Traducción de Milagros Nuin Monreal
Primer día La Meca. La Gran Mezquita, 7 de du-l-hiyya de 1431
12:16h. del mediodía
Hasta aquel instante, todo había salido según lo esperado.
Sumayya, que casi había completado su cuarto decenio, hacía las circunvalaciones transportada por la majestuosidad del momento entre cientos de miles de peregrinos mientras sus labios musitaban una plegaria, inmersa en sudor.
Tenía la mirada extraviada y los ojos suspendidos sobre los cientos de miles de cabezas que se apiñaban en el lugar. El mundo es un círculo que gira. Heme aquí, heme aquí. Susurraba. Miró hacia la derecha y percibió una nuca. Faisal la precedía por unos pasos y, entre todas las cabezas dolientes, afeitadas, calvas, cubiertas, negras, grises, blancas, sudorosas, lo podía ver. Miró hacia la izquierda y vio la sagrada Caaba, con las cortinas recogidas y las piedras alineadas en la base, cubierta por un tejido blanco que terminaba en el negro revestimiento bordado en oro. Sintió el sudor de una mano pequeña en la suya, la miró, y el pequeño apuró el paso para seguirla. Ese era Mishari. ¿Te has cansado? Y lo negó con la cabeza.
Su paso se hizo más lento al acercarse a la esquina derecha. El lugar estaba abarrotado. Alzó la mano derecha hacia la Caaba, que se erguía en el corazón del mundo. Dios es más Grande. Agarraba al niño con la izquierda. Un grupo de asiáticos que caminaban cogidos de la mano chocó contra ellos. Se soltaron sus manos. Sumayya sintió que le arrancaban el hombro y que su cuerpo saltaba dos pasos hacia adelante. Se tropezó con el extremo del manto y, cuando recuperó el equilibrio enderezándose, ya no lo vio. Miró a su alrededor, pero había desaparecido.
Sumayya volvió a mirar. La marea humana se agitaba y la arrollaba con sus oleadas. Se puso a gritar: ¡Mishari! No te muevas, no te muevas, quédate en tu sitio.
Después, cuando pensó que lo podían atropellar hasta matarlo, dudó. ¡Mishari!, márchate, vete.
Buscó con la mirada a través de los huecos entre los cuerpos. Un niño insignificante como él podía encontrarse en cualquier lugar. Se le paralizaron las piernas y el corazón le latía alocadamente. Chocó contra un hombro desnudo y sintió humedad en sus mejillas. Una silla de ruedas le pasó por encima del pie. Y se produjo una aglomeración de miles de cuerpos revestidos con las ropas blancas rituales y los mantos negros. En ese momento empezó a gritar: ¡Faisal, Faisal! Podía verlo entre cientos de miles de cabezas.
Entonces Faisal se dio la vuelta y vio a Sumayya que gritaba, con la cara pálida y los ojos enrojecidos. Se apresuró a alcanzarla recorriendo la distancia entre los cuerpos, como el que nada contra la corriente, recibiendo decenas de golpes y tortazos en la cara y los hombros. Cuando llegó donde ella, esta se puso a tirarle de su ropa ritual mirándolo con ojos aturdidos, totalmente aterro-rizados. Y, a pesar de que era incapaz de pronunciar una sola frase inteligible, él lo entendió todo: que Mishari había desaparecido.
Una multitud de africanos irrumpió entre los dos e inevitablemente se alejaron. Sumayya salió invo-luntariamente del círculo de la circunvalación. Faisal elevó la mano, como si fuera una enseña, y gritó todo lo que podía: ¡Sumayya, Sumayya! Ambos tomaron la dirección del otro y se juntaron las manos. . La sujetó de la muñeca y la atrajo hacia sí. Abandonaron el círculo de la circunvalación. No te inquietes, lo encontraremos. Busca tú en el patio mientras yo lo hago en el exterior.
Faisal creyó que debía seguir la corriente, que debía de haber arrastrado a su hijo. El insignificante, diminuto y frágil Mishari. ¡Qué fácil era que se lo hubiera llevado el torbellino humano! Empezó a correr entre los grupos, corría y gritaba. Sumayya, también, se puso a correr y a gritar como él. Chocaron con decenas de espaldas y brazos, recogiendo tortazos y golpes en la cara, y seguían corriendo. Corrieron de corazón, lanzando gritos aterrorizados, como si cayeran en un abismo.
La Meca. La Gran Mezquita, 7 de du-l-hiyya de 1431
1:36h. del mediodía
Después de una hora, Faisal sintió que debía hacer algo más que correr alocadamente. Los cuerpos con los que jugueteaba el mundo eran blancos, negros, oleadas que se sucedían en un círculo cuyo centro era la Caaba y sus límites eran su miedo; el círculo giraba hasta la eternidad. Un torbellino humano que bailaba en torno a sí mismo, ¿y si todos dejaran de dar vueltas durante cinco minutos? El círculo no dejaba de girar, y a ti, que estabas en su extremo, te arrastraba el terror.
Paseó la mirada por el lugar. Podía ser que el pequeño se encontrase a una distancia de dos me-tros sin que le fuera posible verlo. Se llevó las manos a la boca y gritó: ¡Mishari! ¡Mishari! Corrió hacia la concentración humana, donde se hallaba la tumba de Abraham. ¿Y si hubiera caído y lo hubiera atropellado la multitud, rompiéndole los huesos? ¿Por qué no se había puesto en contacto con ellos, siendo que había memorizado sus números? Le dio la espalda a la Caaba y se apresuró en la medida de lo posible, corriendo entre la multitud en dirección a la puerta más cercana de la Gran Mezquita. Unos hombres con atuendos militares, con unos rótulos sobre el pecho que decían “Fuerzas especiales de emergencia”, estaban situados delante de la puerta. Gritó ante ellos: ¡Mishari se ha perdido! ¡Se ha perdido! Jadeaba, el sudor le caía de la frente y sus ojos reflejaban su ansiedad. Lo observaron con el ceño fruncido, sin entender ni una palabra de lo que había dicho. ¿Qué te sucede, peregrino?, le preguntaron. Extrajo el iPhone del bolsillo del cinturón de cuero con el que sujetaba la vestimenta ritual. Mostró la imagen de su hijo a los militares, uno por uno. Se ha perdido. Lo repitió varias veces, como si se narrara a sí mismo aquella calamidad, de pie entre miles de parejas de sandalias, chocando con los que venían a miles, elevando su móvil, rindiéndose a una verdad ineludible.
