanái, el nuevo tutor del oasis (designado como tal por voluntad del Guía, representada en la eterna prenda de honor), lo primero que hizo, inspirado por la propia prenda, fue olvidar que, según acababan de advertirle, no debía utilizar el don recibido para saciar el hambre de venganza. Pues dejó atrás de inmediato al gentío del mercado y fue a casa de su antiguo enemigo para recuperar, de los herederos de este, a su compañera perdida valiéndose de los esbirros que la prenda de honor ponía bajo sus órdenes.
Revivió, en aquellos graves momentos de soledad, el absurdo episodio y soltó una risa sardónica. Se encontró aquel día con que la mujer usurpada era otra criatura que ninguna relación guardaba con la persona que antaño trató. De ser una joven hermosa, se había convertido en un desecho de mujer que no solo había perdido la belleza del cuerpo, sino también del espíritu en una doble metamorfosis. Asanái recordó la recomendación ancestral según la cual la mujer es, en el desierto, lo único en el mundo que no debe concederse en préstamo ni, en el caso de que uno la ceda, recuperarla. Porque cambia, se corrompe y se torna objeto público cuando cae en manos de extraños; del mismo modo que cambian, se corrompen y se tornan objetos públicos los niños que los yinns raptan para poner en su lugar a sus propios hijos.
No había olvidado las náuseas que sintió la noche en que se quedó a solas con ella por primera vez tras la dolorosa y larga separación, y cómo no tuvo reparo alguno en vomitar al ver y oír a aquella yinn. Y no se conformó con semejante asquerosidad, ya que la expulsó de mala manera, y al cabo de unos días mandó a uno de sus esbirros a que acabara con ella en la alcoba del vástago de su antiguo enemigo.
Aquella venganza no fue, ni mucho menos, la única tropelía que cometió. En realidad, dio inicio a una larga serie de contravenciones de las palabras del mensajero, lo que constituía una loa práctica del pecado de olvidar.

 

Portada de la edición árabe de Al-Waram [El tumor]. publicado por al-Mu’assasah al-Arabiyah li-l-Dirasat wal-Nashr, Jordania y Líbano, 2008.