Sobre la pantalla rectangular del móvil, mostró la imagen de Mishari vestido con un pijama negro en cuyo pecho aparecía el emblema de Batman. Faisal se puso a describir a su hijo al agente, como si la imagen no fuera suficiente. Abundante pelo negro, una densa mancha clara, piel límpida, extremadamente delgado, parecía que tuviera cinco años, aunque tenía siete. Llevaba puesta una camisa color naranja y un pantalón beige. Tiene un lunar marrón en el cuello y un hueco entre los dientes delanteros.
¿Cuándo se perdió? ¿A qué hora? ¿Dónde estaba? ¿En el patio? ¿Un kuwaití? El agente tomó el aparato inalámbrico y comunicó la pérdida de Mishari. Faisal sintió que la noticia se revolvía en su pecho y se repetía interminablemente. Un niño kuwaití de siete años que llevaba una camisa anaranjada y tenía un lunar en el cuello. No mencionó la mancha, ni el color del pantalón, ni la edad engañosa. Y lo más importante es que él no indicó la delgadez de su hijo al que cualquiera le podía calcular cinco años. Se le habían olvidado muchos detalles que definían a Mishari como era. El pantalón beige, dijo Faisal subrayándolo. Si Dios quiere, todo saldrá bien. ¿Bien? Que Dios nos ayude. Nuestros hombres están en todas las salidas. Si alguien lo ve, le avisaremos. Deme su número y vuelva al lugar en que lo perdió. No pierda el tiempo aquí y siga con la búsqueda. Vaciló antes de preguntar. ¿No han formado grupos de búsqueda? Le miró el agente conteniendo una sonrisa. ¿Grupos de búsqueda? Faisal insistió: Mi hijo se ha perdido. El hombre alzó los hombros. Tenemos más de tres millones de peregrinos, señor… No acabó la frase. ¿Cómo puedes preguntar al océano por una gota? Tres millones de peregrinos, y un niño que se ha perdido. Todo el rato se están perdiendo niños, ancianos y mujeres. ¿Qué le hace ser dife-rente? ¿Qué quiere? ¿Acaso debería la inundación dejar de girar?
Faisal se quedó clavado en el sitio, con los ojos desorbitados, sin apenas dar crédito a lo que oía. ¿Y mi hijo? El agente ladeó la cabeza en señal de pena. Búsquelo. No pierda más tiempo. Si lo ve alguno de nuestros hombres, se lo comunicaremos enseguida. Faisal le dio al agente su número de teléfono, y después se dio la vuelta para alejarse. Se apresuró sin dar crédito a sus oídos. Le había llegado el momento de enfrentarse en soledad a todo aquel infierno.
La Meca. La Gran Mezquita, 7 de du-l-hiyya de 1431
5:02h. de la tarde
Mientras corría, se le cayó la ropa ritual de los hombros. La dejó en el suelo y siguió corriendo, con el pecho desnudo. A cada paso, le escocía el interior de los muslos, mientras el sudor le descendía de la frente y de las palmas de las manos. Mantenía el móvil en una mano, mientras Mishari aparecía en el fondo de la pantalla, con el disfraz de Batman, y así asaltaba a los peregrinos con su cara. Mi hijo se ha perdido, ¿habéis visto a mi hijo?
Mientras tanto Sumayya había completado diecisiete vueltas y empezaba a sentir que las piernas se le iban a separar del cuerpo y que seguirían dando vueltas por toda la eternidad. Sumayya caminaba en círculos interminables buscando a Mishari, que se había disuelto en la multitud. Esperaba encontrarlo en el lugar en el que lo había perdido, dando vueltas fielmente en torno al mismo punto. Alzó los brazos al cielo y gritó: ¡Señor, retiro todo lo que he dicho, devuélveme a mi hijo! Su rostro se le humedeció con las lágrimas y el sudor. La salud, el dinero, el ascenso que deseaba para Faisal y un segundo hijo después de cuatro abortos… ya no quería más cosas. Cada poco rato revisaba el móvil que llevaba en la mano, con la esperanza de que sonara, oyendo su voz que la llamaba: Mamá, para indicarle el lugar en que la esperaba, dando fin a todo aquel horror.
A las cinco horas, el miedo se hizo más brutal, ¿por qué no se ponía en contacto con ellos? Mishari conocía nuestros números. ¿Qué le había sucedido a mi hijo? Cayó de rodillas y casi la arrolló la multitud. Cientos de miles de píos peregrinos, viajeros que oraban aturdidos e indiferentes en la obscuridad de la Gloria divina. Se inclinó en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos mientras el frío le rozaba la frente.
Unos pesados pies le pisaron los muslos y otros el hombro derecho. Entrecerró los ojos llenos de lágrimas. ¡Señor! Sintió que unas manos la elevaban por debajo de las axilas y la arrastraban fuera de la multitud. Sumayya prorrumpió en llanto cuando se encontró arrodillada en el escalón de mármol blanco. Había una mujer egipcia de complexión fuerte que le agitaba los hombros y le daba ligeros golpes en las mejillas. No contactó con ellos. ¿Qué le podía haber pasado para no contactar? La mujer le gritó: ¿Qué le pasa, señora? Mas ella siguió gimiendo: Mishari, Señor, hijo mío. La mujer zarandeó a Sumayya por los hombros mientras Sumayya se tambaleaba en una progresión de desvane-cimientos. ¿Has venido con alguien? Con mi esposo. Y no pudo añadir: Y con mi hijo.
Sumayya se mordió los labios mientras la cara se le congestionaba por una crisis de llanto. ¿Dónde está tu marido? Sumayya no contestó. La mujer elevó la voz. ¿Dónde está tu marido? Sumayya reposó la frente sobre el escalón de mármol y so-llozó. ¿Se va a extraviar mi hijo en tu casa, Señor? Metió la cabeza en el bolso y sollozó. La mujer se sintió confusa, pues aquella otra señora, llena de delirios, ni la escuchaba ni la veía. Se apresuró a ir al cercano dispensador de agua de Zamzam y volvió trayendo agua en un vaso de plástico. Le lavó la cara a Sumayya mientras recitaba jaculatorias. Sumayya pasó del llanto al mugido. Cuando Faisal distinguió el lugar de su esposa, se dio cuenta de que algunos hombres la rodeaban. Un hombre con una barba roja y un bastón la inti-midaba repitiendo: ¡Dios maldiga a la mujer que se lamenta! ¡Dios maldiga a la mujer que se lamenta! Sumayya movía los pies dando patadas como una víctima de sacrificio.
Cuando apareció la cara de Faisal entre las de los que se apelotonaban para contemplar a la mujer que lloraba, Sumayya entendió por su expresión que no había hallado rastro alguno del niño. Después de que hubieran transcurrido más de cinco horas, Sumayya empezó a golpearse la cara, a morderse las manos y a darse golpes en los muslos, mientras repetía: ¡Se fue Mishari! ¡Se fue! ¡Mi hijo se fue! Faisal atravesó la multitud y sujetó a su esposa del brazo para que se levantara. Ya vale, Sumayya, tranquilízate, ¿es este momento para llorar?
Las lágrimas le recorrieron las gruesas y sudorosas mejillas. Lo miró con ojos enrojecidos abiertos de par en par.
¿Por qué no ha contactado con nosotros, Faisal? Mishari conoce nuestros números. Tal vez se haya olvidado – dijo para animarse.
¿Mishari olvidarse? ¿No conoces a tu hijo?
Tal vez haya vuelto al hotel.
Imposible
Tal vez se haya desmayado y se lo hayan llevado para socorrerlo.
Movió la cabeza y retuvo las lágrimas. Podría ser. Se levantó de inmediato para completar la búsqueda. Una súbita esperanza le llenó el corazón. Le sorprendió no haber pensado en ello antes, que el pequeño hubiera perdido la consciencia en primeros auxilios. No podía ser en la Gran Mezquita. Si hubiera sido así, habría pedido prestado un móvil de alguien y les habría llamado. Mishari tenía que estar inconsciente en un hospital. En cuanto se despertara, pediría a un enfermero que se comunicara con sus padres.
Mishari sabía muy bien el número, Mishari sabía qué hacer.
La Meca. La Gran Mezquita, 7 de du-l-hiyya de 1431
6:11h. de la tarde
«Que Nuestro Señor te introduzca en el Paraíso, que Nuestro Señor te abra las puertas del Paraíso».
Una niña negra con un solo brazo extendía la mano hacia Sumayya, llevando un vaso blanco de plástico. Faisal sintió que el corazón se le encogía al ver el extremo del brazo amputado, medio brazo negro y delgado, terminado en punta, que se le clavaba como una flecha.
Parecía tener seis años, llevaba unas chanclas de goma azul y una blusa de un rosa desvaído. Estaba peinada con decenas de trencitas. Lo observaba atentamente con unos grandes ojos ennegrecidos con kohl, profundamente negros. «¡Que Nuestro Señor te introduzca por las puertas del Paraíso!». Su voz era débil. Su insistencia lo hería. Miraba el bolso colgado en el hombro de Sumayya. «Deme un real, tía». Sumayya abrió el bolso y extrajo su alfombra verde para la oración, un ejemplar del Corán forrado de terciopelo morado, una bolsa de nailon en la que guardaba sus calzados y los de Mishari, unas chanclas negras Crocs con una etiqueta amarilla que llevaba el símbolo de Batman. Le tembló la barbilla y frunció los labios. Introdujo la mano en el fondo del bolso y extrajo diez reales que puso en la bolsa con una mano temblorosa. Faisal sujetó el brazo de su esposa y la arrastró lejos del influjo de la niña negra, su brazo amputado y sus ojos negros, como si intentara alejarla de las ideas que le martilleaban la cabeza mientras veía los diez reales que descansaban en el fondo de la bolsa. Se fueron en silencio en dirección a la puerta del Rey Fahd. La oscuridad se había adueñado del lugar. Faisal alzó los ojos para ver la huida de las últimas líneas de luz. El sol se había escondido, y Mishari, también. Ausente. Se detuvo frente a un grupo de soldados, sacó su móvil del cinturón de piel y enseñó, por segunda vez, la imagen de Mishari.
Que Dios te sea favorable. ¿No hay noticias de mi hijo?
El oficial lo miró como si no lo entendiera.
¿Todavía no lo habéis encontrado?
Sintió una fuerza interior que bramaba. Lo ahogó su agonía. No, por Dios, no lo hemos encontrado. El oficial le dio la espalda a Faisal, susurró en un aparato inalámbrico, y le mostró una cara inexpresiva. No pasa nada, por Dios, padre de Mishari. Las caras se volvieron borrosas, y el mundo se ocultaba en una inevitable oscuridad. Sus ojos se quebraron en los del oficial al preguntarle. Bien, y ¿qué se puede hacer? Apenas lo sostenían las rodillas. El oficial siguió diciendo: Organice grupos de búsqueda, difunda su fotografía en internet, recorra los hospitales, avise a la embajada… Y después de un instante de silencio, continuó: ¿Ha venido con un grupo? Estoy registrado con un grupo, pero vengo por mi cuenta.
El oficial enarcó las cejas en señal de compasión.
Necesitas a gente que te ayude, padre de Mishari.
Faisal se giró hacia Sumayya, cuyas miradas oscilaban entre aquel hombre y su marido. ¡Madre de Mishari! Ve a avisar a nuestra familia en Kuwait – dijo Faisal, después de tragar saliva.
Las lágrimas brillaron en los ojos de ella.
Faisal, estoy asustada.
Yo también estoy asustado.
Intercambiaron miradas, convencidos de que lo que les había sucedido, lo que les estaba suce-diendo, era un asunto mayor y más importante que para poder dominarlo solo con sus propias fuerzas. Estaban sumergidos en una inundación de cuerpos humanos con los que bullía La Meca. Necesitaban que los salvaran.