Ibrahim Al-Koni

Ibrahim Al-Koni es un escritor libio y uno de los novelistas más prolíficos en árabe. Nació en 1948 en el Sahara libio, concretamente en el suroeste, en la región de Yebel Nefusa. Entre 1956-1957 fue unos meses a la escuela en Gadamés, luego regresó al desierto hasta 1958, en que se produjo el éxodo a los oasis del sur de Libia (Idri al-Shati), tras las olas de desertificación que azotaron el Sahara, a consecuencia de las explosiones nucleares francesas que se sucedieron desde mediados de los años cincuenta hasta una década después.
Realizó los estudios primarios en Idri al-Shati y continuó su formación en Sebha. En 1965 trabajó en el Ministerio de Asuntos Sociales en la misma ciudad y al año siguiente lo hizo como editor literario en el periódico Fezzán. A finales de los sesenta y comienzos de los setenta publicó artículos en periódicos de diversos países árabes.
En septiembre de 1968 impartió una conferencia sobre el folclore tuareg en el primer Congreso de Escritores Libios, celebrado en Trípoli, capital a la que se traslada al año siguiente para trabajar como editor literario en el periódico Al-Thawra (La Revolución). En 1970 publica su primer libro, titulado Crítica al simposio del pensamiento revolucionario, y el mismo año Revoluciones del desierto del Sahara.
En 1972 se traslada a Moscú para estudiar Literatura Comparada y Filosofía y Cultura del Mundo Antiguo en el Instituto Gorki. En 1978 ocupa el cargo de delegado residente de la Asociación Polaca de Amistad en Varsovia y tres años después funda la revista Al-Sadaqa (La Amistad) en lengua polaca.
En 1986 regresa a Moscú para trabajar como corresponsal científico en el Centro de Estudios Históricos en la Academia de las Ciencias Soviéticas. En 1993 se traslada a Suiza para trabajar como asesor de medios de comunicación en la embajada libia y dedicarse a la literatura. En 2012 deja Suiza para venir a España, donde sigue residiendo en la actualidad.
Es autor de más de ochenta obras, algunas traducidas a diversas lenguas, que comprenden novelas, relatos, poemas y ensayos filosóficos. Entre ellas La marioneta, Piedra sangrante, La tentación de la cizaña, Anubis, El mundo es tres días, El otoño del derviche, Los Magos, La camella de Dios, La tierra de Fata Morgana, Hierba nocturna, El espantapájaros, Una casa en este mundo y otra en la nostalgia, El tumor, Oro en polvo (publicada en español, en versión de Ignacio Gutiérrez de Terán).
A lo largo de su trayectoria ha participado en numerosos congresos internacionales sobre literatura y cultura en todos los continentes, y sobre su copiosa obra se han celebrado congresos en ciudades europeas, asiáticas, de Oriente Medio y del norte de África. Asimismo, sus obras han sido objeto de decenas de artículos científicos, tesis doctorales y trabajos de fin de máster en diversas lenguas.
El reconocimiento a su enorme e importante producción literaria se refleja en los numerosos premios y distinciones recibidos, entre otros el Gran Premio Estatal Excepcional, el máximo galardón concedido por el gobierno suizo por todas sus obras de ficción traducidas al alemán. El Premio Estatal libio por todas sus obras. El premio Mohamed Zafzaf de novela árabe. Caballero francés de la Orden de las Artes y las Letras. Premio Internacional Mondello de Literatura. La revista francesa Lire lo eligió para formar parte de cincuenta novelistas del mundo que consideraba representantes de la literatura del siglo XXI, y los círculos culturales, críticos, académicos y oficiales de Europa, América y Japón lo han propuesto repetidamente al Premio Nobel.
En diciembre de 2010 ganó el Premio del Quinto Foro Internacional de El Cairo a la creatividad en la ficción árabe, el cual donó en beneficio de los niños tuareg en Níger y Mali, señalando que había hecho algo similar cuando ganó el Premio de la Amistad Árabe-Francesa en 2002.
Su novela Una llamada lejana recibió el premio Sheikh Zayed del Libro en 2008. En ella, el autor combina el tema histórico con reflexiones filosóficas y otorga una especial importancia a la “llamada”, como impulsora del destino humano.
Nuestro dossier especial sobre Ibrahim Al-Koni incluye los siguientes textos: el artículo “El universo de Ibrahim Al-Koni” del profesor japonés Nobuaki Nutahara que, además de traductor, es un especialista en su obra; un capítulo de la novela El Tumor, traducido por Salvador Peña Martín; un capítulo de la novela Los Magos, traducido por Antonio Martínez Castro, seguido de un artículo del investigador Hartmut Fähndrich que ha traducido al alemán muchas de las novelas de Ibrahim Al-Koni, incluida la novela Los Magos; un capítulo de la novela La llamada de lo lejano, traducido por María Luisa Prieto; un capítulo de La piedra sangrante, traducido por Francisco Rodríguez Sierra; dos capítulos de la novela Oro en polvo, traducidos por Ignacio Gutiérrez de Terán y acompañados por una reseña de Jocelyn Michelle Almeida sobre esta novela; el cuento La Riada, traducido por Ignacio Gutiérrez de Terán; un artículo de la crítica literaria británica Susannah Tarbush sobre la novela Lo que la noche le dice al día; y un testimonio literario del joven escritor libio Mohammed Al-Naas sobre la grata sorpresa que le causó el descubrimiento de las obras de su compatriota Ibrahim Al-Koni. Mohammed Al-Naas se ha hecho famoso con su novela Pan en la mesa del tío Milad, tras ganar en 2022 el Premio Internacional de Ficción Árabe, conocido como el “Booker árabe”.
Ibrahim Al-Koni es un escritor libio y uno de los novelistas más prolíficos en árabe. Nació en 1948 en el Sahara libio, concretamente en el suroeste, en la región de Yebel Nefusa. Entre 1956-1957 fue unos meses a la escuela en Gadamés, luego regresó al desierto hasta 1958, en que se produjo el éxodo a los oasis del sur de Libia (Idri al-Shati), tras las olas de desertificación que azotaron el Sahara, a consecuencia de las explosiones nucleares francesas que se sucedieron desde mediados de los años cincuenta hasta una década después.