Faisal extrajo del bolsillo su móvil, y sus dedos se apresuraron a contactar con la única persona que se le ocurrió, el único ser posible. En cuanto le llegó la voz de su hermano, le abandonaron todas sus fuerzas. Se desplomó de rodillas sollozando:
Saúd, socorre a tu hermano, socorre a tu hermano…
La Meca. Hospital Ayiad para emergencias, 7 de du-l-hiyya de 1431
6:50h. de la tarde
La pareja soportó las oleadas de peregrinos mientras abandonaban la Gran Mezquita. Cuando se aproximaban a los lavaderos de los baños de los hombres en la explanada, se suspendieron entre los miles de cuerpos que seguían de pie. Sumayya repetía: ¡Que Dios te satisfaga! ¡Que Dios te sa-tisfaga! Tenemos prisa. Sumayya deseaba cruzar. La miraban sorprendidos, ¿cruzar a dónde? ¿por qué? No quedaba suelo donde poner los pies. Faisal la sujetó de la mano tirando de ella para salir de la aglomeración. Empujó a algunos hombres a derecha e izquierda, unas decenas cayeron y se elevaron gritos y chillidos. Les lanzaron insultos. ¡Que el Señor de los mundos os maldiga! Juró uno de ellos. Siguió caminando con determinación, sujetando con firmeza a su esposa, sin fijarse en el desorden que causaba. Caminaron los dos en pa-ralelo a las torres. El reloj de la torre, que producía una luminosidad verde, señalaba las seis y cincuenta minutos.
Al doblar a la derecha, hallaron un pasillo que los conducía a un mercado más abajo. En la pared había un letrero en el que figuraba: Entrada a los mercados de las torres al-Safwa y Hospital Ayiad para emergencias. Se detuvieron en el local de ropa más próximo. Faisal señaló las camisas colgadas en la fachada del local.
Dame una camisa y un pantalón.
El vendedor lo observó.
¿Qué camisa, peregrino?
¡Cualquier camisa! – repuso impaciente.
El comerciante le acercó una camisa blanca y un pantalón gris y, con asombro, lo observó apartar lo que llevaba entre las piernas para ponerse el pantalón por debajo de la ropa ritual. Se le había despellejado el interior de los muslos. Soltó los ganchos que llevaba sujetos a la cintura y amontonó la ropa ritual junto a la pared más cercana. El vendedor invocó a Dios, peregrino, eso no se debe hacer. Faisal cerró los botones de su camisa sin levantar los ojos, después sacó del bolsillo un billete de cien reales y se lo entregó al vendedor. Este levantó las manos en el aire al decir: Dios me valga, no quiero tu dinero. Y, señalando con el dedo índice la cara de Faisal, añadió: Completad la Peregrinación mayor y la menor. Faisal apartó la cara: No puedo.
A los pocos instantes, sonaron los alminares con la llamada a la oración de la noche. Se repitió la llamada en el cielo, que devolvió el eco: ¡Ven a la oración! Se cerraron los comercios. Grupos de gente se apresuraron hacia la Gran Mezquita. Miró el reloj de su muñeca, las siete y diez minutos. A cada mi-nuto que pasaba, se acrecentaba su temor. Se nos han pasado las oraciones, susurró inquieta Sumayya, quien sintió que su observación no tenía sentido. Le sorprendió un dolor en el vientre y, de pronto, cayó de rodillas mientras un líquido ardiente salía de su interior, pegajoso y amarillo.
¿Qué te pasa, Faisal? ¿Estás enfermo?
No.
Levantó la cabeza y se secó la boca con un extremo de la camisa. Ven. Caminaron entre dos filas de tiendas en cuyas mesas se amontonaban lápices de kohl, cortaúñas y tijeras, rosarios de co-lores, almizcle seco, pinzas de metal, cestas de plata de las que colgaban corazones de vidrio verde, ani-llos de plata. El olor de la aleña impregnaba el ambiente.
Al final del mercado, llegaron a una puerta de cristal, en la que había escrito: Hospital Ayiad para emergencias. Un guardia de seguridad estaba de pie, junto a la entrada, era un hombre negro, flaco, con el pelo alborotado y un embozo blanco. Faisal se dispuso a entrar, pero el hombre se lo impidió. ¿Tenéis una emergencia? – les preguntó.
Faisal apartó el brazo del hombre.
Mi hijo se ha perdido.
El hombre apartó su cuerpo de la vía de entrada.
Entraron en un vestíbulo de mármol. La mesa de recepción era redonda y detrás de ella se sentaban tres hombres, en sillas metálicas pegadas a la pared, junto a las que se aglomeraba la gente. El lugar bu-llía con cientos y cientos de peregrinos: víctimas de insolaciones, heridos en arrollamientos. Las cami-llas recorrían los pasillos yendo y viniendo. Con dificultad la pareja atravesó una masa de cuerpos en el vestíbulo. Faisal alzó con la mano el iPhone, manteniendo la fotografía de Mishari en la pantalla.
¡Mi hijo se ha perdido! ¡Mi hijo se ha perdido!
Empujó a los dos hombres que estaban a su derecha hasta llegar al estrado, sin aliento, con la frente chorreando de sudor.
¡Que Dios te sea favorable! Este es mi hijo, se nos ha perdido en la Gran Mezquita… Tal vez se haya desmayado, y gentes de buena voluntad lo hayan traído aquí, con vosotros.
El recepcionista tamborileó los dedos sobre la plancha de las llaves. Movió la cabeza negándolo. Tenemos un niño de origen desconocido, de tres años. Hace poco llegó la ambulancia con un enfermo que se había desmayado en la Gran Mezquita. El informe decía que tenía unos diez años. Faisal sacudió la cabeza. No era posible. Mi hijo parece que tiene cinco o seis años y señaló con la mano a la mitad de su muslo. Mishari es bajo, no tiene una altura excesiva. Sintió que la insignificancia en el tamaño de su hijo aumentaba el tamaño de la desgracia. ¿Hay otros hospitales? Hay muchos, pero las urgencias de la Gran Mezquita nos las envían aquí. Se le enronqueció la voz al decir:
Hermano, que Dios te sea favorable, seguro que hay una manera de contactar con los hospitales para pedir información sobre el caso.
Las lágrimas lo ahogaron, tragó saliva con dificultad antes de decir:
Ayúdanos, Dios te ayudará.
El hombre observó los ojos enrojecidos de Faisal, resopló y le indicó que esperara un momento: Descansa un poco. Faisal se lo agradeció y se alejó de la mesa de la recepción. Se sentó en el suelo apoyándose en la pared. A su derecha estaba su esposa. Ambos esperaban que el empleado de la recepción realizara todos los contactos posibles para buscar a un niño kuwaití de siete años de edad. Que tenía un lunar en el cuello y una separación en los dientes delanteros. Se había extraviado en la Gran Mezquita hacía más de siete horas.
El teléfono de Faisal sonó, sus compañeros del trabajo contactaban con él, los hijos de sus tíos paternos, la hija de su tío materno, su vecino abogado, su tía materna, el director de la administración, el subdelegado, su amigo periodista, la profesora americana de su hijo, su madre, su madre, su madre.
No voy a contestar a nadie – afirmó con convicción.
Solo si es un número desconocido contestaré.
Estaba esperando la conexión de un número desconocido, seguramente saudí, para oír la voz de su hijo llamándolo, papá, y que todo volviera a la normalidad. No estaba dispuesto a recibir las llamadas de bienintencionados, gente preocupada y curiosa.
Sumayya movió la cabeza dándole la razón y se apoyó en la pared implorando: Dios mío, Tú que reúnes a los seres… El reinante silencio se llenó de zozobra: Gritos de los revisores en el vestíbulo del hospital, chillidos de lactantes, lloros de niños, llamadas de hombres, el chirrido de las ruedas de las camillas que llevaban a los enfermos, toses, decenas de mensajes de texto y avisos de lugares de contacto social, parientes, amigos, compañeros de trabajo, desconocidos que mostraban su simpatía en Twitter y Facebook, una oleada torrencial que inundaba Internet. La imagen del pequeño se difundió en los teléfonos, a partir de una fotografía del teléfono de Saud, en la que Mishari vestía su camisa roja de Ferrari, de pie en el patio de su casa, sobre una alfombra de césped, delante de la valla metálica verde por la que trepaban arbustos de buganvillas de un rojo intenso. Sumayya se ahogó con su agonía. ¡Querido mío! Al pie de la fotografía habían escrito el nombre completo del niño y el teléfono de Saud: Mishari Faisal al-Saffar, niño kuwaití de siete años, que se ha perdido en la Gran Mezquita, quien lo encuentre deberá contactar con este número, difúndelo y se recompensará. Las gentes propagaban la imagen entre sí repetidamente, se intensificaron las invocaciones, era el momento de responder. ¡Dios había señalado a su familia! ¡Dios dé paciencia a su siervo! A Sumayya se le humedecieron los ojos con sus lágrimas, al ver la inundación de invocaciones que llenaba su móvil. Deberíamos rezar – susurró de pronto.
Faisal la miró alzando las cejas.
¿Rezar?
Sí, rezamos y rogamos en lugar de mirar, así tu Señor responderá, puesto que estamos en el mes preferente.
Apartó la cara, y su voz resultó fría al decir: Reza tú.
¿Y tú?
¿Yo qué?
¿No vas a rezar?
En cuanto abrió la boca, el estómago se le rebeló, y un fluido ardiente le brotó de la boca cayendo al pavimento del hospital. Inclinó el tronco en el cubo de la basura más cercano y devolvió como si fuera a arrojar las tripas. El empleado de la limpieza se apresuró a darle unos pañuelos.
¿Qué te pasa, Faisal? ¿Estás enfermo?
Se limpió la boca con el pañuelo mientras contestaba enfadado: No.
Giró la cabeza hacia atrás para apoyarse en la pared. ¿Qué sería lo que le pasaba? Era la segunda vez.
¿Estás seguro de que te encuentras bien?
Hizo un gesto de asentimiento.
Sumayya apoyó la palma de la mano en el hombro de su marido y se levantó de su sitio. Se fue a buscar el oratorio de las mujeres. La vio cómo desaparecía al final del pasillo, y le embargó una sensación de náusea incomprensible.
La Meca. Hospital Ayiad para emergencias, 7 de du-l-hiyya de 1431
8:32h. de la noche
Sus rodillas temblaban, mientras los labios musitaban una invocación audible: Dios mío, ¡oh Afectuoso!, ¡oh Poseedor del Glorioso Trono!, ¡oh Hacedor de lo que deseas! Faisal le colocó la mano sobre la rodilla para tranquilizarla. Con permiso, Sumayya. Ella le hacía perder la cordura. Aquellos temblores, aquellas invocaciones audibles que lanzaba al aire: Te ruego, Dios mío, en tu sublime nombre, por el que, si se te invoca, respondes, y si se te pide, concedes… Todo lo asfixiaba.
Estaba enfurruñada.
No estoy tranquila, Faisal. Tengo miedo de que el niño pase la noche en la Gran Mezquita.
Si pasa esta noche en la Gran Mezquita, ¿por qué no llama?
Tal vez las comunicaciones no lleguen a conectar, o a lo mejor se trata de una saturación en las redes o de aglomeraciones.
El teléfono no ha dejado de funcionar, Sumayya, la red está operativa.
Calló un momento y dijo:
Está bien, voy a buscarlo a la Gran Mezquita, y tú lo buscas en el hospital.
Se levantó inmediatamente en dirección a la puerta para abandonar el lugar. Su marido se sintió aliviado mientras la veía ausentarse. Se llevaba consigo un ejército completo de invocaciones: ¡Oh Tú que estás vivo! ¡Oh Eterno! A Tu Misericordia invoco, concédeme el beneficio de arreglar todos mis asuntos y no me cargues siquiera con un parpadeo…
Buscó en su interior aquello cuya existencia había supuesto durante largo tiempo, aquello que hacía que Sumayya orara e insistiera en sus invocaciones. No lo halló, no encontró nada.
Miró su reloj de pulsera, eran más de las ocho y media. Le llegó un mensaje de texto de Saud: He llegado a Riad.
Le preguntó: ¿Cuándo es el vuelo a Yedda?
En dos horas.
Esta vez vio el temblor de sus rodillas y la convulsión que se deslizaba hasta los extremos de sus dedos. Desconocía el motivo por el que recordaba la mano negra amputada que le perforaba el pecho como un puñal. Observó al empleado de la recepción que le hacía señas para que se acercara. Corrió hacia él: Dime, hermano, tranquilízame. El hombre se mostró fatigado, mientras le daba la respuesta que había esperado largo rato: Peregrino, hemos contactado con todos los lugares, y no hay ningún niño que responda a las características de tu hijo.
Faisal sintió que su corazón se derrumbaba y que las rodillas no lo sostenían. ¿Qué se podía hacer ahora? La situación lo sobrepasaba. Necesitaba datos, pruebas, algo con lo que resistir a este labe-rinto. Vio que el hombre seguía diciendo con precaución: Aunque… – y calló un instante. Lo miró para impulsarlo a hablar. ¿Aunque?