Realizó los estudios primarios en Idri al-Shati y continuó su formación en Sebha. En 1965 trabajó en el Ministerio de Asuntos Sociales en la misma ciudad y al año siguiente lo hizo como editor literario en el periódico Fezzán.  A finales de los sesenta y comienzos de los setenta publicó artículos en periódicos de diversos países árabes.
En septiembre de 1968 impartió una conferencia sobre el folclore tuareg en el primer Congreso de Escritores Libios, celebrado en Trípoli, capital a la que se traslada al año siguiente para trabajar como editor literario en el periódico Al-Thawra (La Revolución). En 1970 publica su primer libro, titulado Crítica al simposio del pensamiento revolucionario, y el mismo año Revoluciones del desierto del Sahara.
En 1972 se traslada a Moscú para estudiar Literatura Comparada y Filosofía y Cultura del Mundo Antiguo en el Instituto Gorki. En 1978 ocupa el cargo de delegado residente de la Asociación Polaca de Amistad en Varsovia y tres años después funda la revista Al-Sadaqa (La Amistad) en lengua polaca.
En 1986 regresa a Moscú para trabajar como corresponsal científico en el Centro de Estudios Históricos en la Academia de las Ciencias Soviéticas. En 1993 se traslada a Suiza para trabajar como asesor de medios de comunicación en la embajada libia y dedicarse a la literatura. En 2012 deja Suiza para venir a España, donde sigue residiendo en la actualidad.
Es autor de más de ochenta obras, algunas traducidas a diversas lenguas, que comprenden novelas, relatos, poemas y ensayos filosóficos. Entre ellas La marioneta, Piedra sangrante, La tentación de la cizaña, Anubis, El mundo es tres días, El otoño del derviche, Los Magos, La camella de Dios, La tierra de Fata Morgana, Hierba nocturna, El espantapájaros, Una casa en este mundo y otra en la nostalgia, El tumor, Oro en polvo (publicada en español, en versión de Ignacio Gutiérrez de Terán).
A lo largo de su trayectoria ha participado en numerosos congresos internacionales sobre literatura y cultura en todos los continentes, y sobre su copiosa obra se han celebrado congresos en ciudades europeas, asiáticas, de Oriente Medio y del norte de África. Asimismo, sus obras han sido objeto de decenas de artículos científicos, tesis doctorales y trabajos de fin de máster en diversas lenguas.
El reconocimiento a su enorme e importante producción literaria se refleja en los numerosos premios y distinciones recibidos, entre otros el Gran Premio Estatal Excepcional, el máximo galardón concedido por el gobierno suizo por todas sus obras de ficción traducidas al alemán. El Premio Estatal libio por todas sus obras. El premio Mohamed Zafzaf de novela árabe. Caballero francés de la Orden de las Artes y las Letras. Premio Internacional Mondello de Literatura. La revista francesa Lire lo eligió para formar parte de cincuenta novelistas del mundo que consideraba representantes de la literatura del siglo XXI, y los círculos culturales, críticos, académicos y oficiales de Europa, América y Japón lo han propuesto repetidamente al Premio Nobel.
En diciembre de 2010 ganó el Premio del Quinto Foro Internacional de El Cairo a la creatividad en la ficción árabe, el cual donó en beneficio de los niños tuareg en Níger y Mali, señalando que había hecho algo similar cuando ganó el Premio de la Amistad Árabe-Francesa en 2002.
Su novela Una llamada lejana recibió el premio Sheikh Zayed del Libro en 2008. En ella, el autor combina el tema histórico con reflexiones filosóficas y otorga una especial importancia a la “llamada”, como impulsora del destino humano.
Nuestro dossier especial sobre Ibrahim Al-Koni incluye los siguientes textos: el artículo “El universo de Ibrahim Al-Koni” del profesor japonés Nobuaki Nutahara que, además de traductor, es un especialista en su obra; un capítulo de la novela El Tumor, traducido por Salvador Peña Martín; un capítulo de la novela Los Magos, traducido por Antonio Martínez Castro, seguido de un artículo del investigador Hartmut Fähndrich que ha traducido al alemán muchas de las novelas de Ibrahim Al-Koni, incluida la novela Los Magos; un capítulo de la novela La llamada de lo lejano, traducido por María Luisa Prieto; un capítulo de La piedra sangrante, traducido por Francisco Rodríguez Sierra; dos capítulos de la novela Oro en polvo, traducidos por Ignacio Gutiérrez de Terán y acompañados por una reseña de Jocelyn Michelle Almeida sobre esta novela; el cuento La Riada, traducido por Ignacio Gutiérrez de Terán; un artículo de la crítica literaria británica Susannah Tarbush sobre la novela Lo que la noche le dice al día; y un testimonio literario del joven escritor libio Mohammed Al-Naas sobre la grata sorpresa que le causó el descubrimiento de las obras de su compatriota Ibrahim Al-Koni. Mohammed Al-Naas se ha hecho famoso con su novela Pan en la mesa del tío Milad, tras ganar en 2022 el Premio Internacional de Ficción Árabe, conocido como el “Booker árabe”.

Salvador Peña Martín es traductor, investigador y profesor en la Universidad de Málaga, así como autor de numerosos ensayos y artículos sobre filología árabe y el Ándalus. En el marco de los programas de traducción y edición de la Escuela de Traductores de Toledo, de la que es un estrecho colaborador, ha publicado versiones de obras autobiográficas de Raúf Músad Basta (Egipto), Rachid Daíf (Líbano), Abdelmayid Benyellún (Marruecos) y Salim Barakat (Siria), así como la antología Chispa de encendedor, del poeta sirio Abu l-Alá al-Maarri.

 

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