Hay un cadáver.
¿Un cadáver?
Un niño no identificado de unos siete u ocho años de edad, que ha sido arrollado en la Gran Mezquita.
Volvió a preguntar como si no entendiera:
¿Un cadáver?
La Meca. Hospital Ayiad para emergencias, 7 de du-l-hiyya de 1431
9:10h. de la noche
El empleado de recepción le comunicó que un niño se había puesto a jugar con el coche de la limpieza, aprovechando el descuido de los trabajadores. Al ponerlo en marcha, atropelló a dos mujeres y a un niño. Solo había fallecido el niño, un muchacho de siete u ocho años de edad. Estaba solo, no se había conseguido contactar con su familia.
Faisal movió la cabeza de camino a la cámara frigorífica de cadáveres. ¡Imposible! Mishari era insignificante. Se le amontonaron en la cabeza los apelativos que se había ganado su hijo gracias a su delgadez. Su abuela lo llamaba “el interruptor”, su tía materna, “el caracolillo de mar” y Saud, “el mechón”. Mishari es insignificante, era imposible que aparentara siete años, aunque fuese su edad real, imposible.
Faisal sintió que el frío le taladraba sus miembros, alcanzándole el corazón, mientras se acercaba al depósito frigorífico de cadáveres, que era una cámara enorme con apartados. Un hombre arrastró una bandeja y surgió una lengua de metal en cuya superficie había un cuerpo pequeño envuelto en ropa blanca. Faisal sintió un dolor que se le clavaba en el costado. Se acercó un paso mientras el corazón le latía locamente. Observó que el cuerpo de dentro de la bolsa era un palmo más alto que su hijo apro-ximadamente. Respiró aliviado. No es mi hijo.
Observó que el hombre se acercaba en dirección a la cabeza. Alzó la cubierta que tapaba la cara del pequeño. Le habían puesto un trozo de algodón blanco en la boca y la nariz. El hombre le apartó el algodón de media cara, que estaba completamente machacada, aplastada, azulada, enlodada con manchas negras. Las ruedas le aplastaron la cara, explicó el médico. Incluso si hubiera sido su hijo, no lo habría reconocido. Mishari tenía el pelo negro, mientras que este niño lo tenía castaño rubicundo y no tenía ningún lunar en el cuello, ni siquiera medio.
Resopló. Este no es mi hijo. Se apartó del cadáver y escondió la cabeza en el brazo intentado controlar el llanto. No sabía si lloraba de dolor por el chico que había muerto tan cruelmente, o si era de felicidad porque no era su hijo. Lo aquejó un sentimiento mezclado de pesadumbre y alegría que lo partió en dos mitades.
El hombre se dispuso a cubrir el cadáver, y Faisal sintió que se le encogía el estómago. Apartó el rostro. Se sentó en el suelo y se apoyó en la pared para descansar la espalda, limpiándose los ojos con un extremo de la camisa. Observó al hombre que cubrió la cara del chico con la sábana blanca. Mañana lo traerán envuelto en un tejido verde. La oración será por el muchacho, Dios sea misericordioso con él. Se repetían las cuatro invocaciones con la voz del imán de la Gran Mezquita, mientras los labios de miles de orantes oraban: Dios mío no nos prives de su recompensa, y no nos amotines después de él.
El hombre dijo que el chico yacía en el frigorífico desde la tarde, y que nadie excepto él había denunciado la desaparición del chico. Lo más seguro es que su familia siguiera recorriendo los pasillos y las salas de la Gran Mezquita buscándolo. No se deben dejar a los niños sin vigilancia. Susurró el hombre. En el momento en que tu hijo va a traer un vaso de agua de Zamzam, le puede ocurrir cualquier cosa, cualquiera. Estaba nervioso. Los muertos tienen derecho a que los entierren deprisa. Movió la cabeza apenado. Después se giró hacia Faisal y siguió diciendo: Dios quiera que encuentres a tu hijo enseguida.
Faisal se levantó de su sitio con la intención de marcharse. Miró el reloj que llevaba en la muñeca. Habían pasado nueve horas desde su desaparición. Sintió que el miedo se le agolpaba en el pecho. Las palabras del hombre siguieron resonando en su interior. Podía ocurrirle cualquier cosa. ¿Qué le había sucedido durante nueve horas? Dio un paso para marcharse, quería salir disgustado hacia los valles de La Meca, y peinarlos palmo a palmo. Por primera vez se veía a sí mismo preguntándose: ¿Acaso nos equivocamos el día que vinimos juntos? ¿Nos equivocamos? Me parece que Mishari desea ver la Caaba – dijo Sumayya. No quería llevarle la contraria. ¿Hacía bien?
La Meca. Centro para el cuidado de los niños perdidos, 7 de du-l-hiyya de 1431
10:42h. de la noche
El hombre le preguntó si había buscado en el Centro para el cuidado de los niños perdidos. Faisal alzó las cejas, ¿cuidado de niños perdidos? El hombre asintió, era ese el primer lugar en el que debía buscar. Caminaron en paralelo por el pasillo. El corazón se le llenó con una repentina esperanza. ¿Por qué no le había hablado nadie de ese lugar con anterioridad? Le dijo el hombre: En la Gran Mezquita hay cada día más de cien niños extraviados. El Centro es el lugar que los reúne a todos. ¿Dónde estaba ubicado? No muy lejos, pues se asomaba al patio de la Gran Mezquita.
Faisal echó a correr. Por un instante, casi sonrió, pero enseguida lo asaltaron las preguntas. Si Mishari estaba en el Centro dedicado al cuidado de los niños extraviados, ¿por qué no había contactado con él? Sabía que tampoco lo iba a encontrar allí, pero, a pesar de todo, fue. Cuando llegó al Centro, vio a una joven de unos veinte años con uniforme de exploradora que entregaba a una familia asiática unas pulseras de plástico de colores. Les explicaba algo: que escribieran sus nombres y direcciones en las pulseras y que se las pusieran a sus hijos. Se sintió angustiado. ¿Qué necesidad había de ello? ¿Y el papel que le había dejado a Mishari en el bolsillo? Había escrito en él su nombre, su número, la dirección e incluso su grupo sanguíneo. ¿Dónde estaba y por qué no contactaba con él?
En cuanto la mujer terminó con su cometido, se dirigió a él. Le explicó que su hijo se había perdido. Le pidió que la siguiera. Caminó detrás de ella hacia la sala de espera de los niños. Recorrió con ojos tristes las caras de decenas de niños que espe-raban en una sala de color madera, llena de juguetes, cajas de zumo y recipientes de leche. La mayoría de ellos estaban paralizados delante de una pantalla de plasma en la que se proyectaba una película de dibujos animados de un elefante que iba a destruir la Caaba. Faisal los examinó a uno tras otro. Tenían los ojos enrojecidos y las ojeras inflamadas de tanto llorar. Algunos habían olvidado sus miedos y se habían centrado en jugar. Elevó la voz para llamarlo: Mishari, Mishari Faisal al-Saffar. Nadie prestó atención.
La joven lo acompañó al exterior de la habitación. En el pasillo le informó de que ellos, en cuanto llegaba un niño nuevo, registraban su nombre, edad, nacionalidad, y comunicaban a las autoridades el caso. ¿Cuáles son las características de tu hijo? Sintió que abría la boca de forma automática: Es un chico de siete años, pelo negro, un espeso mechón blanco, un lunar en el cuello, dientes delanteros separados, lleva una camisa de color naranja y un pantalón beige, parece tener cinco años, aunque tiene siete. Escribió la descripción en un papel. Si llega un chico que se ajuste a esta descripción, contactaremos contigo enseguida. Sintió que se ahogaba. Lo miró compadecida y le dijo: Dios mío, encontradlo enseguida.
Se marchó después de haber dejado su nombre y el teléfono. Se encontró fuera del lugar, observándolo todo. Los elevados alminares perforaban la noche, que había cubierto el rostro de La Meca. Giró su cara al cielo. El silencio resonaba en sus oídos.
¿Dónde estás? – susurró.
La Meca. La torre de Agar, 7 de du-l-hiyya de 1431
11:45h. de la noche
Regresó a su habitación del hotel, en la torre de Agar. Se apresuró a cruzar el vestíbulo de mármol. Percibió los aromas del incienso, el café y el cardamomo. Manos morenas extendían frente a él dátiles maduros, que rechazaba descuidadamente, mientras se apresuraba hacia la zona comercial, en dirección al ascensor. Tomó el más cercano, planta décimocuarta. Se abrieron las puertas, salió maldiciendo, maldijo el teléfono, que se había apagado, maldijo el cargador eléctrico, así como la tecnología y la necesidad imperiosa que tenía de ella en estas circunstancias. ¿Qué pasaría si llamaba Mishari mientras su teléfono estaba desconectado?
¿Cómo lo iba a buscar sin teléfono? ¿Y cómo iba a dejar de buscarlo a causa del teléfono? Tu hijo se ha perdido en un país extraño, entre tres millones de peregrinos. Los mensajes de texto se sucedieron a lo largo del día, tíos maternos y paternos, vecinos, primos, amigos y compañeros de trabajo, periodistas, activistas, parlamentarios, blogueros, tuiteros famosos. Solo respondió a mensajes de desconocidos, e incluso a estos al final les dio esquinazo. Lo único que tenían eran preguntas, ¿lo habéis encontrado? Nuestros corazones están con vosotros, mi madre reza por ti, si necesitas algo… No quería nada, solo quería que no se apagara el maldito teléfono, y no verse obligado a permanecer entre las paredes de la habitación, mientras su único hijo veía cómo aumentaban sus dificultades minuto a minuto, hora tras hora.
Se arrodilló frente al maldito teléfono, que estaba recargándose, a la espera de que cobrase vida. Relajó la frente en la pared un minuto, cerró los ojos, y empezó a golpearse la cabeza en la pared una y otra vez. Sintió que La Meca se lo tragaba, como si se sumergiera hasta las rodillas en los torbellinos del vientre del dragón, unos ardientes torbellinos que lo fundían poco a poco. La ciudad sagrada, el mejor mes, los días más grandiosos del año, los invitados del Misericordioso, todo obsta-culizaba su paso.
La pantalla del aparato se iluminó. Era un mensaje de Saud.
¿Hay alguna novedad?
No, ¿dónde estás?
En Yedda.Su voz le seguía llenando la cabeza con su última conversación, cuando rompió a llorar al oírlo. Ayuda a tu hermano. Nada más saber que la cuestión estaba relacionada con Mishari, se puso a repetir: ¿A dónde quieres que vaya? Voy de inmediato.
Sus compañeros de Kuwait se encargaron de gestionar el asunto en internet. Los contactos con la Embajada en Riad iban a buen ritmo. Voluntarios de la campaña en Kuwait y en otros lugares habían formado grupos de búsqueda del chico que… La lista de contactos a los que no había contestado rebosaba de números, conocidos y desconocidos. Sumayya era la única que no había contactado. Era como si la viera rodear la Caaba, disuelta en la inundación de peregrinos, para completar su reco-rrido cuadragésimo, quincuagésimo, etc. La gente repetía: ¡Heme aquí! ¡Heme aquí!, mientras que ella repetía: ¡Mishari! ¡Mishari!
Pocos minutos después, la pantalla brilló con un número saudí que deseaba contactar con él. Contestó, y al otro lado había una voz de un hombre con acento kuwaití que le preguntaba:
¿Es el señor Faisal al-Saffar?
Sí, ¿quién es usted?
Soy el primer secretario de la Embajada de Riad. ¿Ha aparecido?
No. Ni rastro de él.
Si Dios quiere, todo se solucionará, ten fuerza…
¿Cómo pudo…?
Escúchame, padre de Mishari…
El hombre se calló un instante y siguió diciendo, con cuidado, como si le dictara a Faisal las palabras:
Te ruego que vayas a la sala de operaciones de las fuerzas de seguridad de La Meca.
¿La sala de operaciones?
Sí, la sala de operaciones de las fuerzas de seguridad de La Meca. Te están esperando. Les hemos informado de que vas a ir. La Meca tiene más de setecientas cámaras de observación y más de treinta pantallas de rastreo. Estoy seguro de que vas a saber algo de tu hijo. Lo que se te pide es que les informes del último lugar en el que estuvo, la hora y los minutos exactos. No van a fallar.
Faisal arrancó el cable del cargador y salió co-rriendo.
Segundo día
La Meca. Sala de operaciones de las fuerzas de seguridad de La Meca, 8 de du-l-hiyya de 1431 – 12:52h. de la noche
En la pantalla de observación Faisal lo vio todo.
El caso requirió dos horas de búsqueda en las grabaciones. Volvieron a proyectar la grabación una vez tras otra, sin resultados. No era posible ver a un niño de su estatura entre todos aquellos cuerpos que se agolpaban en el lugar. Faisal buscó a su esposa, una mujer con una capa negra igual que decenas, incluso cientos de miles vestidas con capas negras apiñadas en la imagen. Las pupilas bailaban de derecha a izquierda buscando algo que lo condujera a ella. El atasco que había ocurrido a unos pocos pasos del rincón yemení. Se suponía que ella lo había perdido allí. Situó un dedo en el lugar de la aglomeración de los peregrinos. Vio la oleada de los africanos que le había mencionado Sumayya. El reloj electrónico de la pantalla seña-laba las 12:17 del mediodía. ¡Aquí! ¡Aquí!, y señaló con la mano. Recorrió el lugar con los ojos. No había rastro del chico ni de su madre. Aquello no era posible. Debían estar allí. Se secó el sudor de la frente. Sintió que su respiración se agitaba. Pasó una hora mirando la pantalla. Un agente gritó: Aquí hay un chico que viste ropa de color naranja. Aquello era en otra pantalla. El hombre lo miró. Este es tu hijo. Faisal saltó hacia la segunda pantalla. Vio la imagen fija del chico que había pasado al otro lado de la zona del atasco. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! Exclamó Faisal sin creer que su hijo hubiera reco-rrido semejante distancia solo. Sintió la garganta seca, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Gracias a Dios, Gracias a Dios. Señaló con el dedo al chico en la pantalla, que daba la espalda a los peregrinos, con las manos alrededor de la boca para gritar. Exclamó a los agentes: Este es mi hijo, mi hijo. Frunció el entrecejo. ¿Por qué no lo ayudaba nadie? Su hijo estaba allí, gritando todo lo que podía, entre millones de peregrinos, sin que nadie lo viera. Una mujer extraña se le acercó. Era de constitución fuerte, tenía los pies negros, y los brazos robustos. Llevaba puestos guantes blancos y se cubría la cara con un velo. Una segunda mujer se acercó para preguntarle algo. Intercambiaron unas palabras y se marchó. Vio que la señora velada movía las manos. Vio que Mishari hablaba con ella. Vio que la mujer le pasaba la mano por la cabeza. Vio que su hijo extraía un papel del bolsillo y se lo entregaba a ella. La vio que le tomaba la mano y el pequeño ca-minaba a su lado.
Sintió que su corazón se desplomaba, mientras la cabeza se le llenaba con un extraño sonido al seguir en la pantalla a la mujer que llevaba a su hijo de la mano caminando a su lado. Sintió que el corazón caía hacia abajo, abajo, en un descenso total hacia el abismo del terror. Se puso las manos sobre la cabeza observando atentamente la pantalla al ver que los dos subían las escaleras y abandonaban el lugar. Se dirigían hacia adelante y después torcían debajo de la escalinata. Vio que su hijo caminaba hacia la puerta de la escalera y que la mujer la señalaba.
Los agentes cambiaron la cámara para enfocar el lugar que había al final de la escalera. Había un hombre con una túnica gris del Punjab, durmiendo envuelto en la alfombra de la oración, y no había visto nada de lo sucedido.
No había visto que la mujer le ponía el guante al pequeño sobre la cara. No vio que el niño ofrecía resistencia, rebelándose y dando patadas, para caer dormido. Se desplomó y lo sujetaron manos extrañas que lo transportaron debajo de su largo manto negro. Cubría los gemelos de sus piernas con unos calcetines. Después salió tranquilamente entre unos soldados que estaban junto a la entrada, igual que cualquier mujer que transporta a su hijo dormido en brazos, deslizándose fuera de la Gran Mezquita entre millones de peregrinos, como si ella fuera invisible.
Antes de que Faisal cayera de rodillas, golpeándose con la cabeza en la columna metálica y perdiendo el conocimiento, se agolparon las imágenes dentro de su cabeza repetidamente: un cadáver azulado, dos párpados negros, una ropa ritual blanca, una piedra negra, manos ensangrentadas, una mano negra amputada, ¡Heme aquí, Señor!, guantes blancos, pies negros, ¡Que Dios te permita entrar en el Paraíso!, sudarios blancos, tejido verde, la oración por un niño, ¡Que Dios sea misericordioso él! Dios mío, no nos prives de su recompensa y no nos amotines después.
Amén.
«Los planos del laberinto» (Jara´it al-Teeh) publicado por al-Dar al-Arabiyya lil-Ulum, Nashiroon,Beirut, 2015. Beirut, 2015.
Bothayna al-Essa (1982, Kuwait-) es una escritora, editora y librera, además de fundadora y directora de Takween, un espacio de escritura creativa. En 2004, publicó su primera novela, Un choque inaudible, a los veintidós años. Desde entonces, ha publicado ocho novelas y una colección de cuentos, convirtiéndose en una autora conocida en Kuwait y en todos los países árabes.
Quienes hayan seguido la obra de Bothayna observarán que todas sus novelas tratan de temas prohibidos como la identidad nacional y la discriminación racial; la masculinidad de los hombres y el sufrimiento de las mujeres árabes; los fetuas religiosos y la limitación de los derechos de la mujer en nombre de la religión; y las costumbres y tradiciones árabes. En su novela Los planos del laberinto, la cual ha sido objeto de censura en Kuwait, Bothayna habla de los secuestros de niños durante la peregrinación a La Meca..
En nuestro dossier especial dedicado a esta distinguida y prolífica escritora, presentamos un capítulo de Un choque inaudible, y otro de Los planos del laberinto, su penúltima novela, además de la propia reflexión de la autora acerca de la literatura, Escribir de lo que sabes y de lo que no sabes.
Milagros Nuin Monreal es doctora en Filología Árabe, ha sido profesora de Lengua y Literatura Árabe en la Universidad de Castilla-La Mancha, en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid y actualmente en la Universidad Complutense de Madrid. También es traductora en el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación.